domingo, 24 de abril de 2011

"Ferdydurke" de Gombrowicz: Prefacio a "Filidor forrado de niño"

Capítulo IV

Prefacio a «Filidor forrado de niño»

Antes de retomar estas memorias auténticas quiero in­cluir en el capítulo siguiente, a modo de digresión, el relato titulado Filidor forrado de niño. Habéis visto cómo Pimko, maliciosamente didáctico, me hizo un culito; ha­béis visitado los recovecos idealista s de nuestra joven in­telectualidad, os habéis percatado de la imposibilidad de vivir, de la tragedia de la desproporción, la tristeza de la artificialidad, la tenebrosidad del tedio, la ridiculez de la ficción, la tortura del anacronismo y la locura del culi­to, de la cara y de otras partes del cuerpo. Habéis oído palabras y más palabras, palabras groseras que luchaban contra palabras sublimes, y otras, no menos insignifican­tes, que los maestros pronunciaban en clase. Y habéis sido testigos mudos de cómo algo compuesto de palabras insignificantes acababa vilmente, con un rictus estrafala­rio. Así es como, desde la más tierna infancia, el hombre se empapa de expresiones vanas y de rictus. Ésta es la for­ja donde se fragua nuestra madurez. Dentro de un rato veréis otra realidad, otro duelo: el combate a muerte en­tre los profesores G. L. Filidor, de Leiden, y Momsen, de Colombo (más conocido por su nombre de guerra «Anti­Filidor»). Aquí también aparecen palabras y varias partes del cuerpo. No cabe, sin embargo, buscar una relación es­trecha entre las dos partes del presente libro, y quien pen­sara que al incluir en mi obra el relato Filidor forrado de niño tenía yo algún otro objetivo que simplemente el de llenar espacio sobre el papel, reducir un poco la inmensidad de hojas en blanco que yacían delante de mí, caería en un grave error.

Pero si algunos expertos e investigadores muy peculia­res, los Pimkos especializados en el arte de construir culitos señalando las deficiencias de construcción de una obra ar­tística, me increpan diciendo que, a su juicio, el afán de lle­nar espacio es una razón estrictamente privada e insuficien­te, y que no es lícito embutir en una obra artística todo lo que uno haya escrito en su vida, les contestaré que, a mi mo­desto parecer, las distintas partes del cuerpo y las palabras constituyen un vínculo constructivo estético-artístico del todo suficiente. Y vaya demostrar que, por lo que atañe a la precisión y la lógica, mi construcción no tiene nada que envidiar a las construcciones más precisas y más lógicas del mundo. Mirad: su base es la parte fundamental del cuerpo, es decir, un culito bueno y domesticado, y es por eso por lo que la acción empieza por el culito. Del culito, como del tronco principal de un árbol, se extienden las ramificacio­nes de las distintas partes, como por ejemplo el dedo del pie, las manos, los ojos, los dientes o las orejas, de tal modo que unas partes se convierten imperceptiblemente en otras gracias a transformaciones esmeradas y sutiles. Y el rostro humano, que en la Polonia Menor se llama también «pico», es la copa del árbol, su follaje, cuyas partes brotan del tron­co del culito; el pico, pues, cierra el ciclo que comienza por el culito. Una vez he llegado al pico, ¿ qué más puedo hacer sino dar media vuelta hacia las diversas partes para volver a través de ellas al culito? Y el relato Filidor está pensado para esto. Filidor es una bóveda constructiva, un pasaje o, mejor dicho, una coda, un trino o, más bien, un retortijón, un retortijón de tripas sin el cual nunca habría podido lle­gar a la pantorrilla izquierda. ¿Acaso no es un armazón constructiva férrea? ¿No basta aún para satisfacer las exi­gencias más sutilmente especializadas? ¡Y a ver qué diréis cuando hayáis penetrado en los vínculos más íntimos entre las distintas partes, en todas las callejuelas que unen el dedo con los dientes, en el significado místico de mis partes predilectas y, más adelante, en el sentido de cada una de las articulaciones y en la totalidad de las partes, así como en todas las partes de las partes! Os aseguro que ésta es una construcción que no tiene precio cuando lo que se pretende es llenar espacio. Con investigaciones meticulosas sobre. esta construcción uno puede fácilmente ocupar trescientos volúmenes, llenar cada vez más sitio, ganarse un sitio cada vez más encumbrado y arrellanarse en él cada vez más có­modamente. Por cierto, ¿os gusta hacer burbujas de jabón a orillas de un lago a la puesta del sol, cuando las carpas chapotean en el agua y un pescador permanece sentado en silencio, reflejándose en el espejo cristalino de la superficie?

