viernes, 29 de abril de 2011

La prueba - César Aira



San Agustín dijo que sólo Dios conoce el mundo, porque él lo hizo. Nosotros no, porque no lo hicimos. El arte entonces sería el intento de llegar al conocimiento a través de la construcción del objeto a conocer; ese objeto no es otro que el mundo. El mundo entendido como un lenguaje. No se trata entonces de conocer sino de actuar. Y creo que lo más sano de las vanguardias, de las que Cage es epítome, es devolver al primer plano la acción, no importa si parece frenética, lúdica, sin dirección, desinteresada de los resultados. Tiene que desinteresarse de los resultados, para seguir siendo acción.
César Aira. “La nueva escritura”



Fragmento de La prueba, un incendiario relato de Aira sobre el poder de redención del amor.

La prueba
(Fragmento)

(...)
Se quedaron calladas un momento. El Pumper había empezado a llenarse, lo que resultaba tranquilizador para Marcia porque se perdían mejor en la muchedumbre. Pero si se ocupaban todas las mesas, y ya parecían cerca de ese punto, vendrían a echarlas. El helado mientras tanto se había terminado. Como si fuera una cábala para impedir que sobreviniera la interrupción, Marcia se apresuró a plantear otra inquietud, que le pareció productiva:
–Hoy hace un rato, allí enfrente, ¿ustedes estaban con alguien?
–No. Ya te dije que estábamos solas.
–Como había una concentración de gente...
–Nos habíamos metido entre esos boluditos a ver si nos levantábamos a alguno, pero no conocíamos a nadie y no tuvimos tiempo de elegir, porque apareciste vos . . .
La información daba algunos elementos interesantes, pero parecía pensada a propósito para que esos elementos fueran de la clase de los que Marcia prefería no indagar. De modo que siguió la misma dirección que había tomado antes.
–¿Pero pertenecen a algún grupo?
–¿Qué quiere decir eso?
–Me refiero a algún grupo de punks.
–No –dijo Mao subrayando venenosamente cada palabra –No estamos en ninguna murga.
–No lo decía en sentido peyorativo. Uno siempre tiende a asociarse con gente que comparte sus ideas, sus gustos, su modo de ser.
–¿Como vos y Liliana, por ejemplo? ¿Pertenecés a algún grupo de inocentes?
–No tergiverses lo que quiero decir. Y no se hagan las que no entienden. Aquí y en todas partes del mundo los punks se agrupan y se apoyan entre sí en su rechazo a la sociedad.
–Felicitaciones por tu erudición. La respuesta es no.
–¿Pero conocen a otros punks?
Le gustó su propia pregunta. Debería haberla hecho al principio. Era una trampa perfecta. Era como si a alguien le preguntaban si conocía otros seres humanos. Si le respondían por la negativa, que era obviamente lo que querían hacer, pondrían de manifiesto su mala fe. No sabía qué beneficio podía reportarle, pero al menos tendría una respuesta.
Mao volvió a entrecerrar los ojos. Era demasiado inteligente para no ver toda la dimensión de la celada. Pero no daría el brazo a torcer. Eso nunca.
–¿Qué importancia tiene? –dijo–. ¿Por qué te empeñás en hacernos hablar de lo que no queremos?
–Hicimos un pacto.
–Está bien. ¿Qué habías preguntado?
Marcia, implacable:
–Si conocen otros punks.
Mao, a Lenin:
–¿Vos conocés a alguno?
–A Sergio Vicio.
–Ah, sí, cierto, Sergio. . .–se volvió a Marcia–. Es un conocido nuestro, ahora hace mucho que no lo vemos, pero es un excelente caso. Es una pena que no llevemos encima una foto de él. Tocaba el bajo en una banda, estaba siempre drogado, y era muy buen chico, y debe de seguir siéndolo, aunque un poco loco, desconectado. Cuando habla, cosa que hace muy de vez en cuando, no se le entiende nada. Una vez le pasó algo de lo más curioso. Una señora muy rica fue a una fiesta, y entre otras cosas llevaba encima unos pendientes de orejas con cuatro esmeraldas cada uno, grandes como pocillos de café. De pronto se dio cuenta de que le faltaba uno de los pendientes; aunque dieron vuelta todos los divanes y alfombras, no lo encontraron. Como costaba millones, y las señoras ricas son muy apegadas a sus cosas, que siempre cuestan millones, hubo un buen escándalo, que hasta salió en los diarios. Los invitados hicieron consenso para que fueran revisados al salir, pero el embajador de Paraguay, que estaba presente, se negó, y la requisa no se hizo. Por supuesto, fue el principal sospechoso. La cancillería tomó cartas en el asunto, y el embajador terminó llamado de vuelta a su país y destituido. Un año después, la señora fue a una fiesta en Palladium. Cuál no sería su sorpresa al ver en la pista de baile a Sergio Vicio, con las cuatro esmeraldas colgando de una oreja. Sus guardaespaldas fueron de inmediato a buscarlo y se lo trajeron en andas. Ella estaba con un coronel, con el ministro del Interior, con Pirker y con la señora de Mitterrand. Pusieron una silla extra y sentaron a Sergio Vicio. Como la conversación en la mesa se había desarrollado en francés, la señora le preguntó si hablaba esa lengua. Sergio dijo que sí. "Hace un tiempo", le contó ella, "perdí un pendiente idéntico al que tienes tú. Me pregunto si será el mismo". Sergio la miraba, pero no la veía (ni la oía). Había estado bailando dos o tres horas sin parar, cosa que hace con frecuencia porque adora el baile, y la interrupción súbita del movimiento le había causado un desequilibrio de presión. Era la primera vez que le pasaba porque siempre, por instinto, dejaba de bailar gradualmente, y después salía a caminar hasta el amanecer. El efecto de este accidente fue que perdió la visión; todo se le fue cubriendo de puntitos rojos, y no vio nada. Eso se llama "hipotensión ortoestática", pero él no lo sabía. Otros síntomas que acompañan a la pérdida de la visión son la náusea, que él no sintió porque hacía dos o tres días que no probaba bocado, y el vértigo, al que estaba tan habituado por su experiencia con la mandanga que lejos de molestarlo o alarmarlo, lo entretuvo durante el resto de la escena, que pasó meciéndose en el espacio cósmico. La señora, un as en el manejo de los dedos, le desprendió el pendiente de la oreja en lo que pareció un pase de magia. Ahora bien, esa noche, en esa fiesta, que se daba en honor de los músicos de la ORTF de visita en el país, Palladium inauguraba un sistema de luces de radiación de quark, lo más moderno de la tecnología. Y las encendieron precisamente en ese momento. En la mesa estaban tan distraídos con la presencia de Sergio Vicio que no oyeron el anuncio que se hizo por los parlantes. Cuando la señora le hubo sacado de la oreja el pendiente y lo levantó sosteniéndolo por el ganchito para que lo vieran los demás, empezó a decir "Estas esmeraldas..." Fue todo lo que alcanzó a pronunciar porque las nuevas luces, traspasando las piedras, las volvieron transparentes como el más puro cristal, sin el menor rastro de verde. Se quedó boquiabierta. "¿Esmeraldas?" dijo la señora de Mitterrand, "¡pero si son diamantes! ¡Y qué agua! Nunca vi semejantes". "¡Qué van a ser diamantes!", dijo Pirker, "de dónde los iba a sacar este vaguito. Son caireles de la araña de la abuela, atados con alambre". La dueña, paralizada, abría y cerraba la boca como un pez anuro. Y en ese momento ya sonaban las primeras notas de Pierrot Lunaire. Nada menos que Boulez estaba en el escenario, y la fantástica Helga Pilarczyk como recitante. La atención de los personajes se desplazó a la música. Ninguna esmeralda vuelta diamante podía compararse con las notas lívidas de la obra maestra. La más elemental elegancia dictaba la supremacía de la música sobre las gemas. La señora, con movimientos de autómata, un movimiento que duplicaba invirtiendo el anterior, colgó la joya del lóbulo de Sergio Vicio y vio en angustiado silencio cómo sus guardaespaldas, interpretando mal las cosas, lo alzaban en vilo y lo llevaban de vuelta a la pista de baile, donde volvió a moverse, indiferente a la música, hasta recuperar la visión y salir a caminar, siempre con el piloto automático. Y ella nunca volvió a ver sus esmeraldas.
Silencio.
(...)

Pierrot Lunaire (fragmento) por Helga Pilarczyk

   Más allá de lo que confesaba, más sinceramente, Marcia estaba desilusionada de que la conversación no hubiera dado frutos. Y no tanto por no haber obtenido más datos sobre el mundo punk (ya que al ignorar cuántos datos había, no podía saber si le habían dado muchos o pocos) sino porque el mundo punk no se hubiera revelado como un mundo al revés, simétrico y en espejo al mundo real, con todos los valores invertidos. Eso habría sido la verdadera simplicidad, y la habría dejado satisfecha; lo reconocía con cierta vergüenza porque era pueril, pero ya no tenía ganas de hacerse problemas. Era un oportunidad perdida, y con ella se perdía todo lo demás y daba por cerrado el episodio.
   Habían llegado a la esquina, Mao se detuvo. Miró hacia la calle Bonorino, bastante oscura, y se volvió hacia Marcia.
-Vamos un poco hacia allá que quiero decirte una cosa.
-No. No hay nada más que decir.
-Una sola cosa más, Marcia, pero fundamental. ¿No sería injusto que me dejes con la palabra en la boca cuando voy a decirte al fin lo importante? Ahora sí, quiero hablarte del amor.
   Pese a todo lo que había decidido un momento antes, Marcia sintió curiosidad. Sabía que no habría nada nuevo, pero igual lo sentía. Era la magia que ejercían las punks sobre ella: le hacían creer en la renovación del mundo. La desilusión era secundaria. La desilusión la ponía ella, pero Marcia era una de esas personas acostumbradas a ponerse al margen y evaluar la situación exceptuándose. De modo que siguió a Mao, y Lenin la siguió a ella. No fueron muy lejos. A continuación de las vidrieras de Harding había un trecho muy oscuro, a veinte metros de la esquina. Ahí se agruparon contra la pared. Mao comenzó a hablar sin preliminares, en un tono de urgencia. Tenía la vista fija en Marcia, que en la penumbra se sintió más libre de devolver la mirada con una intensidad que era rara en ella.
-Marcia, no te voy a decir una vez más que estás equivocada porque ya debés de saberlo. Ese mundo de explicaciones en el que vivís es el error. El amor es la salida del error. ¿Por qué creés que no puedo amarte? ¿Tenés un complejo de inferioridad, como todas las gordas? No. Si creés tenerlo también en eso estás equivocada. Mi amor te ha transformado. Ese mundo tuyo está dentro del mundo real, Marcia. Voy a condescender a explicarte un par de cosas, pero tené en cuenta que me refiero al mundo real, no al de las explicaciones. ¿Qué es lo que te impide contestarme? Dos cosas: lo súbito, y que yo sea una chica. De lo súbito, no es necesario decir nada; vos creés en el amor a primera vista tanto como yo y como todo el mundo. Eso es una necesidad. Ahora, respecto de que yo sea una chica y no un chico, una mujer y no un hombre...Te escandaliza nuestra brutalidad, pero no se te ha ocurrido pensar que en el fondo solo hay brutalidad. En las mismas explicaciones que estás buscando, cuando llegan al fin, a la explicación última, ¿qué hay sino una claridad desnuda y horrible? Hasta los hombres son esa brutalidad. así sean profesores de filosofía, porque debajo de todo lo demás está el largo y ancho de la verga que tienen. Eso y nada más. Es la realidad. Claro que pueden tardar años y leguas para llegar ahí, pueden agotar todas las palabras antes, pero da lo mismo que tarden poco o mucho, que se tomen una vida entera para llegar a ese punto o te muestren la pija antes de que hayas cruzado la calle. Las mujeres tenemos la ventaja maravillosa de poder elegir entre el circuito largo o el corto. Nosotras sí podríamos hacer del mundo un relámpago, un parpadeo. Pero como no tenemos pija, desperdiciamos nuestra brutalidad en una contemplación. Y sin embargo... hay un súbito, un instante, en el que todo el mundo se hace real, sufre la más radical de las transformaciones: el mundo se vuelve mundo. Eso es lo que nos revienta los ojos, Marcia. Ahí cae toda cortesía, toda conversación. Es la felicidad, y es lo que yo te ofrezco. Será la boluda más grande de todas las que ha habido y habrá si no lo ves. Pensá que es muy poco lo que te separa de tu destino. Solo tenés que decir que sí.
(...)


