miércoles, 16 de marzo de 2011

La cruzada antitabaco vista por los infieles

Autora: Susana Rodríguez Díaz
Prólogo: Emmánuel Lizcano
Editorial:  SEPHA 
Páginas: 332
ISBN: 978-84-92974-84-9 (2011)
...que con la luz del cigarro
yo vi el molino
se me apagó el cigarro
perdí el camino ...
Alegrías de Camarón de la Isla

Desde tiempos prehistóricos, el tabaco ha contado con una amplia gama de usos y significados. Además de ser una de las drogas más utilizadas, se ha consumido de las más diversas maneras: fumado –en pipa, en cigarros, en cigarrillos–, aspirado por la nariz, masticado, comido, bebido, untado sobre el cuerpo... Sus aplicaciones han sido sorprendentemente variadas: en ceremonias chamánicas, como panacea médica, como moneda de cambio, o formando parte de rituales de iniciación. Se ha utilizado, sobre todo, para establecer y estrechar vínculos sociales mediante su regalo, su intercambio y su consumo en grupo, además de servir para definir y enfatizar posiciones sociales y modos de ser en base a gran variedad de significados mitificados, en la cultura occidental, por la publicidad y el cine.
Consumir tabaco ha tenido durante años multitud de significados, como libertad, modernismo, aventura, virilidad o misterio. Todavía hoy, el pitillo significa, para los que fuman, un pequeño placer en medio de la rutina, un consuelo en momentos de cansancio o ansiedad. Un cigarrillo puede ser algo que tener en las manos, que aporte aplomo en situaciones tensas. Existen diversos usos del tabaco, como el que acompaña al café o la copa, el de los que piensan y crean, el de los que buscan seducir, el último deseo del condenado a muerte, el puro de las bodas y los hombres de negocios, el que comparten los amigos o los que quieren parecer mayores. Y, por supuesto, ese mítico cigarrillo que acompaña la imagen del lejano Oeste de esa América que descubrió, al mundo entero, el tabaco.
Hoy no se puede fumar en lugares públicos en España. Fumar ya no es moderno. Es propio del subdesarrollo. El Estado, por el contrario, se sigue enriqueciendo mediante su venta.



PRÓLOGO por Emmánuel Lizcano

Quiso la fortuna que coincidiera con Susana Rodríguez en un curso sobre la metáfora justo en los días en que los medios de (in)formación de masas, voceros habituales de los políticos, anunciaban/lanzaban la primera gran cruzada contra el tabaco. Veníamos hablando en el curso de cómo las metáforas no suelen ser inocentes, de cómo más bien son culpables… de fechorías mil, pues sin cesar hacen hechos. Sin ellas ningún político podría blandir el típico «lo que España necesita» o «lo que Cataluña quiere» sin caer en el absurdo o en la impostura más flagrante. Sin ellas ningún científico podría fundamentar sus afirmaciones en «lo que dicen los hechos» o en «lo que expresan los números» sin que cualquier gañán que hablara castellano pudiera acusarle de superstición. Si dejáramos de creer que los Estados-nación quieren o necesitan, como si de personas se tratase, sobrarían los políticos. Si dejáramos de creer en la imposible locuacidad de los hechos o en la enternecedora capacidad expresiva de los números, la ciencia no sería sino otra variante de charlatanería. Así las cosas, ¿qué es lo que hace realmente una cruzada contra el tabaco?

Las cruzadas, cualquiera lo sabe, son acciones bélicas emprendidas en nombre de la cruz contra los impíos que están profanando los santos lugares. ¿Qué tendrá esto que ver con el tabaco? Susana ha tenido el acierto de ponerse a tirar del hilo en el que se entretejen las dos lógicas implícitas en el término cruzada –lógica bélica, lógica religiosa– hasta desmadejar el ovillo, hasta dejar sus tramas reducidas a… puro humo. Ella no toma partido, de hecho no es lo que se llama una fumadora; le basta con ir contando –con toda profusión de datos, documentos y anécdotas– lo que la cruzada ha ido consiguiendo que tantos den por des-contado: lo que no debe contarse sin que lo política y científicamente correcto sufra serios reveses.