Os recomiendo mi método de intensificación por medio de la repetición, gracias al cual, repitiendo sistemáticamen­te algunas palabras, algunos giros, situaciones y partes, las intensifico y, al mismo tiempo, potencio el efecto de homo­geneidad estilística casi hasta los limites de la monomanía. ¡Es por medio de la repetición, por medio de la repetición, como mejor se crea toda mitología! Fijaos, sin embargo, que semejante construcción por partes no es sólo una cons­trucción, sino que es toda una filosofía que voy a presentar más adelante bajo la forma ligera y espumosa de un folletín frívolo. Decidme qué opináis: a vuestro parecer, ¿no es ver­dad que el lector asimila sólo algunas partes y lo hace sólo parcialmente? Lee una parte o un trozo, acto seguido se in­terrumpe para leer más tarde otro trozo, y a veces sucede que comienza por la mitad o por el final y va hacia atrás, hacia el comienzo. A veces lee algunos trozos y abandona, no necesariamente porque no le interese, sino porque se le ha ocurrido otra cosa. Y aunque finalmente haya leído la obra entera, ¿de veras creéis que podrá abarcada con la mi­rada y será capaz de valorar las relaciones y la armonía en­tre las distintas partes, sin ayuda de un especialista? ¿El autor se mata a trabajar largos años, recorta, arquea, arran­ca, apedaza, suda y sufre para que un especialista le diga al lector que la construcción es buena? ¡Pero avancemos más, avancemos hacia el terreno de la experiencia individual cotidiana! ¿Acaso no es verdad que una llamada telefónica o una mosca lo distraerán de la lectura justo en el lugar donde todas las partes confluyen formando la unidad del desenlace dramático? ¿Y qué me diréis si justo en este mo­mento su hermano (¡pongamos por caso!) entra en la habi­tación y dice algo? El noble esfuerzo del escritor se va al traste ante el hermano, una mosca o una llamada. ¡Puf, moscas malas, ¿por qué picáis a los humanos, que han per­dido ya la cola y no tienen con qué espantaros?! Además, tenemos que ponderar si vuestra obra, única, excepcional y tan elaborada, no es solamente una partícula de las treinta mil obras no menos únicas que aparecen, como quien dice, un día sí y otro también. ¡Horrorosas partes! ¿Para eso, pues, construimos una totalidad, para que una partícula de una parte del lector absorba una partícula de una par­te de la obra y lo haga sólo parcialmente?

Es difícil no guasearse de este tema. La guasa viene sola. Porque ya hace mucho tiempo que hemos aprendido a con­vertir en guasa lo que nos flagela con guasas. ¿Aparecerá algún día un genio de la seriedad que plantará cara a las pequeñeces de la vida sin soltar una risilla cretinoide? ¿ Quién llegará a poseer una grandeza que esté a la altura de la pequeñez? ¡Oh, mi tono, el tono ligero de un folletín! Notemos a continuación (para apurar el cáliz de la partícu­la) que aquellos cánones y principios de la construcción de los que somos esclavos son también producto de la parte y, además, de una parte bastante nimia. Esta parte diminuta del mundo, un círculo reducido de especialistas y estetas, un microcosmos no más grande que el dedo meñique, que podría caber entero en una cafetería, no deja de amasarse a sí misma para destilar postulados cada vez más refinados.

Pero, hay algo aún peor: en el fondo, sus gustos no son gustos. ¡No! Vuestra construcción les gusta sólo en parte y la mayor parte de lo que les gusta no es nada más que sus propios conocimientos sobre el tema de la construcción. ¿Significa esto que el creador se esfuerza por demostrar su capacidad constructiva para que un conocedor pueda de­mostrar sus conocimientos sobre el tema? ¡Silencio, shhh, misterio! He aquí un creador cincuentón que crea arrodi­llado delante del altar del arte y piensa en una obra maes­tra, en la armonía, la precisión, la belleza, el espíritu y la superación; y he allí un conocedor que conoce y profundi­za en el material creativo del creador con un estudio pro­fundo. Después, la obra sale a la calle, llega al lector, y lo que ha sido engendrado a fuerza de un sufrimiento total y absoluto se recibe muy parcialmente, entre una llamada te­lefónica y una chuleta de cerdo. Aquí, el escritor que nos nutre con su alma, su corazón, su arte, su trabajo y su sufri­miento; allí, el lector que no quiere, y si quiere, quiere como quien no quiere, quiere hasta que no suene el teléfo­no. Las pequeñas cosas de la vida os pierden. Sois como un hombre que ha desafiado un dragón, pero que pondría los pies en polvorosa delante de un chucho faldero.