Enlaces:
  • Literatura Argentina Contemporánea: César Aira
  • Análisis de los relatos El llanto y La prueba
  • "La obra de arte es entonces un proceso y es un proceso violento. Irreductiblemente violento. La narrativa de César Aira es, de varias maneras, una reflexión en torno a esta violencia epistémica propia del arte. La literatura, y el arte en general, son para Aira pura acción: “Lo más sano de las vanguardias –dice Aira- es devolver al primer plano la acción” (“La nueva escritura”). En lo que sigue leeré una novela de Aira, La prueba, como la exposición de un camino hacia la transformación total; como una reflexión acerca de lo que puede significar esta imbricación entre arte y acción. La prueba puede ser leída como el camino recorrido por su protagonista, Marcia, desde la quietud de lo que es hacia la ruptura total que conlleva su devenir-sujeto; desde el mundo de las opiniones, los semblantes y las determinaciones ideológicas hacia la acción creadora y subjetivadora. Ese recorrido, como pretendo mostrar, puede ser interpretado como un pensamiento acerca de la especificidad estética en su relación con el orden de las representaciones del cual pretende des-especificarse.

miércoles, 27 de abril de 2011

"La piel de zapa"- Honoré de Balzac

Una pareja en un palco del Teatro des Italiens- Manet
Fragmento de "La piel de zapa" (Le peau de chagrin, 1831) del gran Honorato de Balzac, siempre excesivo en su vehemencia expresiva, en su torrente de elocuencia verbal, aunque no por eso menos genial:


"(...)
Las palabras cabalísticas estaban dispuestas en la siguiente forma:
Lo cual significaba en español:

Si me posees, lo poseerás todo.
Pero tu vida me pertenecerá.
Dios lo ha querido así.
Desea, y se realizarán tus deseos.
Pero acomoda tus aspiraciones a tu vida.
Aquí está encerrada.
A cada anhelo, menguaré como tus días.
¿Me quieres? ¡Tómame!
Dios te oirá.
¡Así sea!
-Veo que lee usted de corrido el sánscrito -dijo el anciano-. ¿Acaso ha viajado por Persia o por Bengala?
-No, señor - contestó el joven, palpando con curiosidad la simbólica piel, bastante parecida a una lámina de metal, por su escasa flexibilidad.
El mercader volvió a dejar la lámpara sobre la columna de donde la tomó, lanzando al joven una mirada de glacial ironía, que parecía significar:
-¡Ya no piensa en morir!
-¿Es una broma o un verdadero misterio? - preguntó el joven desconocido.
El viejo balanceó la cabeza y contestó en tono solemne.
-No puedo afirmarlo categóricamente. He ofrecido el terrible poder que confiere ese talismán a hombres dotados de más energía de la que aparenta usted tener; y, a pesar de haberse burlado de la problemática influencia que debía ejercer sobre sus futuros destinos, ninguno ha querido arriesgarse a formalizar ese contrato tan fatalmente propuesto por no sé qué poder oculto. Les alabo el gusto; yo he dudado, me he abstenido y...
-¿Pero no ha probado usted siquiera? - interrumpió el joven.
-¡Probar! -exclamó el anciano-. Si estuviera usted en lo alto de la columna de la plaza de Vendôme, ¿probaría a lanzarse al espacio? ¿Es posible detener el curso de la vida? ¿Ha logrado alguien fraccionar la muerte? Antes de entrar en este gabinete, había usted resuelto suicidarse; pero, de pronto, le preocupa un secreto y le distrae de su propósito. ¡Criatura! ¿Acaso no se le ofrecerá, diariamente, un enigma mucho más interesante que éste? ¡Escúcheme! Yo he conocido la corte licenciosa del Regente. Como ahora usted, estaba entonces en la indigencia; tenía que mendigar mi sustento; sin embargo, he llegado a la edad de ciento dos años y me he convertido en millonario. La desgracia me ha proporcionado la fortuna; la ignorancia me ha instruido. Voy a revelar a usted, en pocas palabras, un gran misterio de la vida humana. El hombre se consume a causa de dos actos instintivamente realizados, que agotan las fuentes de su existencia. Dos verbos expresan todas las formas que toman estas dos causas de muerte: «Querer y Poder». Entre estos dos términos y la acción humana, existe otra fórmula de la cual se apoderan los sabios y a la qué yo debo la suerte de mi longevidad. «Querer» nos abrasa y «Poder» nos destruye; pero «Saber» constituye a nuestro débil organismo en un perpetuo estado de calma. Así, el deseo, o el querer, ha fenecido en mí, muerto por el pensamiento; el movimiento, o el poder, se ha resuelto por el funcionamiento natural de mis órganos. En dos palabras: he situado mi vida, no en el corazón, que se quebranta, ni en los sentidos, que se embotan, sino en el cerebro, que no se desgasta y que sobrevive a todo. Ningún exceso ha menoscabado mi alma ni mi cuerpo, y eso que he visto el mundo entero. Mis plantas han hollado las más altas montañas de Asia y América, he aprendido todos los idiomas humanos, he vivido bajo todos los regímenes. He prestado dinero a un chino, aceptando como garantía el cuerpo de su padre; he dormido bajo la tienda de un árabe, fiado en su palabra; he firmado contratos en todas las capitales europeas, he dejado sin temor mi oro en la cabaña del salvaje: lo he conseguido todo, en fin, por haber sabido desdeñarlo todo. Mi única ambición ha consistido en ver. Ver, ¿no es, acaso, saber? Y saber, ¿no es gozar instintivamente? ¿no es descubrir la substancia misma del hecho y apropiársela esencialmente? ¿Qué queda de una posesión material? Una idea. Juzgue, pues, cuán deliciosa ha de ser la vida del hombre que, pudiendo grabar todas las realidades en su mente, transporta en su alma las fuentes de la dicha, extrayendo de ella mil voluptuosidades ideales, exentas de las mancillas terrenas.
La imaginación es la llave de todos los tesoros; procura las satisfacciones del avaro, sin proporcionar las preocupaciones. Por eso me he cernido sobre el mundo, en el que todos mis placeres fueron siempre goces intelectuales. Mis excesos se han condensado en la contemplación de mares, de pueblos, de selvas, de montañas. Lo he visto todo; pero tranquilamente, sin cansancio, jamás he ambicionado nada, esperándolo todo. Me he paseado por el Universo, como por el jardín de una vivienda de mi propiedad. Lo que los demás califican de penas, amores, ambiciones, reveses, tristezas, se convierte para mí en ideas, que, trueco en ensueños; en vez de sentirlas, las expreso, las traduzco; en lugar de dejar que devoren mi vida, las dramatizo, las desarrollo, me distraigo como con novelas que leyera mediante una visión interior. Como nunca he desgastado mi organismo, disfruto aún de perfecta salud; y como mi alma conserva todas las energías que no he disipado, mi cabeza está mucho mejor surtida que mis almacenes. ¡Aquí - prosiguió, dándose, una palmada en la frente-, aquí está el verdadero capital! Paso días deliciosos dirigiendo una mirada inteligente al pasado, evoco países enteros, parajes, vistas del Océano, figuras hermosas de la historia. Tengo un serrallo imaginario, en el que poseo a todas las mujeres que no he conocido. Con frecuencia, contemplo vuestras guerras, vuestras revoluciones, y las juzgo. ¡Ah! ¿Cómo preferir febriles, fugaces admiraciones por unas carnes más o menos sonrosadas, más o menos mórbidas? ¿cómo preferir todos los desastres de vuestras erradas voluntades a la facultad sublime de llamar ante sí al Universo, al placer inmenso de moverse libremente, sin estar agarrotado por las ligaduras del Tiempo ni por las trabas del espacio, al placer de abarcarlo todo, de verlo todo, de inclinarse sobre el borde del mundo para interrogar a las otras esferas, para oír a Dios? Aquí -agregó en voz vibrante, mostrando la piel de zapa-, en este pedazo de piel, se encuentran reunidos el «poder» y el «querer». En él están resumidas vuestras ideas sociales, vuestras desmedidas ambiciones, vuestras intemperancias, vuestras alegrías que matan, vuestros dolores que alargan la vida, porque quizá el mal no sea más que un violento placer. ¿Quién será capaz de determinar el punto en que la voluptuosidad se convierte en mal, y en el que el mal continúa siendo voluptuosidad? ¿No acarician la vista los más vivos fulgores del mundo ideal, al paso que siempre la hieren las más suaves tinieblas del mundo físico? ¿No se deriva de saber la palabra sabiduría? ¿Y en qué consiste la locura, sino en el exceso de un querer o de un poder?
-¡Pues bien! ¡sí, quiero vivir con exceso! - exclamó el desconocido, apoderándose de la piel de zapa.
-¡Cuidado, joven! - exclamó a su vez el anciano, con increíble vivacidad.
-Había consagrado mi existencia al estudio y a la meditación que ni siquiera me han servido para subvenir a mis necesidades -replicó el desconocido-. ¡No quiero ser juguete de un sermón digno de Swedenborg, ni de ese amuleto oriental, ni de los caritativos esfuerzos que hace usted para retenerme en una sociedad, en la que mi existencia se ha convertido en imposible. ¡Vamos a ver! -añadió, apretando el talismán con mano convulsa y mirando al anciano-. ¡Quiero una comida regiamente espléndida, una bacanal digna del siglo en que, según dicen, todo está perfeccionado! ¡que mis comensales sean jóvenes espirituales y sin prejuicios, alegres hasta la locura! ¡que los vinos se vayan sucediendo, cada vez más incisivos, más espumosos, con fuerza suficiente para que la embriaguez nos dure tres días! ¡que den realce a la fiesta las más fogosas hermosuras! ¡Quiero que la Licencia delirante, rugiente, nos arrastre en su carro tirado por cuatro corceles más allá de los confines del mundo, para volcarnos en playas ignoradas! ¡que las almas asciendan a los cielos o se hundan en el fango, poco me importa! ¡Exijo, por tanto, a ese poder siniestro, que me refunda todos los goces en uno solo! ¡sí! ¡necesito estrechar a los placeres del cielo y de la tierra en un postrer abrazo, para que me maten,! ¡ansío, después de beber, antiguas priapeas, canciones que despierten a los muertos, besos interminables, cuyo clamor pase sobre París como el estallido de un incendio, desvelando a los esposos, infundiéndoles un ardor irresistible que rejuvenezca a todos, ¡hasta a los septuagenarios!
Una estridente carcajada del vejete resonó en los oídos del enloquecido joven como un eco infernal, imponiéndose tan despóticamente, que le hizo enmudecer.
-¿Cree usted -repuso el mercader que va a abrirse de pronto el pavimento, para dar paso a mesas suntuosamente ser, vidas y a comensales del otro mundo?
¡No, joven aturdido! ¡No! Ha firmado usted el pacto, y no hay más que hablar.
Ahora, sus aspiraciones quedarán escrupulosamente satisfechas, pero a costa de su vida. El círculo de sus días, representado por esa piel, se irá reduciendo en relación con la cantidad y calidad de sus deseos, desde el más modesto al más exorbitante. El brahmín que me proporcionó ese talismán me indicó que existiría una concordancia misteriosa entre los destinos y los deseos de su poseedor. El primer deseo de usted es vulgar; yo mismo podría realizarlo; pero lo dejo a cuenta de los acontecimientos de su vida futura. Después de todo, ¿no quería usted morir?
¡Pues bien! el suicidio queda simplemente aplazado.
El desconocido, sorprendido y casi enojado de ser el blanco constante de las burlas de aquel anciano singular, cuya intención semifilantrópica le pareció claramente demostrada en este último sarcasmo, contestó:
-Ya veré, señor mío, si cambia mi suerte durante el tiempo que invierta en cruzar la calle. Pero si no se burla usted de la desgracia, le deseo, para vengarme de tan fatal servicio, que se enamore perdidamente de una bailarina. Entonces comprenderá usted la satisfacción que proporciona una orgía, y prodigará quizá todas las riquezas que tan filosóficamente ha ido economizando.
Y saliendo, sin oír un hondo suspiro lanzado por el anciano, atravesó las salas y descendió la escalera de la casa, seguido por el mofletudo mocetón que trataba en vano de alumbrarle, pues corría con la ligereza de un ladrón sorprendido en flagrante delito. Cegado por una especie de delirio, ni siquiera se dio cuenta de la increíble ductilidad de la piel de zapa, que habiendo adquirido la flexibilidad de un guante, se arrolló entre sus crispados dedos y se deslizó en el bolsillo de su frac, donde la guardó casi maquinalmente.
Al precipitarse del almacén a la calle, tropezó con tres jóvenes que iban cogidos del brazo.
-¡Animal!
-¡Imbécil!
Tales fueron las corteses interpelaciones que cambiaron.
-¡Calla! ¡si es Rafael!
-¡Es verdad! te buscábamos.
-¡Ah! ¿sois vosotros?
Estas tres frases amistosas siguieron a las injurias, tan pronto como la luz de un farol iluminó las caras del asombrado grupo.
-¡Chico! es preciso que vengas con nosotros - dijo a Rafael el joven a quien estuvo a punto de derribar.
-¿De qué se trata?
-¡Vamos andando! ya te lo contaré por el camino.
De grado o por fuerza, Rafael se vio rodeado de sus amigos que, secuestrándole y agregándole al gozoso grupo, le arrastraron hacia el puente de las Artes.
-¡Amigo mío! -continuó el que había tomado la palabra-, hace ya cerca de una semana que andamos buscándote. En tu respetable hotel de San Quintín, que, entre paréntesis, sigue ostentando una invariable muestra con letras alternativamente negras y rojas, como en tiempo de Juan Jacobo Rousseau, la simpática Leonarda nos dijo que habías marchado al campo. ¡Y eso que no tenemos traza de acreedores, de gente de curia, ni de proveedores! Pero ¡ni por esas! Rastignac te había visto en los Bufos la noche anterior, y todos hicimos cuestión de amor propio averiguar si vivías encaramado en algún árbol de los Campos Elíseos, si pasabas la noche en una de esas filantrópicas casas, en las que, por diez céntimos, duermen los pordioseros apoyados en una cuerda tirante, o si, más afortunado, habías establecido tu vivac en el tocador de alguna dama. No te hemos encontrado en ninguna parte; ni en los registros de Santa Pelagia, ni en los de la Fuerza. Hemos explorado concienzudamente los ministerios, la Opera, las casas conventuales, cafés, bibliotecas, comisarías de policía, redacciones de periódicos, casas de comida, saloncillos de teatros, en una palabra, cuantos lugares buenos y malos existen en París, y ya llorábamos la pérdida de un hombre dotado de genio suficiente para hacerse buscar lo mismo en la Corte que en las cárceles. Hasta nos proponíamos canonizarte, como a un héroe de julio, y ¡palabra de honor! Te echábamos de menos.
En aquel momento, Rafael cruzaba con sus amigos el puente de las Artes, desde donde, sin prestarles atención, contempló el Sena, cuyas mugientes aguas reflejaban las luces de París. Sobre aquella corriente, en la que pocas horas antes intentó precipitarse quedaban cumplidas las predicciones del anciano; la hora de su muerte se retrasaba ya fatalmente.
-¡Te añorábamos, verdaderamente! -continuó su amigo, sin abandonar el tema iniciado-. Se trata de una combinación, en la que te hemos incluido en tu calidad de hombre superior, es decir, de hombre que sabe sobreponerse a todo. El escamoteo de la bolilla constitucional bajo el cubilete real, se hace hoy, amigo mío, con más desfachatez que nunca. La infame Monarquía, derrocada por el heroísmo popular, con la que se podía reír y banquetear; pero la Patria es una cónyuge arisca y virtuosa, con cuyas metódicas y mesuradas caricias hemos de conformarnos.
Como sabes muy bien, el poder se ha trasladado de las Tullerías a los periódicos, de igual modo que el presupuesto ha cambiado de distrito, pasando del Arrabal de San Germán a la Calzada de Antín. Pero hay algo que tal vez ignoras. El gobierno, es decir, la aristocracia del dinero y del talento, que se sirve actualmente de la patria, como antes el clero de la monarquía, ha experimentado la necesidad de engañar al buen pueblo francés con palabras nuevas e ideas rancias, ni más ni menos que los filósofos de todas las escuelas y los poderosos de todos los tiempos. Trátase, por tanto, de inculcarnos una opinión regiamente nacional, demostrándonos las enormes ventajas de pagar mil doscientos millones y treinta y tres céntimos a la patria, representada por tales o cuales señores, en vez de satisfacer mil ciento y nueve céntimos a un rey, que decía «yo», en lugar de decir «nosotros».
En una palabra, acaba de fundarse un periódico, pertrechado con doscientos o trescientos mil francos efectivos, con el objeto de hacer una oposición que calme a los descontentos, sin perjudicar al gobierno nacional del rey democrático. Ahora bien; como a nosotros nos tiene tan sin cuidado la libertad como el despotismo, la religión como la incredulidad; como, para nosotros, la patria es una capital en la que las ideas se cambian y se venden a tanto la línea, en la que todos los días hay suculentas comidas y numerosos espectáculos, en la que hormiguean disolutas meretrices y no terminan las cenas hasta el día siguiente, en la que los amores se alquilan por horas como los «simones», París será siempre la más adorable de las patrias, la patria de la alegría, de la libertad, del genio, de las mujeres bonitas, de los hombres calaveras, del buen vino, y en la que jamás se dejará sentir la férula del poder, por estar cerca de los que la empuñan... Nosotros, verdaderos sectarios de Mefistófeles, hemos emprendido la tarea de revocar el espíritu público, de caracterizar a los actores, de apuntalar la barraca gubernamental, de medicinar a los doctrinarios, de reconocer a los viejos republicanos, de pintar a dos colores a los bonapartistas y de avituallar al centro, con tal que se nos permita reírnos para nuestro coleto de reyes y de pueblos, tener por la noche otra opinión que por la mañana, pasar alegremente la vida a la Panurga o a usanza oriental, reclinados en mullidos almohadones. Te reservamos las riendas de ese imperio macarrónico y burlesco, y aprovechamos la coyuntura para llevarte a la comida que da el fundador del susodicho periódico, un banquero retirado, que no sabiendo qué hacer de su dinero quiere cambiarlo por talento. ¡Serás acogido como un hermano, te aclamaremos rey de los espíritus levantiscos que no se asustan de nada y cuya perspicacia descubre los propósitos de Austria, Inglaterra o Rusia, antes que Rusia, Inglaterra o Austria los hayan concebido! ¡Sí! te instituiremos soberano de esas autoridades intelectuales que proporcionan al mundo los Mirabeau, los Talleyrand, los Pitt, los Metternich, en una palabra, todos esos audaces Crispines que se juegan entre sí los destinos de un imperio, como los hombres vulgares se juegan su doble de cerveza al dominó. Te hemos presentado como el más intrépido de cuantos compañeros han abrazado estrechamente el libertinaje, ese admirable monstruo con el que quieren luchar todos los ánimos esforzados y hasta hemos afirmado que todavía no te ha vencido. Espero que no desmentirás nuestros elogios. Taillefer, nuestro anfitrión, nos ha prometido rebasar las mezquinas saturnales de nuestros pequeños Lúculos modernos. Es suficientemente rico para comunicar grandeza a las pequeñeces y gracia y distinción al vicio…Pero, ¿no me oyes, Rafael? - preguntó a éste el orador, interrumpiéndose.
-Sí - contestó el interpelado, menos maravillado de la realización de sus deseos que sorprendido de la manera natural en que se desarrollaban los acontecimientos; pues, aunque le fuera imposible creer en una influencia mágica, admiraba los azares del destino humano.
-Has dicho que sí, como si estuvieras pensando en las musarañas –replicó uno de los amigos-.
-¡Ah!-repuso Rafael, con un acento de candidez que hizo reír a aquellos escritores, esperanza de la regenerada Francia -¡pensaba, mis buenos amigos, en que no estamos lejos de convertirnos en unos consumados bribones! Hasta ahora, hemos blasonado de impiedad, entre dos vinos; hemos pasado la vida en estado de embriaguez; hemos valorado a los hombres y a las cosas en plena digestión. Vírgenes de hechos, éramos osados en la palabra; pero en estos momentos, marcados por el hierro candente de la política, vamos a entrar en ese presidio suelto y a perder en él nuestras ilusiones. Cuando ya sólo se cree en el diablo, es permitido echar de menos el paraíso de la niñez, el tiempo inocente en que sacábamos la lengua ante un buen sacerdote, para recibir en ella el sagrado cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo. Si hemos disfrutado tanto al cometer nuestros primeros pecados, ha sido porque sentíamos remordimientos para embellecerlos y darles un sabor agridulce, mientras que ahora…
-¡Oh! -interrumpió el primer interlocutor-. Ahora nos queda…
-¿Qué? -preguntó uno de los otros.
-¡El crimen!...
-He ahí una palabra que tiene toda la elevación de una horca y toda la profundidad del Sena - replicó Rafael.
-No me has entendido. Me refiero a los crímenes políticos. Desde esta mañana, tan sólo envidio una existencia: la de los conspiradores. No sé si mañana durará este capricho; pero, esta noche, la vida incolora de nuestra civilización lisa como un riel de camino de hierro me produce náuseas. Estoy enamorado apasionadamente de la derrota de Moscú, de las emociones del «Corsario Rojo» y de la vida de los contrabandistas. Puesto que ya no hay cartujos en Francia, quisiera por lo menos un Botany-Bay, un asilo, una especie de enfermería para los pequeños lords Byron que, después de haber estrujado la vida como una servilleta al terminar la comida, no tienen otros recursos que incendiar su país, levantarse la tapa de los sesos, conspirar en favor de la República o abogar por la guerra…
-¡Mira, Emilio! -interrumpió con vehemencia el amigo más inmediato a Rafael-, te aseguro que, a no ser por la revolución de julio, hubiera vestido el hábito sacerdotal para irme a vegetar en el fondo de una campiña; pero...
-¿Y hubieras leído el breviario todos los días?
-Sí.
-¡Valiente ridiculez!
-¡Bien leemos los periódicos!
-¡Vaya un periodista! Pero, cállate, porque marchamos entre un núcleo de suscriptores… Quedamos, pues, en que el periodismo es la religión de las sociedades modernas y una prueba patente de progreso.
-¿Cómo?
-Los pontífices no vienen obligados a creer, ni el pueblo tampoco...
Departiendo así, como pacíficos ciudadanos que sabían el «De Viris Illustribus» desde muchos años antes, llegaron a un hotel de la calle Joubert.
(…)