Cuando Platón trata en
El Político de llevar a cabo un retrato de este personaje, lo primero que le viene a la cabeza es la imagen del pastor o ganadero. Es función suya –precisa– la alimentación y cuidado no de individuos o unidades, «a la manera de un labrador que cuida de su buey o de un escudero que cuida de su caballo, [sino que] se parece más bien al que apacienta un rebaño de bueyes o una yeguada» (261 d).
Y cuando, dentro de esta «nutrición en rebaños o nutrición colectiva», el joven Sócrates se apresura a querer distinguir entre el pastoreo de animales y el de humanos, el Extranjero le reprende al momento, por antropocentrismo. Así como no es lícito dividir el género humano entre helénicos y el resto, tan sólo porque se disponga del nombre de ‘bárbaros’ para agrupar al inmenso resto como si de otra raza se tratase, tampoco es lícito dividir el género animal entre humanos y todos los animales restantes, tan sólo porque dispongamos del término ‘humano’ para distinguirnos de ellos. No; hay que proceder según dicta la lógica, dialécticamente, y ello nos llevará a ir distinguiendo especies dentro del género, de manera que en el género animal se irán diferenciando bestias mansas (que se dejan dominar) y bestias salvajes (que se resisten a ello), siendo el campo de acción del político el que se ciñe a las primeras, las bestias mansas, y, dentro de ellas, a las que se cuidan en rebaños o grupos. No nos detendremos más en las tan sugerentes pistas de Platón sobre el arte de apacentar rebaños de esas bestias mansas que caminan con pezuñas partidas, bípedos sin plumas, que son los ciudadanos humanos. Las derivaciones entrañadas en la metáfora platónica del político-pastor son suficientes para entender buena parte de la política anti-fumadores tan sañudamente impuesta y dócilmente consentida por las cabañas humanas estabuladas en los Estados democráticos: el deber del político de velar por la salud y buena constitución del rebaño nacional, la mansa aceptación por las bestias que aquél apacentade cuantas medidas crea necesarias para el cuidado y seguridad de ellas mismas, pues como cualquier ganado que se precie no sabe lo que le conviene…

La metáfora del pastor es de las más arraigadas en los imaginarios colectivos de matriz tanto griega como árabe y judía, de cuya hibridación procedemos. En un principio, los pastores son divinos. En Grecia, se dedican al pastoreo Hermes y Pan, y Cronos hubo de recurrir a pastores divinos para el gobierno de las ciudades porque ningún hombre era capaz de pastorear humanos sin llenarse de injusticia, del mismo modo que un buey no puede hacerse cargo de una boyada. Entre los hebreos, Yahvé es el pastor único y Él es quien cuida de su rebaño, el pueblo de Israel. Con el tiempo, los pastores divinos irán aterrizando y humanizándose. Ya en Homero aparece la figura del Rey-Pastor, que Platón seculariza mediante la trasposición del ideal de gobierno divino a su imitación por parte del político. En Israel, la actividad pastoral de Yahvé se irá trasladando también a otros vicarios suyos, como reyes (David, Josías…) o profetas, entre los que sobresale Jesús el Cristo: «Yo soy el buen pastor». Del mandato de éste a un pescador, Pedro –«¡apacienta mis corderos!»– emergerá ese inmenso rebaño que es la Cristiandad: los unos con su
sumo pastor, los otros con sus pastores varios, todos ellos con su teología pastoral.

Tras diversos avatares, las figuras del pastor y de su grey adquirirán su forma actual con la edificación de esos recientes rediles que son los Estados-nación. Lejos de abandonar sus viejas maneras pastorales, las secularizadas políticas ilustradas recuperan el ancestral modelo pecuario de la crianza de cuerpos, si bien cuerpos ahora des-almados. La asunción por las Constituciones modernas del bienestar y la felicidad de la población bajo su custodia no sólo legitimará cuantos desvelos y cuidados se vea obligado a imponer el moderno político-ganadero, también constituirá a las poblaciones así fabricadas como ganado que espera y exige su sana crianza, nutrición y seguridad. Ya bien lo intuyó el Filósofo Rancio cuando espeta a las Cortes reunidas en Cádiz para proclamar la primera Constitución española:
«Sea como Vs. quieren, su «bien estar» el objeto y fin de la sociedad… ¡El ‘bien estar’! ¿Y por qué no dixeron Vs. el ‘bien vivir’, como decían todos nuestros mayores? [...] Dígannos Vs., señores novadores, ¿quáles expresiones son más a propósito para designar la felicidad presente: ‘estar bien’, como dicen Vs., o ‘vivir bien’, como han dicho todos los hombres de juicio? […] Si como somos hombres fuésemos bestias, entonces diríamos excelentemente que nuestra felicidad consistía en el ‘bien estar’ de por acá abajo.»
«Si fuésemos bestias», nos convendría propiamente ese
bien estar sobre el que se construye el Estado del bienestar, esa variante laica de las formas de gobierno que imita a los pastores divinos. Si fuésemos bestias, nos convendría como propia esa actitud paciente que se siente colmada en el estar y pacer. Si fuésemos bestias, lo nuestro sería permanecer mansamente en ese estar-estado-establo que nos aporta –gratuita y obligatoriamente, por nuestro propio bien– una nutrición adecuada (las actuales dietética y recomendaciones nutricionales tienen su origen en las investigaciones veterinarias del s. XIX), una crianza sana (el Tribunal Constitucional ha prohibido recientemente la crianza/educación de las crías humanas en sus propias viviendas, fuera de los establos/ establecimientos educativos) y unos cuerpos saludables y libres de toda impureza. Pero ¿y si no fuésemos bestias? Entonces estaríamos hablando del vivir bien, «como decían todos nuestros mayores». Y eso no es cosa de ganaderos ni de ganado, sino algo que sólo podemos darnos nosotros mismos: dar-se la buena vida. De eso mejor no hablar.