A continuación, os preguntaré (para tomar un sorbo más del cáliz de la partícula) si, a vuestro juicio, la obra construida en conformidad con todos los cánones expresa la totalidad o sólo una parte. ¡Ca! ¿Acaso no es verdad que toda forma se basa en la eliminación? ¿ Acaso construir no es cercenar? El resto es silencio. Y, para acabar, ¿somos nosotros quienes creamos la forma o es ella la que nos crea a nosotros? Nos parece que somos nosotros los que cons­truimos. ¡Ilusos! En igual medida somos construidos por la construcción. Lo que has escrito hasta ahora te dicta una continuación, la obra no nace de ti, querías escribir una co­sa y te ha salido otra, del todo distinta. Las partes tienden a la totalidad, cada una de las partes se dirige a hurtadillas hacia la totalidad, se encamina hacia el redondeo, busca su complemento, reclama que el resto esté hecho a su imagen y semejanza. En el alborotado océano de los fenómenos, nuestra mente pesca una parte, como por ejemplo una ore­ja o una pierna. Y así es como desde el principio de la obra nos viene a la pluma una oreja o una pierna, y después ya no podemos deshacemos de esa parte, le añadimos una continuación y ella nos dicta los demás miembros. Nos en­roscamos alrededor de la parte como la hiedra alrededor de un roble. El principio presupone el final, el final presu­pone el principio, y todo lo que hay entre el principio y el final se crea solo. El alma humana se caracteriza por la im­posibilidad absoluta de alcanzar la totalidad. Entonces, ¿qué debemos hacer con una parte así, con una parte que ha nacido sin parecérsenos en nada, como si mil sementa­les viriles y fogosos hubiesen visitado el tálamo de la madre de nuestra criatura? Ay, si nuestra obra no quiere parecerse a nosotros, a lo mejor lo único que nos queda para guardar las apariencias de paternidad es recurrir a la fuerza moral e intentar hacemos parecidos a ella. Bah, bah, hace tiempo conocí a un escritor a quien, en el inicio de su carrera litera­ria, le nació un libro heroico. Por puro azar, en sus prime­ras palabras apretó la tecla de la heroicidad a pesar de que podía muy bien haber tocado una nota escéptica o lírica. Pero lo cierto es que sus primeras frases sonaban heroicas y, por ende, si no quería estropear la armonía de la cons­trucción, no podía sino aumentar y graduar el heroísmo hasta el final. y no dejó de redondear, pulir, perfeccionar, corregir y ajustar el principio al final y el final al principio hasta que le salió una obra verdaderamente viva y llena de la convicción más profunda. ¿Y qué debía hacer entonces con aquella convicción tan profunda? ¿Puede uno renegar de su convicción más profunda? ¿Puede un creador res­ponsable de su palabra confesar que sencillamente todo le ha salido así de heroico, se le ha hecho heroico, y que su más profunda convicción no es ni por asomo una convic­ción suya, sino que de algún modo le ha venido de fuera, le ha convenido, le ha sobrevenido y ha devenido suya? ¡Im­posible! Porque pequeñeces como «devenir», «venir de fuera», «salir», «sobrevenir», no caben en el estilo elevado de la cultura y, como mucho, pueden llegar a ser un suce­dáneo de un folletín jocosamente frívolo y espumeante. En balde el desventurado autor heroico se avergonzaba, se es­condía y trataba de esquivar aquella parte suya. La parte, una vez lo hubo atrapado, no quiso soltar a su presa, y fue él quien tuvo que adaptarse. En consecuencia, fue aseme­jándose a ella hasta tal punto que, al final de su carrera li­teraria, ya eran exactamente iguales, él tan heroico como ella. Se convirtió en el producto canijo de su propio heroís­mo. Y sólo tenía que andar con mucho cuidado para no cruzarse a menudo con los amigos y compañeros de ado­lescencia, porque éstos no dejaban de sorprenderse al ver aquella totalidad que se había ajustado tan bien a su parte. y le gritaban: «¡Eh, Bolek! ¿Recuerdas esta uña ... ? ¿Esta uña ... ? Bolek, Bolek, Bolek, ¿la uña en aquel prado verde? ¿La uña? Bolek, ¿dónde está la uña?".

Éstas son las razones principales, primordiales y filosó­ficas que me empujaron a construir una obra sobre la ba­se de distintas partes, considerando la obra como partícula de la obra y tratando al hombre como una unión de las partes -mientras que a la humanidad la concibo como una mezcla de partes y trozos. Pero si alguien me achacara que mi concepción particular, vista de cerca, no es ninguna concepción sino una tontería, una mofa o un camelo, y que yo, en vez de someterme a las reglas severas y los cá­nones del arte, intento saltármelos a la torera con esta bur­la, le contestaría que sí, que mi intención es exactamente ésta y no otra. Y a fe, señores, que no dudo en admitir que mi deseo es sustraerme a vuestro Arte, que no soporto, así como sustraerme a vosotros mismos ... , porque tampoco os soporto a vosotros, con vuestras concepciones, vuestra ac­titud artística y todo vuestro mundo artístico.

Señores, bajo la capa del sol hay círculos más o menos ridículos, más o menos infames, bochornosos y humillan­tes, y la estupidez tampoco está repartida en todas partes por igual. Así, por ejemplo, los círculos de peluqueros pa­recen a primera vista más propensos a la estupidez que los de zapateros remendones. Pero lo que pasa en los círculos artísticos del mundo entero bate todos los récords de estu­pidez e infamia hasta tal punto que lo mínimo que puede hacer una persona más o menos decente y equilibrada es bajar la frente encendida por el rubor ante esa orgía pue­ril y pretenciosa. ¡Ay, esos cánticos inspirados que nadie escucha! ¡Ay, esos filosofismos de los conocedores y ese entusiasmo en los conciertos y en las tertulias poéticas! ¡Ay, las iniciaciones, valoraciones y discusiones! ¡Ay, los rostros de las personas que declaman o escuchan, concele­brando el misterio de la belleza! ¿En virtud de qué antino­mia dolorosa todo lo que hacéis o decís en este terreno se convierte en ridiculez? Cuando durante siglos un círculo va cayendo en una estupidez convulsiva, sin duda se pue­de llegar a la conclusión de que sus concepciones no co­rresponden a la realidad y que simplemente se atiborra de falsedades. Estoy seguro, pues, de que vuestras concepcio­nes artísticas han alcanzado la cumbre de la ingenuidad conceptual, y si queréis saber cómo y en qué sentido ren­drían que revisarse, os lo puedo decir ahora mismo, pero es menester que agucéis los oídos.