ENLACES:



martes, 26 de abril de 2011

"Paolo Uccello: Pintor" - relato de Marcel Schwob

Paolo Uccello (1397 - 1475)


Paolo Uccello: Pintor
[Cuento. Texto completo]
Marcel Schwob


Su verdadero nombre era Paolo di Dono; pero los florentinos lo llamaron Uccelli, es decir, Pablo Pájaros, debido a la gran cantidad de figuras de pájaros y animales pintados que llenaban su casa; porque era muy pobre para alimentar animales o para conseguir aquellos que no conocía. Hasta se dice que en Padua pintó un fresco de los cuatro elementos en el cual dio como atributo del aire, la imagen del camaleón.

Pero no había visto nunca ninguno, de modo que representó un camello panzón que tiene la trompa muy abierta. (Ahora bien; el camaleón, explica Vasari, es parecido a un pequeño lagarto seco, y el camello, en cambio, es un gran animal descoyuntado). Claro, a Uccello no le importaba nada la realidad de las cosas, sino su multiplicidad y lo infinito de las líneas; de modo que pintó campos azules y ciudades rojas y caballeros vestidos con armaduras negras en caballos de ébano que tienen llamas en la boca y lanzas dirigidas como rayos de luz hacia todos los puntos del cielo. Y acostumbraba dibujar mazocchi, que son círculos de madera cubiertos por un paño que se colocan en la cabeza, de manera que los pliegues de la tela que cuelga enmarquen todo el rostro. Uccello los pintó puntiagudos, otros cuadrados, otros con facetas con forma de pirámides y de conos, según todas las apariencias de la perspectiva, y tanto más cuanto que encontraba un mundo de combinaciones en los repliegues del mazocchio. Y el escultor Donatello le decía:

-¡Ah, Paolo, desdeñas la sustancia por la sombra!

Pero el Pájaro continuaba su obra paciente y agrupaba los círculos y dividía los ángulos, y examinaba a todas las criaturas bajo todos sus aspectos, e iba a pedir la interpretación de los problemas de Euclides a su amigo el matemático Giovanni Manetti; luego se encerraba y cubría sus pergaminos y sus tablas con puntos y curvas. Se consagró perpetuamente al estudio de la arquitectura, en lo cual se hizo ayudar por Filippo Brunelleschi; pero no lo hacía con la intención de construir. Se limitaba a observar la dirección de las líneas, desde los cimientos hasta las cornisas, y la convergencia de las rectas en sus intersecciones, y cómo las bóvedas cerraban en sus claves, y la reducción en abanico de las vigas de techo que parecía unirse en la extremidad de las largas salas. Representaba también todos los animales y sus movimientos y los gestos de los hombres con el propósito de reducirlos a líneas simples.

Después, a semejanza del alquimista que se inclinaba sobre las mezclas de metales y órganos y que escudriñaba su fusión en el hornillo en busca de oro, Uccello volcaba todas las formas en el crisol de las formas. Las reunía, las combinaba y las fundía, con el propósito de obtener su transmutación en la forma simple de la cual dependen todas las otras. Fue por esto que Paolo Uccello vivió como un alquimista en el fondo de su pequeña casa. Creyó que podría convertir todas las líneas en un solo aspecto ideal. Quiso concebir el universo creado tal como se reflejaba en el ojo de Dios, que ve surgir todas las figuras de un centro complejo. Alrededor de él vivían Ghiberti, della Robbia, Brunelleschi, Donatello, cada uno de ellos orgulloso y dueño de su arte, burlándose del pobre Uccello y de su locura por la perspectiva, apiadándose de su casa llena de arañas, vacía de provisiones. Pero Uccello estaba más orgulloso todavía. Con cada nueva combinación de líneas esperaba haber descubierto el modo de crear. La imitación no era la finalidad que se había fijado, sino el poder de desarrollar soberanamente todas las cosas, y la extraña serie de capuchas con pliegues le parecía más reveladora que las magníficas figuras de mármol del gran Donatello.



Así vivía el Pájaro y su cabeza pensativa estaba envuelta en su capa; y no se fijaba en lo que comía ni en lo que bebía y se parecía por entero a un ermitaño. Y sucedió que en un prado, junto a un círculo de viejas piedras hundidas entre la hierba, vio un día a una muchacha que reía, con la cabeza ceñida por una guirnalda. Llevaba un largo vestido delicado, sostenido en la cintura por una cinta descolorida, y sus movimientos eran elásticos como los tallos que doblaba. Su nombre era Selvaggia y le sonrió a Uccello. Él notó la inflexión de su sonrisa. Y cuando ella lo miró, vio todas las pequeñas líneas de sus pestañas y los círculos de sus pupilas y la curva de sus párpados y los entrelazamientos sutiles de sus cabellos y en su mente hizo adoptar a la guirnalda que ceñía su frente una multitud de posiciones. Pero Selvaggia no supo nada de eso, porque tenía solamente trece años. Ella tomó a Uccello de la mano y lo amó. Era la hija de un tintorero de Florencia y su madre había muerto. Otra mujer había ido a la casa y había pegado a Selvaggia. Uccello la llevó a la suya.

Selvaggia permanecía en cuclillas todo el día frente a la muralla en la cual Uccello trazaba las formas universales. Jamás comprendió por qué prefería contemplar líneas derechas y líneas arqueadas a mirar la tierna figura que se tendía hacia él. A la noche, cuando Brunelleschi o Manetti iban a estudiar con Uccello, ella se dormía, después de medianoche, al pie de las rectas entrecruzadas, en el círculo de sombra que se extendía bajo la lámpara. A la mañana, se despertaba antes que Uccello y se alegraba porque estaba rodeada por pájaros pintados y animales de color. Uccello dibujó sus labios y sus ojos y sus cabellos y sus manos y fijó todas las actitudes de su cuerpo; pero no hizo su retrato, como hacían los otros pintores que amaban a una mujer. Porque el Pájaro no conocía la alegría de limitarse a un individuo; no permanecía nunca en un mismo lugar; quería planear, en su vuelo, por encima de todos los lugares. Y las formas de las actitudes de Selvaggia fueron arrojadas al crisol de las formas, con todos los movimientos de los animales y las líneas de las plantas y de las piedras y los rayos de la luz y las ondulaciones de los vapores terrestres y de las olas del mar. Y sin acordarse de Selvaggia, Uccello parecía permanecer eternamente inclinado sobre el crisol de las formas.

A todo esto no había nada que comer en la casa de Uccello. Selvaggia no se atrevía a decírselo a Donatello ni a los otros. Calló y murió. Uccello representó la rigidez de su cuerpo y la unión de sus pequeñas manos flacas y la línea de sus pobres ojos cerrados. No supo que estaba muerta, así como no había sabido si estaba viva. Pero arrojó sus nuevas formas entre todas aquellas que había reunido.

El Pájaro se hizo viejo y nadie comprendía más sus cuadros. No se veía en ellos sino una confusión de curvas. Ya no se reconocía ni la tierra, ni las plantas, ni los animales, ni los hombres. Hacía largos años que trabajaba en su obra suprema, que ocultaba a todos los OJOS. Debía abarcar todas sus búsquedas y ser, en su concepción, la imagen de ellas. Era Santo Tomás incrédulo, palpando la llaga de Cristo. Uccello terminó su cuadro a los ochenta años. Llamó a Donatello y lo descubrió piadosamente ante él. Y Donatello exclamó:

-¡Oh, Paolo, cubre tu cuadro!

El Pájaro interrogó al gran escultor, pero éste no quiso decir nada más. De modo que Uccello supo que había consumado el milagro. Pero Donatello no había visto sino una madeja de líneas.