La deriva moderna en el apacentamiento de poblaciones alcanza su cenit con el nacionalsocialismo, como tan acertadamente analiza nuestra autora. En la Alemania nazi se desborda la marea de puritanismo higienista que venía incubándose en los países más desarrollados del momento, los Estados Unidos y los de la Europa central. Lejos de significar ningún retroceso histórico ni ninguna bárbara aberración que se desviara del impulso modernizador, fue entonces cuando eclosionaron muchas de las políticas y valores que hoy tantos Estados democráticos van imponiendo. El caso de la persecución (que se tuvo la honradez de no llamar aún ‘tolerancia cero’) a los fumadores es paradigmático. Aquel Berlín tuvo el honor de ser la primera ciudad del planeta donde se prohibió fumar en todo su recinto, aquel gobierno salido de las urnas en 1932 inauguró la retahíla de prohibiciones que hoy se ha ido extendiendo: ya entonces afectaba a todos los lugares públicos, medios de transporte, mujeres embarazadas… Y todo ello con la misma retórica legitimadora, fundada en ‘evidencias científicas’, la misma asunción por el Estado del deber de criar una raza pura y saludable, la misma intransigencia de quien se siente cargado de razón, la misma estrategia de alternar la educación de la población (con frecuencia se olvida que la nación alemana era la más educada del momento) y el acorralamiento de los fumadores (esa bota militar, que se reproduce en el libro, expulsando humos, pitillos, pipas y cigarros fuera del corral que protege al ganado puro), la misma corrupción de una ciudadanía incitada a denunciarse los unos a los otros, la misma impostura de hablar en nombre de quienes apacientan (aunque los apacentados, según reciente barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas, perciban a sus rabadanes como uno de sus principales problemas)… Aquella primera conjunción de nacionalismo y socialismo proporcionó el primer gran experimento social de criar una cabaña humana nacional pura y sin contaminación. Que el precio a pagar exigiera el sacrificio de gitanos, judíos, fumadores, tullidos, homosexuales masculinos, delincuentes comunes y demás ejemplares asociales, débiles, enfermizos o contaminantes que pudieran poner en peligro una cabaña nacional sana y robusta es algo que no debe preocupar a quien no forme parte de ninguno de esos grupos… ni de los que el poder de turno vaya redefiniendo y acorralando.

Ciertamente, ésta no es sino una de las muchas sugerencias que despierta un libro que, como éste, está preñado de ellas. Un libro apasionante y original que no se entiende cómo no se había escrito antes, aunque la actual atrofia mental en torno a lo políticamente correcto puede ayudar a explicarlo.


La autora ha tenido el buen juicio de aligerar de carga académica el texto de la tesis doctoral que está en su origen, sin perder por ello ni ápice de rigor pero manteniendo, en cambio, todo lo que el trasfondo de sus fructíferas lecturas hace decir a la rica profusión de materiales (publicitarios, legislativos, textuales, históricos, conversacionales…) que aquí se ofrecen al afortunado lector que, aunque pertenezca a la parte pura de la nación, sin duda disfrutará del viaje.

Emmánuel Lizcano
Valencia, enero de 2011

Editorial Sepha: La cruzada antitabaco vista por los herejes, de Susana Rodriguez Díaz

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