¿Qué desea en el fondo aquel que en los tiempos que co­rren siente la llamada de la pluma, del pincel o del clarine­te? Antes que nada quiere ser artista. Quiere crear Arte. Sueña con saciar a sus conciudadanos y a sí mismo de Be­lleza, Bondad y Verdad, quiere ser sacerdote y arúspice, quiere obsequiar a la humanidad sedienta con el tesoro de su talento. Y tal vez quiera también poner el talento al servicio de alguna idea o de la Nación. ¡Qué objetivos más sublimes! ¡Qué intenciones más magníficas! ¿Acaso no era éste el papel de los Shakespeares y los Chopins? Pero tened en cuenta -y aquí hay gato encerrado- que todavía no sois ni Chopins ni Shakespeares, que aún no os habéis consu­mado ni como artistas ni como sacerdotes del arte, y que en la fase actual de vuestro desarrollo sois, como máximo, medios Shakespeares y cuartos de Chopins (¡ay, malditas partes!). De ahí que vuestra actitud pretenciosa revele sólo vuestra insuficiencia mezquina y que deis la sensación de querer saltar a empellones al pedestal de un monumento, arriesgando vuestras valiosas y delicadas partes.
 
Creedme: hay una gran diferencia entre el artista que ya se ha realizado y una pandilla de semiartistas y cuartos de poetas que se empeñan en realizarse. Y lo que es apropia­do para un artista con el perfil bien definido tiene en vo­sotros un tono distinto. Pero vosotros, en vez de crearos una concepción a vuestra medida y acorde con vuestra rea­1idad, os disfrazáis de lo que no sois. He aquí la razón por la cual os convertís en aspirantes eternamente ineptos, me­recedores a lo sumo de un «aprobado», servidores, imira­dores, vasallos y admiradores del Arte, un Arte que os hace esperar en la antesala. En verdad os digo que es terrible ver cómo os esforzáis y cómo fracasáis, y oír cómo cada vez os contestan que todavía no, que aún no del todo, mientras vosotros ¡venga a importunar con una nueva composi­ción! Es triste ver cómo os afanáis tanto por endosamos estas composiciones, cómo volvéis a erguir la cabeza con pequeños éxitos horrorosos y de tercera fila, cómo os ob­sequiáis con cumplidos y organizáis tertulias poéticas, os autoconvencéis y convencéis a los otros para que acepten una vez más el nuevo camuflaje de vuestra ineptitud. Y ni siquiera tenéis e! consuelo de pensar que lo que escribís o producís significa algo para vosotros mismos. Porque todo esto, repito, no es nada más que una imitación de los grandes maestros, una reproducción, una ilusión prematura de ser valorados, de tener algún precio. Vuestra situación es falsa y, siendo falsa, tiene que dar frutos amargos. Y hasta en vuestros propios círculos crecen la animadversión mu­tua, el desprecio y la malicia; uno siente desdén por el otro y, sobre todo, por sí mismo; sois una cofradía de autodes­dén y un día acabaréis despreciándoos a muerte. En el fon­do, ¿a qué se reduce la situación de un escritor de segunda si no a una retahíla de calabazas? La primera calabaza des­piadada se la da el lector común que por nada del mundo quiere deleitarse en la lectura de sus obras. La segunda ca­labaza infame se la da su propia realidad, que no ha con­seguido expresar. La tercera calabaza, la más infame de to­das y por añadidura acompañada de un puntapié, la recibe del arte en el que ha buscado refugio y que, no obstante, lo menosprecia por inepto e insuficiente. Esto acaba de col­mar la medida de la infamia. Aquí comienza el desamparo total. Esto es lo que hace que el escritor de segunda, atra­pado por el fuego a discreción de las calabazas, se convier­ta en el hazmerreír de todo el mundo. En verdad, ¿qué se puede esperar de un hombre que ha recibido tres calabazas consecutivas y cada vez de manera más infame? Un hom­bre así arreglado, ¿ no debería marcharse, esconderse en algún lugar donde no lo vean? ¿Puede ser sana la insufi­ciencia que, ávida de honores, desfila en pleno día? ¿Cómo queréis que no le dé hipo a la naturaleza?

Pero antes contestadme: ¿opináis que las bergamotas son mejores y más suculentas que las mosqueruelas? ¿O tal vez a éstas les daríais la primacía sobre aquéllas? ¿Os gusta zampároslas mientras estáis arrellanados cómodamente en una poltrona de mimbre en el mirador? ¡Infamia, señores, infamia, infamia, y más infamia! ¡No soy filósofo ni teóri­co, no! ¡Hablo de vosotros! Me preocupa vuestra vida, ¿lo comprendéis? ¡Sólo lamento vuestra situación personal! ¡No hay manera de librarse! ¡Oh, la imposibilidad de cortar el cordón umbilical que nos une al rechazo humano! Un alma rechazada, una flor nunca olida, unos bombones que querían gustar y no han gustado y una mujer repudia­da siempre me han causado un dolor casi físico. Porque no soporto la insatisfacción y cuando me cruzo por la calle con un artista y veo que su existencia se basa en un simple rosco, que cada gesto suyo, su palabra, su fe, su entusiasmo, sus comas, sus ofensas, su orgullo, su piedad y su do­lor despiden tufo de un simple y desagradable rechazo, siento un bochorno. Y lo siento no porque le compadezca, sino porque convivo con él y porque sus quimeras me afec­tan igual que a cualquiera que las tenga presentes. Creed­me, ya es hora de estudiar y establecer la posición del escri­tor de segunda, porque, de lo contrario, todos acabaremos con ganas de vomitar. ¿No es extraño que las personas que se dedican ex profeso a la forma y -podríamos conjeturar­tendrían que ser sensibles al estilo, se resignen sin rechistar a esta situación falsa y pretenciosa? ¿No entendéis que precisamente desde el punto de vista de la forma, del estilo, no hay nada que dé resultados más desastrosos, ya que aquel que se encuentra en una situación artificial, en una posi­ción de baratillo, no es capaz de pronunciar ni una palabra que no sea de baratillo?