Y algunos años más tarde se encontró a Paolo Uccello muerto de agotamiento en su camastro. Su rostro estaba radiante de arrugas. Sus ojos estaban fijos en el misterio revelado. Tenía en su mano, estrictamente cerrada, un pequeño redondel de pergamino lleno de entrelazamientos que iban del centro a la circunferencia y que volvían de la circunferencia al centro.

FIN

Retratos de Giotto (c.1266-1337), Uccello (1397-1475), Donatello (c.1386-1466) Manetti (c.1405-60) and Brunelle



domingo, 24 de abril de 2011

"Ferdydurke" de Gombrowicz: Prefacio a "Filidor forrado de niño"

Capítulo IV

Prefacio a «Filidor forrado de niño»

Antes de retomar estas memorias auténticas quiero in­cluir en el capítulo siguiente, a modo de digresión, el relato titulado Filidor forrado de niño. Habéis visto cómo Pimko, maliciosamente didáctico, me hizo un culito; ha­béis visitado los recovecos idealista s de nuestra joven in­telectualidad, os habéis percatado de la imposibilidad de vivir, de la tragedia de la desproporción, la tristeza de la artificialidad, la tenebrosidad del tedio, la ridiculez de la ficción, la tortura del anacronismo y la locura del culi­to, de la cara y de otras partes del cuerpo. Habéis oído palabras y más palabras, palabras groseras que luchaban contra palabras sublimes, y otras, no menos insignifican­tes, que los maestros pronunciaban en clase. Y habéis sido testigos mudos de cómo algo compuesto de palabras insignificantes acababa vilmente, con un rictus estrafala­rio. Así es como, desde la más tierna infancia, el hombre se empapa de expresiones vanas y de rictus. Ésta es la for­ja donde se fragua nuestra madurez. Dentro de un rato veréis otra realidad, otro duelo: el combate a muerte en­tre los profesores G. L. Filidor, de Leiden, y Momsen, de Colombo (más conocido por su nombre de guerra «Anti­Filidor»). Aquí también aparecen palabras y varias partes del cuerpo. No cabe, sin embargo, buscar una relación es­trecha entre las dos partes del presente libro, y quien pen­sara que al incluir en mi obra el relato Filidor forrado de niño tenía yo algún otro objetivo que simplemente el de llenar espacio sobre el papel, reducir un poco la inmensidad de hojas en blanco que yacían delante de mí, caería en un grave error.

Pero si algunos expertos e investigadores muy peculia­res, los Pimkos especializados en el arte de construir culitos señalando las deficiencias de construcción de una obra ar­tística, me increpan diciendo que, a su juicio, el afán de lle­nar espacio es una razón estrictamente privada e insuficien­te, y que no es lícito embutir en una obra artística todo lo que uno haya escrito en su vida, les contestaré que, a mi mo­desto parecer, las distintas partes del cuerpo y las palabras constituyen un vínculo constructivo estético-artístico del todo suficiente. Y vaya demostrar que, por lo que atañe a la precisión y la lógica, mi construcción no tiene nada que envidiar a las construcciones más precisas y más lógicas del mundo. Mirad: su base es la parte fundamental del cuerpo, es decir, un culito bueno y domesticado, y es por eso por lo que la acción empieza por el culito. Del culito, como del tronco principal de un árbol, se extienden las ramificacio­nes de las distintas partes, como por ejemplo el dedo del pie, las manos, los ojos, los dientes o las orejas, de tal modo que unas partes se convierten imperceptiblemente en otras gracias a transformaciones esmeradas y sutiles. Y el rostro humano, que en la Polonia Menor se llama también «pico», es la copa del árbol, su follaje, cuyas partes brotan del tron­co del culito; el pico, pues, cierra el ciclo que comienza por el culito. Una vez he llegado al pico, ¿ qué más puedo hacer sino dar media vuelta hacia las diversas partes para volver a través de ellas al culito? Y el relato Filidor está pensado para esto. Filidor es una bóveda constructiva, un pasaje o, mejor dicho, una coda, un trino o, más bien, un retortijón, un retortijón de tripas sin el cual nunca habría podido lle­gar a la pantorrilla izquierda. ¿Acaso no es un armazón constructiva férrea? ¿No basta aún para satisfacer las exi­gencias más sutilmente especializadas? ¡Y a ver qué diréis cuando hayáis penetrado en los vínculos más íntimos entre las distintas partes, en todas las callejuelas que unen el dedo con los dientes, en el significado místico de mis partes predilectas y, más adelante, en el sentido de cada una de las articulaciones y en la totalidad de las partes, así como en todas las partes de las partes! Os aseguro que ésta es una construcción que no tiene precio cuando lo que se pretende es llenar espacio. Con investigaciones meticulosas sobre. esta construcción uno puede fácilmente ocupar trescientos volúmenes, llenar cada vez más sitio, ganarse un sitio cada vez más encumbrado y arrellanarse en él cada vez más có­modamente. Por cierto, ¿os gusta hacer burbujas de jabón a orillas de un lago a la puesta del sol, cuando las carpas chapotean en el agua y un pescador permanece sentado en silencio, reflejándose en el espejo cristalino de la superficie?

Os recomiendo mi método de intensificación por medio de la repetición, gracias al cual, repitiendo sistemáticamen­te algunas palabras, algunos giros, situaciones y partes, las intensifico y, al mismo tiempo, potencio el efecto de homo­geneidad estilística casi hasta los limites de la monomanía. ¡Es por medio de la repetición, por medio de la repetición, como mejor se crea toda mitología! Fijaos, sin embargo, que semejante construcción por partes no es sólo una cons­trucción, sino que es toda una filosofía que voy a presentar más adelante bajo la forma ligera y espumosa de un folletín frívolo. Decidme qué opináis: a vuestro parecer, ¿no es ver­dad que el lector asimila sólo algunas partes y lo hace sólo parcialmente? Lee una parte o un trozo, acto seguido se in­terrumpe para leer más tarde otro trozo, y a veces sucede que comienza por la mitad o por el final y va hacia atrás, hacia el comienzo. A veces lee algunos trozos y abandona, no necesariamente porque no le interese, sino porque se le ha ocurrido otra cosa. Y aunque finalmente haya leído la obra entera, ¿de veras creéis que podrá abarcada con la mi­rada y será capaz de valorar las relaciones y la armonía en­tre las distintas partes, sin ayuda de un especialista? ¿El autor se mata a trabajar largos años, recorta, arquea, arran­ca, apedaza, suda y sufre para que un especialista le diga al lector que la construcción es buena? ¡Pero avancemos más, avancemos hacia el terreno de la experiencia individual cotidiana! ¿Acaso no es verdad que una llamada telefónica o una mosca lo distraerán de la lectura justo en el lugar donde todas las partes confluyen formando la unidad del desenlace dramático? ¿Y qué me diréis si justo en este mo­mento su hermano (¡pongamos por caso!) entra en la habi­tación y dice algo? El noble esfuerzo del escritor se va al traste ante el hermano, una mosca o una llamada. ¡Puf, moscas malas, ¿por qué picáis a los humanos, que han per­dido ya la cola y no tienen con qué espantaros?! Además, tenemos que ponderar si vuestra obra, única, excepcional y tan elaborada, no es solamente una partícula de las treinta mil obras no menos únicas que aparecen, como quien dice, un día sí y otro también. ¡Horrorosas partes! ¿Para eso, pues, construimos una totalidad, para que una partícula de una parte del lector absorba una partícula de una par­te de la obra y lo haga sólo parcialmente?

Es difícil no guasearse de este tema. La guasa viene sola. Porque ya hace mucho tiempo que hemos aprendido a con­vertir en guasa lo que nos flagela con guasas. ¿Aparecerá algún día un genio de la seriedad que plantará cara a las pequeñeces de la vida sin soltar una risilla cretinoide? ¿ Quién llegará a poseer una grandeza que esté a la altura de la pequeñez? ¡Oh, mi tono, el tono ligero de un folletín! Notemos a continuación (para apurar el cáliz de la partícu­la) que aquellos cánones y principios de la construcción de los que somos esclavos son también producto de la parte y, además, de una parte bastante nimia. Esta parte diminuta del mundo, un círculo reducido de especialistas y estetas, un microcosmos no más grande que el dedo meñique, que podría caber entero en una cafetería, no deja de amasarse a sí misma para destilar postulados cada vez más refinados.

Pero, hay algo aún peor: en el fondo, sus gustos no son gustos. ¡No! Vuestra construcción les gusta sólo en parte y la mayor parte de lo que les gusta no es nada más que sus propios conocimientos sobre el tema de la construcción. ¿Significa esto que el creador se esfuerza por demostrar su capacidad constructiva para que un conocedor pueda de­mostrar sus conocimientos sobre el tema? ¡Silencio, shhh, misterio! He aquí un creador cincuentón que crea arrodi­llado delante del altar del arte y piensa en una obra maes­tra, en la armonía, la precisión, la belleza, el espíritu y la superación; y he allí un conocedor que conoce y profundi­za en el material creativo del creador con un estudio pro­fundo. Después, la obra sale a la calle, llega al lector, y lo que ha sido engendrado a fuerza de un sufrimiento total y absoluto se recibe muy parcialmente, entre una llamada te­lefónica y una chuleta de cerdo. Aquí, el escritor que nos nutre con su alma, su corazón, su arte, su trabajo y su sufri­miento; allí, el lector que no quiere, y si quiere, quiere como quien no quiere, quiere hasta que no suene el teléfo­no. Las pequeñas cosas de la vida os pierden. Sois como un hombre que ha desafiado un dragón, pero que pondría los pies en polvorosa delante de un chucho faldero.