Pues, ¿cómo tiene que ser, preguntaréis, nuestra concep­ción para que podamos expresamos de acuerdo con nuestra realidad y, al mismo tiempo, hacerla de una manera más so­berana? Señores, no entra en vuestras posibilidades transformaros en maestros maduros como si tal cosa, de la noche a la mañana. No obstante, podríais salvar en cierta medida la dignidad alejándoos del Arte que os hace un culito tan molesto. Antes que nada, romped de una vez para siempre con esta palabra: arte, y también con esta otra: artista. De­jad de enlodaros en estas palabras que repetís con una mo­notonía infinita. ¿Acaso no es cierto que todo el mundo es un poco artista? ¿No es verdad que la humanidad crea arte no solamente sobre el papel o el lienzo, sino también en to­dos los momentos de la vida cotidiana: cuando una mucha­cha se adorna el pelo con una flor, cuando en e! curso de una conversación se nos escapa sin querer un chiste, cuando nos fundimos en la gama vespertina del claroscuro? ¿Qué es todo esto si no la práctica del arte? ¿Para qué sirve, pues, la división estrambótica y absurda en «artistas» y el resto de la humanidad? ¿No sería más saludable que, en vez de lla­maras orgullosamente artistas, dijerais con sencillez: «Yo quizá me ocupe del arte un poco más que los otros»? Y, ade­más, ¿para qué os sirve todo el culto al arte encerrado en las llamadas «obras»? ¿De dónde habéis sacado la bobada y la falacia de que el hombre admira las obras de arte y que nos desmayamos de placer celestial al escuchar una fuga de Bach? ¿Nunca se os ha ocurrido pensar qué impuro, turbio e inmaduro es el ámbito artístico de la cultura, un ámbito que pretendéis encerrar en vuestra fraseología simplista? El error recurrente que cometéis con ahínco consiste sobre todo en reducir la convivencia del hombre con el arte a la mera emoción artística y en presentar esta convivencia bajo un aspecto extremadamente individualista, como si cada uno de nosotros viviese por su mano. Por su mano o por su pie. Hermético, aislado de los demás. Pero en realidad esta­mos en presencia de una mezcolanza compuesta de múlti­ples emociones y de muchas personas que, influyéndose mutuamente, producen una emoción colectiva.

Así pues, cuando un pianista sale al escenario y, apo­rreando el piano, toca una pieza de Chopin, decís que el hechizo de la música chopiniana en la genial interpretación del genial pianista ha hechizado al público. Pero, a lo me­jor, de hecho ninguno de los oyentes ha quedado hechiza­do. No es descartable que, si no supieran que Chopin era un gran genio y que el pianista también es genial, escucha­rían esta música con menos fervor. También es posible que si cada uno de ellos, pálido de entusiasmo, aplaude, grita y se retuerce, lo hace porque los demás también se retuercen gritando y lo inducen a creer que experimentan un placer sobrenatural, una sensación del otro mundo, por lo cual su propia emoción comienza a crecer gracias a la levadura ajena. De este modo, puede suceder que, si bien nadie de entre el público de una sala de conciertos se ha maravilla­do directamente, todos den muestras de admiración por haberse adaptado a sus vecinos. Y sólo cuando todo el mundo ya se haya excitado mutuamente como Dios man­da, sólo entonces, repito, esta muestra de admiración co­lectiva acabará emocionando al público, ya que por fuerza nos adaptamos a lo que demostramos. Pero también es cierto que al asistir a aquel concierto realizamos una espe­cie de acto religioso (como si asistiéramos a la Santa Misa), piadosamente arrodillados ante la deidad del arte. Por eso, en este caso concreto nuestra admiración tal vez sería sólo un acto de homenaje y el cumplimiento de una liturgia. Pero ¿quién sabría decir cuánta belleza hay en esta Belleza y qué parte ocupan los procesos histórico-sociológicos? ¡Diré más! Es un hecho bien conocido que la humanidad necesita mitos. Entre los numerosos creadores de mitos es­coge a uno o a otro (¿quién, sin embargo, sabría escrutar y aclarar los derroteros de esta elección?) y he aquí que lo eleva por encima de los demás, comienza a aprendérselo de memoria, descubre a través de él sus secretos y somete los sentimientos a sus criterios. Pero si hubiésemos hecho el mismo hincapié en elevar a otro artista, éste también se habría convertido en nuestro Homero. ¿No veis, pues, cuántos factores de lo más diversos y a menudo extraesté­ticos (la enumeración de los cuales podría prolongarse mo­nótonamente hasta el infinito) conforman la grandeza del artista y de su obra? ¿De veras queréis restringir esta con­vivencia nuestra con el arte, tan turbia, complicada y difí­cil, a una frase ingenua que reza: «El poeta canta, inspira­do, y el oyente escucha, maravillado»?
Conque, dejad de tratar el arte con miramientos, aban­donad, por Dios, todo este sistema que lo hincha y lo en­salza y, en vez de embriagaros con la leyenda, permitid que los hechos os creen. Esto por sí solo debería proporciona­ros bastante alivio y a briros a la Realidad. Pero deshaceos al mismo tiempo del temor de que esto os empobrezca y os encoja el espíritu, porque la Realidad es siempre más rica que las ilusiones ingenuas y las ficciones mendaces. Y aho­ra mismo voy a mostraras qué riquezas os esperan en este nuevo camino.