A continuación, os preguntaré (para tomar un sorbo más del cáliz de la partícula) si, a vuestro juicio, la obra construida en conformidad con todos los cánones expresa la totalidad o sólo una parte. ¡Ca! ¿Acaso no es verdad que toda forma se basa en la eliminación? ¿ Acaso construir no es cercenar? El resto es silencio. Y, para acabar, ¿somos nosotros quienes creamos la forma o es ella la que nos crea a nosotros? Nos parece que somos nosotros los que cons­truimos. ¡Ilusos! En igual medida somos construidos por la construcción. Lo que has escrito hasta ahora te dicta una continuación, la obra no nace de ti, querías escribir una co­sa y te ha salido otra, del todo distinta. Las partes tienden a la totalidad, cada una de las partes se dirige a hurtadillas hacia la totalidad, se encamina hacia el redondeo, busca su complemento, reclama que el resto esté hecho a su imagen y semejanza. En el alborotado océano de los fenómenos, nuestra mente pesca una parte, como por ejemplo una ore­ja o una pierna. Y así es como desde el principio de la obra nos viene a la pluma una oreja o una pierna, y después ya no podemos deshacemos de esa parte, le añadimos una continuación y ella nos dicta los demás miembros. Nos en­roscamos alrededor de la parte como la hiedra alrededor de un roble. El principio presupone el final, el final presu­pone el principio, y todo lo que hay entre el principio y el final se crea solo. El alma humana se caracteriza por la im­posibilidad absoluta de alcanzar la totalidad. Entonces, ¿qué debemos hacer con una parte así, con una parte que ha nacido sin parecérsenos en nada, como si mil sementa­les viriles y fogosos hubiesen visitado el tálamo de la madre de nuestra criatura? Ay, si nuestra obra no quiere parecerse a nosotros, a lo mejor lo único que nos queda para guardar las apariencias de paternidad es recurrir a la fuerza moral e intentar hacemos parecidos a ella. Bah, bah, hace tiempo conocí a un escritor a quien, en el inicio de su carrera litera­ria, le nació un libro heroico. Por puro azar, en sus prime­ras palabras apretó la tecla de la heroicidad a pesar de que podía muy bien haber tocado una nota escéptica o lírica. Pero lo cierto es que sus primeras frases sonaban heroicas y, por ende, si no quería estropear la armonía de la cons­trucción, no podía sino aumentar y graduar el heroísmo hasta el final. y no dejó de redondear, pulir, perfeccionar, corregir y ajustar el principio al final y el final al principio hasta que le salió una obra verdaderamente viva y llena de la convicción más profunda. ¿Y qué debía hacer entonces con aquella convicción tan profunda? ¿Puede uno renegar de su convicción más profunda? ¿Puede un creador res­ponsable de su palabra confesar que sencillamente todo le ha salido así de heroico, se le ha hecho heroico, y que su más profunda convicción no es ni por asomo una convic­ción suya, sino que de algún modo le ha venido de fuera, le ha convenido, le ha sobrevenido y ha devenido suya? ¡Im­posible! Porque pequeñeces como «devenir», «venir de fuera», «salir», «sobrevenir», no caben en el estilo elevado de la cultura y, como mucho, pueden llegar a ser un suce­dáneo de un folletín jocosamente frívolo y espumeante. En balde el desventurado autor heroico se avergonzaba, se es­condía y trataba de esquivar aquella parte suya. La parte, una vez lo hubo atrapado, no quiso soltar a su presa, y fue él quien tuvo que adaptarse. En consecuencia, fue aseme­jándose a ella hasta tal punto que, al final de su carrera li­teraria, ya eran exactamente iguales, él tan heroico como ella. Se convirtió en el producto canijo de su propio heroís­mo. Y sólo tenía que andar con mucho cuidado para no cruzarse a menudo con los amigos y compañeros de ado­lescencia, porque éstos no dejaban de sorprenderse al ver aquella totalidad que se había ajustado tan bien a su parte. y le gritaban: «¡Eh, Bolek! ¿Recuerdas esta uña ... ? ¿Esta uña ... ? Bolek, Bolek, Bolek, ¿la uña en aquel prado verde? ¿La uña? Bolek, ¿dónde está la uña?".

Éstas son las razones principales, primordiales y filosó­ficas que me empujaron a construir una obra sobre la ba­se de distintas partes, considerando la obra como partícula de la obra y tratando al hombre como una unión de las partes -mientras que a la humanidad la concibo como una mezcla de partes y trozos. Pero si alguien me achacara que mi concepción particular, vista de cerca, no es ninguna concepción sino una tontería, una mofa o un camelo, y que yo, en vez de someterme a las reglas severas y los cá­nones del arte, intento saltármelos a la torera con esta bur­la, le contestaría que sí, que mi intención es exactamente ésta y no otra. Y a fe, señores, que no dudo en admitir que mi deseo es sustraerme a vuestro Arte, que no soporto, así como sustraerme a vosotros mismos ... , porque tampoco os soporto a vosotros, con vuestras concepciones, vuestra ac­titud artística y todo vuestro mundo artístico.

Señores, bajo la capa del sol hay círculos más o menos ridículos, más o menos infames, bochornosos y humillan­tes, y la estupidez tampoco está repartida en todas partes por igual. Así, por ejemplo, los círculos de peluqueros pa­recen a primera vista más propensos a la estupidez que los de zapateros remendones. Pero lo que pasa en los círculos artísticos del mundo entero bate todos los récords de estu­pidez e infamia hasta tal punto que lo mínimo que puede hacer una persona más o menos decente y equilibrada es bajar la frente encendida por el rubor ante esa orgía pue­ril y pretenciosa. ¡Ay, esos cánticos inspirados que nadie escucha! ¡Ay, esos filosofismos de los conocedores y ese entusiasmo en los conciertos y en las tertulias poéticas! ¡Ay, las iniciaciones, valoraciones y discusiones! ¡Ay, los rostros de las personas que declaman o escuchan, concele­brando el misterio de la belleza! ¿En virtud de qué antino­mia dolorosa todo lo que hacéis o decís en este terreno se convierte en ridiculez? Cuando durante siglos un círculo va cayendo en una estupidez convulsiva, sin duda se pue­de llegar a la conclusión de que sus concepciones no co­rresponden a la realidad y que simplemente se atiborra de falsedades. Estoy seguro, pues, de que vuestras concepcio­nes artísticas han alcanzado la cumbre de la ingenuidad conceptual, y si queréis saber cómo y en qué sentido ren­drían que revisarse, os lo puedo decir ahora mismo, pero es menester que agucéis los oídos.


¿Qué desea en el fondo aquel que en los tiempos que co­rren siente la llamada de la pluma, del pincel o del clarine­te? Antes que nada quiere ser artista. Quiere crear Arte. Sueña con saciar a sus conciudadanos y a sí mismo de Be­lleza, Bondad y Verdad, quiere ser sacerdote y arúspice, quiere obsequiar a la humanidad sedienta con el tesoro de su talento. Y tal vez quiera también poner el talento al servicio de alguna idea o de la Nación. ¡Qué objetivos más sublimes! ¡Qué intenciones más magníficas! ¿Acaso no era éste el papel de los Shakespeares y los Chopins? Pero tened en cuenta -y aquí hay gato encerrado- que todavía no sois ni Chopins ni Shakespeares, que aún no os habéis consu­mado ni como artistas ni como sacerdotes del arte, y que en la fase actual de vuestro desarrollo sois, como máximo, medios Shakespeares y cuartos de Chopins (¡ay, malditas partes!). De ahí que vuestra actitud pretenciosa revele sólo vuestra insuficiencia mezquina y que deis la sensación de querer saltar a empellones al pedestal de un monumento, arriesgando vuestras valiosas y delicadas partes.
 
Creedme: hay una gran diferencia entre el artista que ya se ha realizado y una pandilla de semiartistas y cuartos de poetas que se empeñan en realizarse. Y lo que es apropia­do para un artista con el perfil bien definido tiene en vo­sotros un tono distinto. Pero vosotros, en vez de crearos una concepción a vuestra medida y acorde con vuestra rea­1idad, os disfrazáis de lo que no sois. He aquí la razón por la cual os convertís en aspirantes eternamente ineptos, me­recedores a lo sumo de un «aprobado», servidores, imira­dores, vasallos y admiradores del Arte, un Arte que os hace esperar en la antesala. En verdad os digo que es terrible ver cómo os esforzáis y cómo fracasáis, y oír cómo cada vez os contestan que todavía no, que aún no del todo, mientras vosotros ¡venga a importunar con una nueva composi­ción! Es triste ver cómo os afanáis tanto por endosamos estas composiciones, cómo volvéis a erguir la cabeza con pequeños éxitos horrorosos y de tercera fila, cómo os ob­sequiáis con cumplidos y organizáis tertulias poéticas, os autoconvencéis y convencéis a los otros para que acepten una vez más el nuevo camuflaje de vuestra ineptitud. Y ni siquiera tenéis e! consuelo de pensar que lo que escribís o producís significa algo para vosotros mismos. Porque todo esto, repito, no es nada más que una imitación de los grandes maestros, una reproducción, una ilusión prematura de ser valorados, de tener algún precio. Vuestra situación es falsa y, siendo falsa, tiene que dar frutos amargos. Y hasta en vuestros propios círculos crecen la animadversión mu­tua, el desprecio y la malicia; uno siente desdén por el otro y, sobre todo, por sí mismo; sois una cofradía de autodes­dén y un día acabaréis despreciándoos a muerte. En el fon­do, ¿a qué se reduce la situación de un escritor de segunda si no a una retahíla de calabazas? La primera calabaza des­piadada se la da el lector común que por nada del mundo quiere deleitarse en la lectura de sus obras. La segunda ca­labaza infame se la da su propia realidad, que no ha con­seguido expresar. La tercera calabaza, la más infame de to­das y por añadidura acompañada de un puntapié, la recibe del arte en el que ha buscado refugio y que, no obstante, lo menosprecia por inepto e insuficiente. Esto acaba de col­mar la medida de la infamia. Aquí comienza el desamparo total. Esto es lo que hace que el escritor de segunda, atra­pado por el fuego a discreción de las calabazas, se convier­ta en el hazmerreír de todo el mundo. En verdad, ¿qué se puede esperar de un hombre que ha recibido tres calabazas consecutivas y cada vez de manera más infame? Un hom­bre así arreglado, ¿ no debería marcharse, esconderse en algún lugar donde no lo vean? ¿Puede ser sana la insufi­ciencia que, ávida de honores, desfila en pleno día? ¿Cómo queréis que no le dé hipo a la naturaleza?

Pero antes contestadme: ¿opináis que las bergamotas son mejores y más suculentas que las mosqueruelas? ¿O tal vez a éstas les daríais la primacía sobre aquéllas? ¿Os gusta zampároslas mientras estáis arrellanados cómodamente en una poltrona de mimbre en el mirador? ¡Infamia, señores, infamia, infamia, y más infamia! ¡No soy filósofo ni teóri­co, no! ¡Hablo de vosotros! Me preocupa vuestra vida, ¿lo comprendéis? ¡Sólo lamento vuestra situación personal! ¡No hay manera de librarse! ¡Oh, la imposibilidad de cortar el cordón umbilical que nos une al rechazo humano! Un alma rechazada, una flor nunca olida, unos bombones que querían gustar y no han gustado y una mujer repudia­da siempre me han causado un dolor casi físico. Porque no soporto la insatisfacción y cuando me cruzo por la calle con un artista y veo que su existencia se basa en un simple rosco, que cada gesto suyo, su palabra, su fe, su entusiasmo, sus comas, sus ofensas, su orgullo, su piedad y su do­lor despiden tufo de un simple y desagradable rechazo, siento un bochorno. Y lo siento no porque le compadezca, sino porque convivo con él y porque sus quimeras me afec­tan igual que a cualquiera que las tenga presentes. Creed­me, ya es hora de estudiar y establecer la posición del escri­tor de segunda, porque, de lo contrario, todos acabaremos con ganas de vomitar. ¿No es extraño que las personas que se dedican ex profeso a la forma y -podríamos conjeturar­tendrían que ser sensibles al estilo, se resignen sin rechistar a esta situación falsa y pretenciosa? ¿No entendéis que precisamente desde el punto de vista de la forma, del estilo, no hay nada que dé resultados más desastrosos, ya que aquel que se encuentra en una situación artificial, en una posi­ción de baratillo, no es capaz de pronunciar ni una palabra que no sea de baratillo?