Es verdad que el arte consiste en el perfeccionamiento de la forma. Pero vosotros, y aquí se manifiesta vuestro segun­do error cardinal, os imagináis que el arte consiste en la creación de obras perfectas por lo que a la forma atañe. Habéis reducido el proceso de crear forma -inconmensura­ble y común a todos los humanos- a la mera producción de poemas o sinfonías, y ni siquiera habéis sabido captar debi­damente y aclarar a los demás qué inmenso papel desem­peña la forma en nuestra vida. Ni siquiera en la psicología habéis sabido otorgar a la forma el lugar que le correspon­de. Incluso hoy seguís creyendo que los sentimientos, los instintos y las ideas rigen nuestro comportamiento y esta­ríais dispuestos a considerar la forma como complemento superficial o simple adorno. Y cuando una viuda que sigue el ataúd de su marido se ahoga en llanto como una magda­lena, creéis que se ahoga en llanto porque lamenta su pér­dida. Cuando un ingeniero, médico o abogado asesina a su mujer, a sus hijos o a un amigo, opináis que se ha dejado arrastrar por los instintos sanguinarios. Y cuando ocurre que un político dice una bobada, lo consideráis bobo, sos­teniendo que no dice más que bobadas. Pero en la Realidad las cosas se presentan así: el ser humano no se expresa de manera directa y de acuerdo con su naturaleza, sino por medio de una forma definida, y esta forma, este estilo, esta manera de ser, no provienen sólo de nosotros, sino que nos vienen impuestos desde fuera. Y he aquí por qué la misma persona puede manifestarse por fuera de modo sabio o ne­cio, sanguinario o angelical, maduro o inmaduro, según el estilo que le pase por la cabeza y en función de su depen­dencia de la otra gente. Y si los gusanos y los insectos traji­nan todo el santo día en pos del alimento, nosotros perse­guimos sin cesar la forma. Es por la forma, por el estilo y por nuestra manera de ser por lo que luchamos con otra gente, y cuando tomamos un tranvía, comemos, nos diver­timos, descansamos o hacemos negocios, siempre y sin tre­gua buscamos una forma para deleitamos en ella o sufrir, adaptarnos a sus exigencias o violarla y hacerla reventar, crearla o bien permitir que ella nos cree a nosotros, amén.
 
¡Oh, el poder de la Forma! ¡Por ella mueren las nacio­nes! Ella provoca guerras. Ella hace que brote de nosotros algo que nunca nos ha pertenecido. Si la despreciáis, jamás podréis entender la estupidez, el mal y el crimen. Ella rige nuestros reflejos, por más minúsculos que sean. Ella está en los fundamentos de la vida colectiva. Y, no obstante, para vosotros la Forma y el Estilo siguen siendo nociones de orden estrictamente estético, para vosotros el estilo no es más que el estilo sobre el papel, el estilo de vuestros re­latos. Señores, ¿quién abofeteará el culito que os atrevéis a mostrar al público al arrodilla ros delante del altar del arte? La forma no es para vosotros algo vivo y humano, algo -diría yo- práctico y cotidiano, sino un atributo fes­tivo. Cuando inclináis la cabeza sobre el papel, os olvidáis de vuestra persona y no os importa nada perfeccionar vuestro estilo personal y concreto, sino que cultiváis una estilización abstracta en el vacío. En lugar de poner el arte a vuestro servicio, servís al arte y, con una mansedumbre ovina, le permitís frenar vuestro desarrollo y empujaros hacia el infierno de la indolencia.

¡Mirad ahora qué diferente sería la actitud de aquel que, en vez de saciarse con la fraseología de toda clase de conceptualistas, abarcara el mundo con una mirada fresca, consciente de la insondable importancia que la forma tie­ne en nuestra vida! Si echara mano de la pluma, no sería ya para ser Artista, sino, verbigracia, para expresar mejor su personalidad y explicársela a los demás, o bien, vista la in­fluencia constante y creativa que las otras almas ejercen sobre la nuestra, para poner un poco de orden en sus aden­tros y tal vez profundizar y afilar sus relaciones con otra gente. O, por ejemplo, lucharía por conseguir un mundo que considera imprescindible para vivir. Claro que no aho­rraría esfuerzos para que su obra atrajera y sedujera a los otros con su aliciente artístico, pero el objetivo principal ya no sería el arte, sino su propia persona. Y digo «pro­pia» y no «ajena», porque ya es hora de que dejéis de con­sideraros seres superiores que pueden ilustrar, guiar, su­blimar, moralizar y dar lecciones a cualquiera. ¿ Quién os garantiza esa superioridad? ¿Dónde está escrito que ya pertenecéis a una esfera superior? ¿Quién os ha nombrado miembros de la aristocracia? ¿Quién os ha dado patente de Madurez? ¡Oh, no! El escritor de quien os estoy hablando no se entregará a la escritura por considerarse maduro, sino precisamente por conocer su inmadurez y saber que todavía no se ha hecho dueño de la forma, que es alguien que se está encaramando, pero que de momento no ha al­canzado la cumbre, alguien que está en el proceso de ha­cerse a sí mismo, pero que aún no se ha hecho. Y si ocurre que ha escrito una obra chapucera y desmañada, dirá: «¡Perfecto! He escrito una bobada, pero lo cierto es que no firmé con nadie un contrato para suministrar sólo obras sabias y perfectas. He puesto en evidencia mi simpleza y me alegro de ello, porque la mala fe y la severidad huma­nas que he desencadenado me plasman y me labran re­creándome en cierta manera, y así vuelvo a nacer por se­gunda vez». De ahí que el poeta provisto de una filosofía sana esté tan afianzado en sí mismo que ni la necedad ni la inmadurez le dan miedo o lo incomodan. Puede expresar­se y revelarse en toda la magnitud de su indolencia con la cabeza erguida, mientras que vosotros no sois capaces de expresar casi nada, porque el miedo os estrangula la voz.


En este sentido, pues, la reforma que os recomiendo os serviría de alivio. Sin embargo, cabe añadir que sólo un hombre de letras con esta visión de las cosas sería capaz de afrontar el problema que os hace el culito más desagrada­ble de todos. Y el problema que planteo es, tal vez, el más fundamental, el más terrible y el más genial (no dudo en utilizar este término) de todos los problemas de estilo y cul­tura. Hablando de una manera plástica, expondría así el problema en cuestión: imaginad que un bardo adulto y ma­duro está creando, cabizbajo, sobre el papel, pero se le ha colgado de la espalda un jovencito, un semiintelectual de medio pelo, una muchachita u otra alma mediocremente pánfila y nula, cualquier ser más joven, inferior o más ob­tuso. Y he aquí que este ser -el jovencito, la muchachita, el semiintelectual o cualquier otro hijo turbio de la opaca subcultura- se echa encima de su alma y tira de ella hacia abajo, la aprieta, la soba con sus manazas y, sujetándola fuertemente, absorbiéndola y chupándola, la rejuvenece mediante su juventud, la salpimienta con su inmadurez y la guisa a su antojo, la rebaja a su nivel y ¡oh, la estrecha entre sus brazos! Pero el creador, en vez de medir sus fuerzas con el invasor, finge no notar nada y -¡qué locura!- cree que poniendo cara de no estar siendo violado evitará la viola­ción. ¿Acaso no es esto lo que os ocurre a todos vosotros, desde los grandes genios hasta los bardos de tercera de un coro suplente? ¿No es cierto que todo ser maduro, superior y más viejo depende de mil maneras diferentes de seres que se hallan en un grado inferior de la evolución y que esta de­pendencia lo penetra hasta los tuétanos, hasta tal punto que es posible decir que el más viejo ha sido creado por el más joven? ¿Acaso no tenemos que adaptarnos al lector cuando escribimos y no caemos en la dependencia del inter­locutor cuando hablamos? ¿No estamos perdidamente ena­morados de la juventud? ¿No nos vemos obligados a lu­char por caer en gracia a seres inferiores, por sintonizar con ellos? ¿No tenemos que ceder, ora a su prepotencia, ora a su encanto? ¿ Y acaso la dolorosa violación que la semios­cura inferioridad perpetra sobre nosotros no es la más fértil de las violaciones? Sin embargo, a despecho de vuestra re­tórica, por de pronto sólo habéis conseguido esconder la cabeza bajo el ala y vuestra mentalidad didáctico-escolar, saturada de soberbia, no ha sido capaz de darse cuenta de nada. De hecho, mientras os violan sin cesar, hacéis como que no ha pasado nada, porque, ¡oh, vosotros, los madu­ros, no tenéis tratos sino con los maduros, y vuestra ma­durez es tan madura que puede confraternizar sólo con la madurez!

Ahora bien, si os preocuparais menos del Arte o de edu­car y perfeccionar a los otros y más de vuestras lamenta­bles personas, nunca os habríais resignado a una violación tan horrible de la Persona, y el poeta, en vez de crear poe­mas para otro poeta, se habría sentido penetrado y creado desde abajo por unas fuerzas cuya existencia hasta ahora ignoraba. Habría entendido que sólo aceptándolas podría librarse de ellas y habría hecho todo lo posible para que en su estilo, en su actitud y en su forma, tanto la artística como la cotidiana, se evidenciara su ligazón con la infe­rioridad. Ya no se sentiría sólo Padre, sino Padre e Hijo al mismo tiempo, ya no escribiría sólo en calidad de sabio, sutil y maduro, sino más pronto en calidad de Sabio ince­santemente atontado, Sutil constantemente embrutecido y Maduro continuamente rejuvenecido. ¡Y si, al alejarse por un instante del escritorio, se cruzase por casualidad con un joven o un semiintelectual, ya no le pasaría la mano por el lomo con aire altivo, didáctico y pedagógico, sino que más bien se pondría a gemir y a bramar con un temblor devoto, y tal vez hasta se hincara de hinojos! En vez de huir de la inmadurez y encerrarse en un círculo sublime, entende­ría que un estilo verdaderamente universal es aquel que sabe abrazar el subdesarrollo con amor. Y esto os condu­ciría finalmente a una forma tan plagada de creatividad y tan rebosante de poesía que todos y cada uno de vosotros os convertiríais en genios poderosos.
 ¡Mirad, pues, qué esperanzas y qué perspectivas os de­para mi concepción personal y personalista! No obstan­te, para que sea una concepción al cien por cien creativa y definitiva, tenéis que dar todavía un paso adelante, y este paso es tan atrevido y decisivo, tan ilimitado en sus posibili­dades y tan destructor en sus consecuencias, que mis labios sólo lo mencionarán en voz baja y desde lejos. ¡Ha llegado el momento, ya es la hora, ya ha sonado la campanada de la historia! ¡Intentad superar la forma, libraos de ella! ¡Dejad de identificaros con lo que os determina! ¡Vosotros, los ar­tistas, haced la tentativa de escabulliros de cualquier forma de expresión propia! ¡Desconfiad de vuestras palabras! ¡Po­neos en guardia contra vuestra fe y no os fiéis de los senti­mientos! ¡Abandonad lo que sois por fuera, y que el miedo a todo tipo de exteriorización os haga temblar como el pa­jarilla tiembla ante una serpiente!

Efectivamente (aunque dudo si hoy mis labios pueden mencionado), es erróneo el postulado según el cual el hombre tiene que ser definido, es decir inamovible en sus ideas, categórico en sus declaraciones, incuestionable en su ideología, decidido en sus gustos, responsable de sus palabras y sus hechos y afianzado de una vez para siempre en su modo de vivir. Pero analizad de cerca la naturaleza quimérica de este postulado. Nuestro hábitat es la perpe­tua inmadurez. Todo lo que hoy pensamos y sentimos in­evitablemente será una bobada para nuestros bisnietos. Es mejor, pues, reconocer hoy mismo esta porción de bobada que el transcurso del tiempo nos proporcionará inapelablemente ... La fuerza que os constriñe a una definición prematura no es, como creéis, una fuerza del todo huma­na. En poco tiempo no daremos cuenta de que lo más im­portante no es ni morir por ideas, estilos, tesis, consignas o creencias, ni tampoco afianzarse o encerrarse en ellos, sino algo muy diferente: dar un paso adelante para poner­nos a distancia de todo lo que nos ocurre sin cesar.

Retirada. Presiento (pero no sé si ya lo pueden confesar mis labios) que muy pronto llegará el momento de la Reti­rada General. El hijo de la tierra comprenderá que ya no se expresa de acuerdo con su naturaleza más profunda, sino siempre y exclusivamente en una forma artificial e impues­ta con dolor desde fuera, ya por la gente, ya por las cir­cunstancias. Y empezará a tener miedo de esta forma suya y a avergonzarse de ella, al igual que hasta ahora la ha ido­latrado y la ha tenido a mucha honra. Muy pronto co­menzaremos a temer a nuestras personas y nuestras perso­nalidades, porque veremos con claridad que no son del todo nuestras. ¡En absoluto! Y en vez de bramar: "Yo creo en esto, yo siento aquello, yo soy así, yo lo defiendo», di­remos humildemente: «Me hace creer, me hace sentir, me ha hecho decir, hacer, pensar». El vate despreciará su can­to. El adalid se estremecerá ante sus propias órdenes, e! sa­cerdote se asustará del altar y la madre inculcará a su hijo no sólo los principios, sino también la capacidad de infrin­girlos para que no lo ahoguen
.

Será un camino largo y difícil. Porque hoy en día tanto los individuos como las naciones enteras saben adminis­trar bastante bien su vida psíquica y no les resulta ajena la capacidad de producir estilos, creencias, principios y sen­timientos a su libre albedrío y de acuerdo con lo que les dictan los intereses de! momento, pero no saben vivir sin estilo. Todavía no sabemos cómo defender nuestra frescu­ra más profunda ante el Satanás del orden. Es imprescin­dible hacer grandes descubrimientos y asestar con la mano blanducha del hombre golpes poderosos contra la coraza de acero de la Forma. Cabe tener una astucia inaudita, una gran honestidad de pensamiento y una inteligencia enormemente aguda para que el hombre huya de su pro­pia rigidez y consiga que, en sus adentros, la forma y la in­formidad, la ley y la anarquía, la madurez y la santa y eter­na inmadurez sean compatibles. Pero antes de que llegue este momento, decidme: según vuestra opinión, ¿son las bergamotas mejores que las mosqueruelas? ¿Os gusta zam­pároslas mientras estáis repantigados en una poltrona de mimbre del mirador, o tal vez prefiráis entregaras a este placer a la sombra de un árbol, cuando una brisa suave y dulce refresca las partes de vuestro cuerpo? Os hago esta pregunta sintiéndome plenamente responsable de mis palabras, con gran seriedad y el máximo respeto por todas vuestras partes sin excepción, porque sé que formáis parte de la Humanidad, de la cual yo también soy parte, y que participáis parcialmente en una parte de una parte de algo que, a su vez, es también una parte, y de la que yo también soy parcialmente una parte, junto con todas las partícu­las y partes de la parte de la parte de la parte de la parte de la parte de la parte de la parte de la parte de la parte de la parte de la parte ... ¡Socorro! ¡Ay, malditas partes! ¡Ay, partes sanguinarias y terribles! ¡Habéis vuelto a pillarme! ¡No hay modo de huir de vosotras! ¿Ay, dónde encontraré cobijo, qué haré? ¡Ay, basta, basta, basta! Acabemos esta parte del libro y pasemos lo más pronto posible a la si­guiente, y juro que en el capítulo que viene ya no habrá partes, porque me desembarazaré de ellas, las expulsaré, las arrojaré fuera, mientras que yo me quedaré dentro (por lo menos, parcialmente) sin partes.

[El resaltado es mío, no del texto]


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