Pues, ¿cómo tiene que ser, preguntaréis, nuestra concep­ción para que podamos expresamos de acuerdo con nuestra realidad y, al mismo tiempo, hacerla de una manera más so­berana? Señores, no entra en vuestras posibilidades transformaros en maestros maduros como si tal cosa, de la noche a la mañana. No obstante, podríais salvar en cierta medida la dignidad alejándoos del Arte que os hace un culito tan molesto. Antes que nada, romped de una vez para siempre con esta palabra: arte, y también con esta otra: artista. De­jad de enlodaros en estas palabras que repetís con una mo­notonía infinita. ¿Acaso no es cierto que todo el mundo es un poco artista? ¿No es verdad que la humanidad crea arte no solamente sobre el papel o el lienzo, sino también en to­dos los momentos de la vida cotidiana: cuando una mucha­cha se adorna el pelo con una flor, cuando en e! curso de una conversación se nos escapa sin querer un chiste, cuando nos fundimos en la gama vespertina del claroscuro? ¿Qué es todo esto si no la práctica del arte? ¿Para qué sirve, pues, la división estrambótica y absurda en «artistas» y el resto de la humanidad? ¿No sería más saludable que, en vez de lla­maras orgullosamente artistas, dijerais con sencillez: «Yo quizá me ocupe del arte un poco más que los otros»? Y, ade­más, ¿para qué os sirve todo el culto al arte encerrado en las llamadas «obras»? ¿De dónde habéis sacado la bobada y la falacia de que el hombre admira las obras de arte y que nos desmayamos de placer celestial al escuchar una fuga de Bach? ¿Nunca se os ha ocurrido pensar qué impuro, turbio e inmaduro es el ámbito artístico de la cultura, un ámbito que pretendéis encerrar en vuestra fraseología simplista? El error recurrente que cometéis con ahínco consiste sobre todo en reducir la convivencia del hombre con el arte a la mera emoción artística y en presentar esta convivencia bajo un aspecto extremadamente individualista, como si cada uno de nosotros viviese por su mano. Por su mano o por su pie. Hermético, aislado de los demás. Pero en realidad esta­mos en presencia de una mezcolanza compuesta de múlti­ples emociones y de muchas personas que, influyéndose mutuamente, producen una emoción colectiva.

Así pues, cuando un pianista sale al escenario y, apo­rreando el piano, toca una pieza de Chopin, decís que el hechizo de la música chopiniana en la genial interpretación del genial pianista ha hechizado al público. Pero, a lo me­jor, de hecho ninguno de los oyentes ha quedado hechiza­do. No es descartable que, si no supieran que Chopin era un gran genio y que el pianista también es genial, escucha­rían esta música con menos fervor. También es posible que si cada uno de ellos, pálido de entusiasmo, aplaude, grita y se retuerce, lo hace porque los demás también se retuercen gritando y lo inducen a creer que experimentan un placer sobrenatural, una sensación del otro mundo, por lo cual su propia emoción comienza a crecer gracias a la levadura ajena. De este modo, puede suceder que, si bien nadie de entre el público de una sala de conciertos se ha maravilla­do directamente, todos den muestras de admiración por haberse adaptado a sus vecinos. Y sólo cuando todo el mundo ya se haya excitado mutuamente como Dios man­da, sólo entonces, repito, esta muestra de admiración co­lectiva acabará emocionando al público, ya que por fuerza nos adaptamos a lo que demostramos. Pero también es cierto que al asistir a aquel concierto realizamos una espe­cie de acto religioso (como si asistiéramos a la Santa Misa), piadosamente arrodillados ante la deidad del arte. Por eso, en este caso concreto nuestra admiración tal vez sería sólo un acto de homenaje y el cumplimiento de una liturgia. Pero ¿quién sabría decir cuánta belleza hay en esta Belleza y qué parte ocupan los procesos histórico-sociológicos? ¡Diré más! Es un hecho bien conocido que la humanidad necesita mitos. Entre los numerosos creadores de mitos es­coge a uno o a otro (¿quién, sin embargo, sabría escrutar y aclarar los derroteros de esta elección?) y he aquí que lo eleva por encima de los demás, comienza a aprendérselo de memoria, descubre a través de él sus secretos y somete los sentimientos a sus criterios. Pero si hubiésemos hecho el mismo hincapié en elevar a otro artista, éste también se habría convertido en nuestro Homero. ¿No veis, pues, cuántos factores de lo más diversos y a menudo extraesté­ticos (la enumeración de los cuales podría prolongarse mo­nótonamente hasta el infinito) conforman la grandeza del artista y de su obra? ¿De veras queréis restringir esta con­vivencia nuestra con el arte, tan turbia, complicada y difí­cil, a una frase ingenua que reza: «El poeta canta, inspira­do, y el oyente escucha, maravillado»?
Conque, dejad de tratar el arte con miramientos, aban­donad, por Dios, todo este sistema que lo hincha y lo en­salza y, en vez de embriagaros con la leyenda, permitid que los hechos os creen. Esto por sí solo debería proporciona­ros bastante alivio y a briros a la Realidad. Pero deshaceos al mismo tiempo del temor de que esto os empobrezca y os encoja el espíritu, porque la Realidad es siempre más rica que las ilusiones ingenuas y las ficciones mendaces. Y aho­ra mismo voy a mostraras qué riquezas os esperan en este nuevo camino.

Es verdad que el arte consiste en el perfeccionamiento de la forma. Pero vosotros, y aquí se manifiesta vuestro segun­do error cardinal, os imagináis que el arte consiste en la creación de obras perfectas por lo que a la forma atañe. Habéis reducido el proceso de crear forma -inconmensura­ble y común a todos los humanos- a la mera producción de poemas o sinfonías, y ni siquiera habéis sabido captar debi­damente y aclarar a los demás qué inmenso papel desem­peña la forma en nuestra vida. Ni siquiera en la psicología habéis sabido otorgar a la forma el lugar que le correspon­de. Incluso hoy seguís creyendo que los sentimientos, los instintos y las ideas rigen nuestro comportamiento y esta­ríais dispuestos a considerar la forma como complemento superficial o simple adorno. Y cuando una viuda que sigue el ataúd de su marido se ahoga en llanto como una magda­lena, creéis que se ahoga en llanto porque lamenta su pér­dida. Cuando un ingeniero, médico o abogado asesina a su mujer, a sus hijos o a un amigo, opináis que se ha dejado arrastrar por los instintos sanguinarios. Y cuando ocurre que un político dice una bobada, lo consideráis bobo, sos­teniendo que no dice más que bobadas. Pero en la Realidad las cosas se presentan así: el ser humano no se expresa de manera directa y de acuerdo con su naturaleza, sino por medio de una forma definida, y esta forma, este estilo, esta manera de ser, no provienen sólo de nosotros, sino que nos vienen impuestos desde fuera. Y he aquí por qué la misma persona puede manifestarse por fuera de modo sabio o ne­cio, sanguinario o angelical, maduro o inmaduro, según el estilo que le pase por la cabeza y en función de su depen­dencia de la otra gente. Y si los gusanos y los insectos traji­nan todo el santo día en pos del alimento, nosotros perse­guimos sin cesar la forma. Es por la forma, por el estilo y por nuestra manera de ser por lo que luchamos con otra gente, y cuando tomamos un tranvía, comemos, nos diver­timos, descansamos o hacemos negocios, siempre y sin tre­gua buscamos una forma para deleitamos en ella o sufrir, adaptarnos a sus exigencias o violarla y hacerla reventar, crearla o bien permitir que ella nos cree a nosotros, amén.
 
¡Oh, el poder de la Forma! ¡Por ella mueren las nacio­nes! Ella provoca guerras. Ella hace que brote de nosotros algo que nunca nos ha pertenecido. Si la despreciáis, jamás podréis entender la estupidez, el mal y el crimen. Ella rige nuestros reflejos, por más minúsculos que sean. Ella está en los fundamentos de la vida colectiva. Y, no obstante, para vosotros la Forma y el Estilo siguen siendo nociones de orden estrictamente estético, para vosotros el estilo no es más que el estilo sobre el papel, el estilo de vuestros re­latos. Señores, ¿quién abofeteará el culito que os atrevéis a mostrar al público al arrodilla ros delante del altar del arte? La forma no es para vosotros algo vivo y humano, algo -diría yo- práctico y cotidiano, sino un atributo fes­tivo. Cuando inclináis la cabeza sobre el papel, os olvidáis de vuestra persona y no os importa nada perfeccionar vuestro estilo personal y concreto, sino que cultiváis una estilización abstracta en el vacío. En lugar de poner el arte a vuestro servicio, servís al arte y, con una mansedumbre ovina, le permitís frenar vuestro desarrollo y empujaros hacia el infierno de la indolencia.

¡Mirad ahora qué diferente sería la actitud de aquel que, en vez de saciarse con la fraseología de toda clase de conceptualistas, abarcara el mundo con una mirada fresca, consciente de la insondable importancia que la forma tie­ne en nuestra vida! Si echara mano de la pluma, no sería ya para ser Artista, sino, verbigracia, para expresar mejor su personalidad y explicársela a los demás, o bien, vista la in­fluencia constante y creativa que las otras almas ejercen sobre la nuestra, para poner un poco de orden en sus aden­tros y tal vez profundizar y afilar sus relaciones con otra gente. O, por ejemplo, lucharía por conseguir un mundo que considera imprescindible para vivir. Claro que no aho­rraría esfuerzos para que su obra atrajera y sedujera a los otros con su aliciente artístico, pero el objetivo principal ya no sería el arte, sino su propia persona. Y digo «pro­pia» y no «ajena», porque ya es hora de que dejéis de con­sideraros seres superiores que pueden ilustrar, guiar, su­blimar, moralizar y dar lecciones a cualquiera. ¿ Quién os garantiza esa superioridad? ¿Dónde está escrito que ya pertenecéis a una esfera superior? ¿Quién os ha nombrado miembros de la aristocracia? ¿Quién os ha dado patente de Madurez? ¡Oh, no! El escritor de quien os estoy hablando no se entregará a la escritura por considerarse maduro, sino precisamente por conocer su inmadurez y saber que todavía no se ha hecho dueño de la forma, que es alguien que se está encaramando, pero que de momento no ha al­canzado la cumbre, alguien que está en el proceso de ha­cerse a sí mismo, pero que aún no se ha hecho. Y si ocurre que ha escrito una obra chapucera y desmañada, dirá: «¡Perfecto! He escrito una bobada, pero lo cierto es que no firmé con nadie un contrato para suministrar sólo obras sabias y perfectas. He puesto en evidencia mi simpleza y me alegro de ello, porque la mala fe y la severidad huma­nas que he desencadenado me plasman y me labran re­creándome en cierta manera, y así vuelvo a nacer por se­gunda vez». De ahí que el poeta provisto de una filosofía sana esté tan afianzado en sí mismo que ni la necedad ni la inmadurez le dan miedo o lo incomodan. Puede expresar­se y revelarse en toda la magnitud de su indolencia con la cabeza erguida, mientras que vosotros no sois capaces de expresar casi nada, porque el miedo os estrangula la voz.


En este sentido, pues, la reforma que os recomiendo os serviría de alivio. Sin embargo, cabe añadir que sólo un hombre de letras con esta visión de las cosas sería capaz de afrontar el problema que os hace el culito más desagrada­ble de todos. Y el problema que planteo es, tal vez, el más fundamental, el más terrible y el más genial (no dudo en utilizar este término) de todos los problemas de estilo y cul­tura. Hablando de una manera plástica, expondría así el problema en cuestión: imaginad que un bardo adulto y ma­duro está creando, cabizbajo, sobre el papel, pero se le ha colgado de la espalda un jovencito, un semiintelectual de medio pelo, una muchachita u otra alma mediocremente pánfila y nula, cualquier ser más joven, inferior o más ob­tuso. Y he aquí que este ser -el jovencito, la muchachita, el semiintelectual o cualquier otro hijo turbio de la opaca subcultura- se echa encima de su alma y tira de ella hacia abajo, la aprieta, la soba con sus manazas y, sujetándola fuertemente, absorbiéndola y chupándola, la rejuvenece mediante su juventud, la salpimienta con su inmadurez y la guisa a su antojo, la rebaja a su nivel y ¡oh, la estrecha entre sus brazos! Pero el creador, en vez de medir sus fuerzas con el invasor, finge no notar nada y -¡qué locura!- cree que poniendo cara de no estar siendo violado evitará la viola­ción. ¿Acaso no es esto lo que os ocurre a todos vosotros, desde los grandes genios hasta los bardos de tercera de un coro suplente? ¿No es cierto que todo ser maduro, superior y más viejo depende de mil maneras diferentes de seres que se hallan en un grado inferior de la evolución y que esta de­pendencia lo penetra hasta los tuétanos, hasta tal punto que es posible decir que el más viejo ha sido creado por el más joven? ¿Acaso no tenemos que adaptarnos al lector cuando escribimos y no caemos en la dependencia del inter­locutor cuando hablamos? ¿No estamos perdidamente ena­morados de la juventud? ¿No nos vemos obligados a lu­char por caer en gracia a seres inferiores, por sintonizar con ellos? ¿No tenemos que ceder, ora a su prepotencia, ora a su encanto? ¿ Y acaso la dolorosa violación que la semios­cura inferioridad perpetra sobre nosotros no es la más fértil de las violaciones? Sin embargo, a despecho de vuestra re­tórica, por de pronto sólo habéis conseguido esconder la cabeza bajo el ala y vuestra mentalidad didáctico-escolar, saturada de soberbia, no ha sido capaz de darse cuenta de nada. De hecho, mientras os violan sin cesar, hacéis como que no ha pasado nada, porque, ¡oh, vosotros, los madu­ros, no tenéis tratos sino con los maduros, y vuestra ma­durez es tan madura que puede confraternizar sólo con la madurez!

Ahora bien, si os preocuparais menos del Arte o de edu­car y perfeccionar a los otros y más de vuestras lamenta­bles personas, nunca os habríais resignado a una violación tan horrible de la Persona, y el poeta, en vez de crear poe­mas para otro poeta, se habría sentido penetrado y creado desde abajo por unas fuerzas cuya existencia hasta ahora ignoraba. Habría entendido que sólo aceptándolas podría librarse de ellas y habría hecho todo lo posible para que en su estilo, en su actitud y en su forma, tanto la artística como la cotidiana, se evidenciara su ligazón con la infe­rioridad. Ya no se sentiría sólo Padre, sino Padre e Hijo al mismo tiempo, ya no escribiría sólo en calidad de sabio, sutil y maduro, sino más pronto en calidad de Sabio ince­santemente atontado, Sutil constantemente embrutecido y Maduro continuamente rejuvenecido. ¡Y si, al alejarse por un instante del escritorio, se cruzase por casualidad con un joven o un semiintelectual, ya no le pasaría la mano por el lomo con aire altivo, didáctico y pedagógico, sino que más bien se pondría a gemir y a bramar con un temblor devoto, y tal vez hasta se hincara de hinojos! En vez de huir de la inmadurez y encerrarse en un círculo sublime, entende­ría que un estilo verdaderamente universal es aquel que sabe abrazar el subdesarrollo con amor. Y esto os condu­ciría finalmente a una forma tan plagada de creatividad y tan rebosante de poesía que todos y cada uno de vosotros os convertiríais en genios poderosos.
 ¡Mirad, pues, qué esperanzas y qué perspectivas os de­para mi concepción personal y personalista! No obstan­te, para que sea una concepción al cien por cien creativa y definitiva, tenéis que dar todavía un paso adelante, y este paso es tan atrevido y decisivo, tan ilimitado en sus posibili­dades y tan destructor en sus consecuencias, que mis labios sólo lo mencionarán en voz baja y desde lejos. ¡Ha llegado el momento, ya es la hora, ya ha sonado la campanada de la historia! ¡Intentad superar la forma, libraos de ella! ¡Dejad de identificaros con lo que os determina! ¡Vosotros, los ar­tistas, haced la tentativa de escabulliros de cualquier forma de expresión propia! ¡Desconfiad de vuestras palabras! ¡Po­neos en guardia contra vuestra fe y no os fiéis de los senti­mientos! ¡Abandonad lo que sois por fuera, y que el miedo a todo tipo de exteriorización os haga temblar como el pa­jarilla tiembla ante una serpiente!

Efectivamente (aunque dudo si hoy mis labios pueden mencionado), es erróneo el postulado según el cual el hombre tiene que ser definido, es decir inamovible en sus ideas, categórico en sus declaraciones, incuestionable en su ideología, decidido en sus gustos, responsable de sus palabras y sus hechos y afianzado de una vez para siempre en su modo de vivir. Pero analizad de cerca la naturaleza quimérica de este postulado. Nuestro hábitat es la perpe­tua inmadurez. Todo lo que hoy pensamos y sentimos in­evitablemente será una bobada para nuestros bisnietos. Es mejor, pues, reconocer hoy mismo esta porción de bobada que el transcurso del tiempo nos proporcionará inapelablemente ... La fuerza que os constriñe a una definición prematura no es, como creéis, una fuerza del todo huma­na. En poco tiempo no daremos cuenta de que lo más im­portante no es ni morir por ideas, estilos, tesis, consignas o creencias, ni tampoco afianzarse o encerrarse en ellos, sino algo muy diferente: dar un paso adelante para poner­nos a distancia de todo lo que nos ocurre sin cesar.

Retirada. Presiento (pero no sé si ya lo pueden confesar mis labios) que muy pronto llegará el momento de la Reti­rada General. El hijo de la tierra comprenderá que ya no se expresa de acuerdo con su naturaleza más profunda, sino siempre y exclusivamente en una forma artificial e impues­ta con dolor desde fuera, ya por la gente, ya por las cir­cunstancias. Y empezará a tener miedo de esta forma suya y a avergonzarse de ella, al igual que hasta ahora la ha ido­latrado y la ha tenido a mucha honra. Muy pronto co­menzaremos a temer a nuestras personas y nuestras perso­nalidades, porque veremos con claridad que no son del todo nuestras. ¡En absoluto! Y en vez de bramar: "Yo creo en esto, yo siento aquello, yo soy así, yo lo defiendo», di­remos humildemente: «Me hace creer, me hace sentir, me ha hecho decir, hacer, pensar». El vate despreciará su can­to. El adalid se estremecerá ante sus propias órdenes, e! sa­cerdote se asustará del altar y la madre inculcará a su hijo no sólo los principios, sino también la capacidad de infrin­girlos para que no lo ahoguen
.

Será un camino largo y difícil. Porque hoy en día tanto los individuos como las naciones enteras saben adminis­trar bastante bien su vida psíquica y no les resulta ajena la capacidad de producir estilos, creencias, principios y sen­timientos a su libre albedrío y de acuerdo con lo que les dictan los intereses de! momento, pero no saben vivir sin estilo. Todavía no sabemos cómo defender nuestra frescu­ra más profunda ante el Satanás del orden. Es imprescin­dible hacer grandes descubrimientos y asestar con la mano blanducha del hombre golpes poderosos contra la coraza de acero de la Forma. Cabe tener una astucia inaudita, una gran honestidad de pensamiento y una inteligencia enormemente aguda para que el hombre huya de su pro­pia rigidez y consiga que, en sus adentros, la forma y la in­formidad, la ley y la anarquía, la madurez y la santa y eter­na inmadurez sean compatibles. Pero antes de que llegue este momento, decidme: según vuestra opinión, ¿son las bergamotas mejores que las mosqueruelas? ¿Os gusta zam­pároslas mientras estáis repantigados en una poltrona de mimbre del mirador, o tal vez prefiráis entregaras a este placer a la sombra de un árbol, cuando una brisa suave y dulce refresca las partes de vuestro cuerpo? Os hago esta pregunta sintiéndome plenamente responsable de mis palabras, con gran seriedad y el máximo respeto por todas vuestras partes sin excepción, porque sé que formáis parte de la Humanidad, de la cual yo también soy parte, y que participáis parcialmente en una parte de una parte de algo que, a su vez, es también una parte, y de la que yo también soy parcialmente una parte, junto con todas las partícu­las y partes de la parte de la parte de la parte de la parte de la parte de la parte de la parte de la parte de la parte de la parte de la parte ... ¡Socorro! ¡Ay, malditas partes! ¡Ay, partes sanguinarias y terribles! ¡Habéis vuelto a pillarme! ¡No hay modo de huir de vosotras! ¿Ay, dónde encontraré cobijo, qué haré? ¡Ay, basta, basta, basta! Acabemos esta parte del libro y pasemos lo más pronto posible a la si­guiente, y juro que en el capítulo que viene ya no habrá partes, porque me desembarazaré de ellas, las expulsaré, las arrojaré fuera, mientras que yo me quedaré dentro (por lo menos, parcialmente) sin partes.

[El resaltado es mío, no del texto]


ENLACES: