Extractos del primer capítulo de "Las Benévolas", de Jonathan Littel, en el que conocemos al protagonista Max Aue en el presente, en su plácido retiro francés tras la guerra, y nos traslada sus intenciones de recordar y el por qué de su "innecesaria" justificación, aunque, a la postre, es lo que hace continuamente.
Alabada por Jorge Semprún (""acontecimiento del siglo", "uno de los libros más impresionantes que se han escrito nunca") y, más matizadamente, por Vargas Llosa ("Son páginas que quitan el habla, estremecen y desalientan sobre la condición humana"), y denostada por Savater ("monumento de aerofagia"), yo me consideré impactado por su lectura, ardua lectura, pero al leer justo después Vida y destino, mi estimación por esta obra, no sé por qué, decayó inmediatamente . Digamos que palideció visiblemente ante la excelencia y la humildad de la escritura de Grossman.
Y la obra arranca así:
Hermanos hombres, dejadme que os cuente cómo ocurrió. No somos hermanos tuyos, me replicaréis, y nos importa un bledo. Y es muy cierto que se trata de una tenebrosa historia, aunque también edificante, un auténtico cuento moral, os lo aseguro. Existe el riesgo de que resulte un tanto largo, porque, bien pensado, sucedieron muchas cosas, pero a lo mejor no tenéis mucha prisa; con un poco de suerte, no andáis mal de tiempo. Y además no es algo ajeno a vosotros; ya veréis como no es algo ajeno a vosotros. No creáis que estoy intentando convenceros de nada; bien pensado, allá vosotros con vuestras opiniones. Si he resuelto escribir, después de tantos años, es para poner las cosas en su sitio, y no para vosotros. Nos pasamos tiempo y tiempo en este mundo arrastrándonos como orugas, a la espera de la mariposa espléndida y diáfana que llevamos dentro. Y, luego, el tiempo pasa, la ninfosis no llega, seguimos siendo larvas: comprobación desalentadora; ¿cómo manejarla? Por supuesto que siempre queda la opción del suicidio. Pero, a decir verdad, el suicido no me tienta gran cosa. Es evidente que he pensado mucho en él; y si no me quedase más remedio que recurrir a ello, así es como lo haría: me colocaría una granada pegada al corazón y me iría en una rápida explosión de gozo. Una granada pequeña y redonda a la que quitaría el pasador primorosamente antes de soltar la cuchara, sonriéndole al ruidito metálico del resorte, el último que iba a oír aparte del latido del corazón en los oídos. Y, luego, la dicha por fin, y las paredes de mi despacho adornadas con piltrafas. Que las quiten las mujeres de la limpieza, para eso les pagan, lo siento por ellas. Pero, como he dicho ya, el suicidio no me tienta. No sé a qué se debe, por lo demás; un antiguo resabio de ética filosófica quizá, que me mueve a decir que, bien pensado, no estamos en la tierra para andar jugando. ¿Para qué entonces? No tengo ni idea; para durar, seguramente, para matar el tiempo antes de que nos mate. Y, en tal caso, como forma de emplear los ratos perdidos, escribir es una ocupación tan buena como otra cualquiera. Y no es que tenga yo muchos ratos que perder, soy hombre ocupado; tengo eso que llaman una familia, un trabajo, responsabilidades; así que todo eso lleva tiempo y no deja mucho para contar recuerdos. Tanto más que lo que se dice tener recuerdos, los tengo, e incluso en cantidad considerable. Soy una auténtica fábrica de recuerdos. Creo que me he pasado la vida manufacturándome recuerdos, aunque ahora más bien me pagan por manufacturar encajes. En realidad, también podría no haber escrito. Bien pensado, no es una obligación. Desde que se acabó la guerra, he sido un hombre discreto; gracias a Dios, nunca he necesitado, como mis ex colegas, escribir mis memorias para justificarme, porque no tengo nada que justificar; ni tampoco tengo intenciones lucrativas, porque me gano la vida bastante bien con lo que hago. Una vez, estaba en Alemania en viaje de negocios, charlando con el director de una casa importante de ropa interior a quien quería venderle encajes. Venía recomendado por amigos de antes; así que, sin preguntarnos nada, los dos sabíamos a qué atenernos. Después de la conversación, que, por lo demás, transcurrió de forma muy positiva, se levantó para sacar un libro de sus estanterías y me lo regaló. Se trataba de las memorias póstumas de Hans Frank, el gobernador general de Polonia; se llamaba Ante el cadalso. «Me escribió su viuda -me explicó mi interlocutor-. Ha publicado a costa suya el manuscrito que su marido redactó después del juicio y vende el libro para atender a las necesidades de sus hijos. ¿Se da cuenta? ¿Tener que llegar a eso? La viuda del gobernador general. Le encargué veinte ejemplares, para regalarlos. También les indiqué a todos mis jefes de departamento que comprasen uno. La viuda mandó una carta de agradecimiento enternecedora. ¿Usted lo conoció?» Le aseguré que no, pero que leería el libro con el mayor interés. En realidad sí que coincidí una vez, muy brevemente con él; a lo mejor os lo cuento más adelante, si tengo ánimo o paciencia. Pero ahora, no vendría a cuento hablar de esto. Por lo demás, el libro era malísimo, lioso, quejica, envuelto en una curiosa hipocresía religiosa. Es posible que estas notas mías sean también liosas y malas, pero haré cuanto pueda por ser siempre claro: puedo aseguraros que, por lo menos, no habrá en ellas ni pizca de contrición. No estoy arrepentido de nada; hice el trabajo que tenía que hacer, y ya está; en cuanto a mis asuntos familiares, que a lo mejor cuento también, sólo me importan a mí y, en lo referido a lo demás, hacia el final, es muy posible que me haya excedido, pero es que estaba ya un tanto fuera de mis casillas, flaqueaba y, encima, a mi alrededor el mundo entero se venía abajo; admitid que no fui el único que perdió la cabeza. Además yo no escribo para mantener a mi viuda y a mis hijos; soy totalmente capaz de atender a sus necesidades. No; si me he decidido por fin a escribir no cabe duda de que es para pasar el rato y también, es posible, para aclarar uno o dos puntos confusos, para vosotros, quizá, y para mí mismo. Creo además que me vendrá bien. Cierto es que soy de humor tirando a cetrino. Debe de ser por el estreñimiento. Problema lamentable y doloroso, y reciente, por lo demás; antes me ocurría más bien lo contrario. Durante mucho tiempo, tuve que pasarme la vida en el retrete, tres y cuatro veces al día; ahora, ir una vez por semana me parecería maravilloso. No me queda más remedio que andarme con irrigaciones, sistema de lo más desagradable, pero eficaz. Disculpadme si os hablo de detalles tan escabrosos: uno tiene derecho a quejarse de vez en cuando. Y, además, si os resulta molesto casi mejor que no paséis de aquí. No soy Hans Frank y no me ando con remilgos. Quiero ser muy concreto, dentro de lo que esté en mi mano. Pese a mis fallos, que han sido muchos, no he dejado de ser de esos que opinan que las únicas cosas indispensables para la existencia humana son respirar, comer, beber, defecar y buscar la verdad. El resto es facultativo.
Hace algún tiempo, mi mujer trajo a casa un gato negro, pensando sin duda que me iba a complacer. Por supuesto que no me había pedido opinión. Debía de sospechar que me habría negado en redondo; era más seguro el hecho consumado. Y, con el gato ya instalado en casa, no había vuelta atrás, los nietos llorarían, etcétera. Y eso que el gato era de lo más desagradable. Cuando intentaba acariciarlo, para darle muestras de buena voluntad, se largaba y se sentaba en el alféizar de la ventana, mirándome de hito en hito con los ojos amarillos; si pretendía cogerlo en brazos, me arañaba; en cambio, de noche se me hacía un ovillo encima del pecho, un bulto asfixiante, y, en mis sueños, me parecía que me estaban ahogando bajo un montón de piedras. Con los recuerdos me sucedió algo por el estilo. La primera vez que decidí ponerlos por escrito, pedí un permiso. Seguramente fue una equivocación. Y, sin embargo, el asunto estaba bien encarrilado: había comprado y leído una cantidad considerable de libros sobre el tema para refrescarme la memoria; me había hecho cuadros organizativos y elaborado cronologías detalladas; y así con todo. Pero, al estar de permiso, de repente tuve tiempo y me puse a pensar. Además era otoño, una asquerosa lluvia gris estaba dejando pelados los árboles; me hundí poco a poco en la angustia. Me di cuenta de que pensar no es bueno.
Debería haberlo sospechado. Mis colegas me tienen por hombre tranquilo, ponderado, que piensa las cosas. Tranquilo, desde luego; pero, durante el día, muchas veces, la cabeza me retumba con un ruido sordo, como un horno crematorio. Hablo, debato, tomo decisiones, como todo el mundo; pero en la barra del bar, ante mi copa de coñac, me imagino que un hombre entra con una escopeta de caza y abre fuego; en el cine o en el teatro, pienso en una granada con el pasador quitado que va rodando bajo las filas de butacas; en la plaza, un día de fiesta, veo cómo estalla un vehículo atiborrado de explosivos, la algazara de la tarde convertida en carnicería, la sangre que corre entre los adoquines, los grumos de carne pegados a las paredes o entrando de golpe por la ventana para caer en los platos de la cena del domingo; oigo los gritos, los gemidos de las personas con los miembros arrancados, como las patas que le arranca a un insecto un niño curioso; el alelamiento de los supervivientes, un silencio raro, como pegado a los tímpanos, el comienzo de un miedo largo. ¿Tranquilo? Sí, sigo tranquilo pase lo que pase, no dejo que se me note nada, me quedo tranquilo, impasible, como las fachadas de muchas de las ciudades devastadas; como los viejecitos en los bancos de los parques, con sus bastones y sus medallas; como los rostros a flor de agua de los ahogados a quienes nunca se encuentra. Sería totalmente incapaz de salir de esa tranquilidad terrible, aunque lo quisiera. No soy de los que montan un número a la primera de cambio; sé comportarme. Pero también me pesa. Lo peor no tiene por qué ser las imágenes que acabo de describir; hace mucho que me obsesionan fantasías de ésas, desde la infancia seguramente; en cualquier caso, desde mucho antes de que yo también me encontrase en pleno matadero. En ese sentido, la guerra no fue sino una confirmación y me acostumbré a esos nimios guiones, me los tomo como un comentario pertinente a la vanidad de las cosas. No; lo que resultó penoso, agobiante, fue dedicarme sólo a pensar. Consideradlo: ¿en qué pensáis en el transcurso de un día? En muy pocas cosas, de hecho. Sería facilísimo clasificar de forma razonada vuestros pensamientos habituales: pensamientos prácticos, o automáticos, planificación de gestos y de tiempo (por ejemplo: poner a hervir el agua del café antes de lavarse los dientes, pero meter las tostadas en el tostador después, porque tardan menos en hacerse); preocupaciones del trabajo; incertidumbres financieras; problemas domésticos; ensueños sexuales. Os ahorraré los detalles. Durante la cena, le miras la cara a tu mujer, que va envejeciendo, mucho menos sugestiva que la de tu amante, pero con mucho más estilo en todos los aspectos; qué le vamos a hacer, es la vida; así que habláis de la última crisis ministerial. En realidad, os importa un carajo la última crisis ministerial, pero de algo hay que hablar. Si dejáis de lado ese tipo de pensamientos, estaréis de acuerdo conmigo en que ya no queda mucho que digamos. Por supuesto que hay momentos diferentes. De forma inesperada, entre dos anuncios de detergente, un tango de antes de la guerra, La Violeta pongo por caso; y hete aquí que resucitan el chapoteo nocturno del río, los farolillos del merendero, el leve olor a sudor en la piel de una mujer jubilosa; a la entrada de un parque, el rostro sonriente de un niño nos devuelve el de nuestro hijo un segundo antes de que eche a andar; por la calle, un rayo de sol atraviesa las nubes e ilumina las hojas anchas, el tronco blanquecino de un plátano y, de pronto, nos acordamos de nuestra infancia, del patio de recreo del colegio donde jugábamos a la guerra, vociferando de pavor y de dicha. Acabamos de tener un pensamiento humano. Pero ocurre muy de tarde en tarde.
Ahora bien, si interrumpimos el trabajo, las actividades vulgares, el ajetreo diario, para dedicarnos con trascendencia a una empresa, sucede algo muy diferente. Las cosas no tardan en subir a la superficie, en olas densas y negras. Por la noche, los sueños se descoyuntan, se abren, proliferan y, al despertar, dejan en la cabeza una fina capa agria y húmeda, que tarda mucho en disolverse. Que quede claro: no estamos hablando de culpabilidad, ni de remordimientos. Seguro que esas cosas existen también, no pretendo negarlo, pero me parece que las cosas son mucho más complejas. Incluso a un hombre que no haya estado en la guerra, que no haya tenido que matar, le pasarán estas cosas que digo. Vuelven las malevolencias de poca monta, la cobardía, la falsedad, esas mezquindades que no hay hombre que no padezca. No cabe, pues, asombrarse de que los hombres hayan inventado el trabajo, el alcohol, los parloteos estériles. No cabe asombrarse de que tenga tanto éxito la televisión. En pocas palabras, puse fin cuanto antes a mi malhadado permiso. Más valía. Tenía tiempo de sobra para emborronar papel a la hora de comer o a última hora de la tarde, cuando se iban las secretarias.
Una breve pausa para ir a vomitar y sigo. Este es otro de los aÜfafes que sufro: de vez en cuando me vuelve a la boca la comida, a veces al acabar, sin motivo, porque sí. Es un problema antiguo, de cuando la guerra; empezó alrededor del otoño de 1941 si he de ser exacto, en Ucrania, creo que en Kiev, o quizá en Jitomir. Seguramente también hablaré de esto. De todas formas, hace tanto que ya me he acostumbrado. Me lavo los dientes, me tomo una copita de algo y sigo con lo que estaba haciendo. Volvamos a mis recuerdos. Me compré varios cuadernos escolares grandes, pero de cuadraditos, y los tengo en un cajón cerrado con llave, en el despacho. Antes garabateaba notas en fichas de cartulina, también de cuadraditos; ahora he decidido repetirlo todo de un tirón. No sé muy bien para qué. Desde luego no para que le resulte edificante a mi descendencia. Si me muriese de repente ahora mismo, de un infarto o de una embolia cerebral, y mis secretarias cogieran la llave y abriesen este cajón, sería un trauma para las pobres, y también para mi mujer: con las fichas de cartulina ya iban servidas. Tendrán que quemarlo todo corriendo para evitar el escándalo. A mí me da lo mismo; estaré muerto. Y, a fin de cuentas, incluso aunque me dirija a vosotros, no es para vosotros para quienes escribo.
(...)
Es posible que os preguntéis cómo vine a parar a los encajes. Ya que distaba mucho de verme predestinado al comercio. Estudié derecho y economía política, soy doctor en derecho; en Alemania forman parte legalmente de mi apellido las letras Dr. jur. Pero es cierto que, después de 1945, las circunstancias más bien me impidieron alegar ese título. Si de verdad queréis saberlo todo, también distaba mucho de verme predestinado al derecho: de joven, lo que más deseaba era estudiar literatura y filosofía. Pero no me dejaron; otro triste episodio de mi novela familiar, quizá vuelva sobre ello. Debo, no obstante, admitir que para el encaje el derecho es de más utilidad que la literatura. Así fue, más o menos, como sucedieron las cosas. Cuando por fin acabó todo, conseguí venirme a Francia y hacerme pasar por francés; no era demasiado difícil en vista del caos que imperaba a la sazón; regresé con los deportados; no hacían demasiadas preguntas. La verdad es que hablaba un francés impecable, porque soy de madre francesa. Pasé diez años de mi infancia en Francia, hice el bachillerato elemental, y el bachillerato superior en el liceo, y los cursos de ingreso en la universidad, e incluso dos años de estudios superiores en la Escuela Libre de Ciencias Políticas (ELSP) y, como me crié en el sur, hasta tenía mi poquito de acento meridional; de todas formas, nadie se fijaba en nada, era un auténtico follón; al llegar a Orsay, me recibieron con un rancho y también con unos cuantos insultos; debo decir que no intenté hacerme pasar por un deportado sino por un trabajador del Servicio del Trabajo Obligatorio (STO), y eso a los gaullistas no es que les entusiasmara, así que se metieron un poco conmigo, y también con los demás infelices, y luego nos soltaron; para nosotros no hubo Hotel Lutetia, sino la libertad. No me quedé en París porque allí conocía a demasiadas personas, y de esas a las que no había que conocer; me fui a provincias y viví acá y acullá, de chapuzas. Y luego las cosas se fueron calmando. Dejaron enseguida de fusilar a la gente; pronto, no se molestaron ya ni en meterla en la cárcel. Así que anduve haciendo investigaciones y no tardé en dar con un hombre a quien conocía. Se las había apañado bien; había pasado de una administración a otra sin baches; como hombre previsor que era, había tenido buen cuidado de no alardear de los servicios que nos había prestado. Al principio, no quería recibirme; pero cuando, por fin, cayó en la cuenta de quién era yo, se dio cuenta de que no le quedaba más remedio. No puedo decir que fuera una entrevista agradable: había una clara sensación de apuro y de incomodidad. Pero se percataba perfectamente de que teníamos intereses comunes: yo, encontrar trabajo, y él, conservar el suyo. Tenía un primo por el norte, un ex intermediario que intentaba volver a poner en marcha una empresa pequeña con tres Leavers que había conseguido de una viuda en quiebra. Ese hombre me contrató; mi cometido era viajar y hacer de corredor para venderle los encajes. Aquel trabajo me horrorizaba; al fin conseguí convencerlo de que podría resultarle de más utilidad en el capítulo de la organización. Cierto es que tenía considerable experiencia en aquel ámbito, por más que no pudiera alegarla en mayor medida que mi doctorado. La empresa fue a más, sobre todo a partir de los años cincuenta, cuando yo reanudé la relación con algunos contactos en Alemania federal y conseguí que se nos abriera el mercado alemán. Habría podido entonces regresar sin problemas a Alemania; muchos de mis antiguos colegas vivían allí con toda tranquilidad; algunos habían cumplido alguna pena corta y a otros ni siquiera los habían molestado. Con mis estudios, podría haber recuperado mi apellido, mi doctorado y pedir una pensión de ex combatiente y de invalidez parcial; nadie se habría fijado. Habría encontrado trabajo enseguida. Pero me preguntaba qué interés tenía en ello. El derecho, en el fondo, no me motivaba más que el comercio, y, además, había acabado por cogerle el gusto al encaje, esa preciosísima y armoniosa creación del hombre. Cuando compramos bastantes telares, mi jefe decidió abrir otra fábrica más y me puso al frente de ella. Y ése es el puesto en que estoy desde entonces, a la espera de la jubilación. Entre tanto, me casé, con cierta repugnancia, no lo puedo negar, pero aquí, en el norte, no queda más remedio, era una forma de afianzar lo que había conseguido. La escogí de buena familia, relativamente guapa, una mujer como es debido, y la dejé preñada enseguida, por aquello de que tuviera algo en que entretenerse. Por desgracia, tuvo mellizos, debía de ser cosa de familia, de la mía quiero decir; yo con un solo mocoso habría tenido más que de sobra. Mi jefe me dio un adelanto, me compré una casa confortable, no muy lejos del mar. Y así fue como entré en la burguesía. En cualquier caso, era lo mejor que podía hacer. Después de todo lo que había pasado, necesitaba más que ninguna otra cosa tranquilidad y costumbres regulares. Mi trayectoria vital les había quebrado los huesos a mis sueños de juventud; y mis angustias se habían ido consumiendo de una punta a otra de la Europa alemana. Salí de la guerra como un hombre hueco, sólo con amargura y con una larga vergüenza, como arena que chirría entre los dientes. Así que una vida que respetase todas las convenciones sociales me venía estupendamente: una ganga confortable, incluso aunque la mire a veces con ironía y otras veces con odio. A este ritmo, espero llegar algún día al estado de gracia de Jéróme Nadal y no tener inclinación por nada que no sea no tener inclinación por nada. Resulta que me estoy volviendo libresco; es uno de mis defectos. Lo siento por la santidad, pero aún no me he liberado de mis defectos. Con mi mujer cumplo aún de vez en cuando, concienzudamente, con poco placer, pero sin asco excesivo tampoco, para tener en casa la fiesta en paz. Y, de tanto en tanto, cuando me marcho en viaje de negocios, me tomo la molestia de recuperar mis antiguos hábitos, pero ya casi no es más que por higiene. Todas esas cosas han perdido mucho interés para mí. El cuerpo de un chico guapo o una escultura de Miguel Ángel, da igual: ya no me cortan el resuello. Es como después de una enfermedad larga, la comida ya no sabe a nada, así que ¿qué más da comer vaca o pollo? Hay que alimentarse, y ya está. A decir verdad, no queda gran cosa que me interese. La literatura quizá, y ni siquiera estoy seguro de que no sea cuestión de costumbre. Quizá por eso estoy escribiendo estos recuerdos; para activar la sangre, para ver si puedo aún sentir algo, si todavía sé sufrir un poco. Curioso ejercicio.
No obstante, eso del sufrimiento debería serme familiar. Todos los europeos de mi generación pasaron por algo así, pero puedo decir sin falsa modestia que yo estoy más al tanto que la mayoría. Y, además, la gente olvida enseguida. Lo compruebo a diario. Incluso quienes lo presenciaron no usan casi nunca, para referirse a ello, más que pensamientos y frases que son tópicos. No hay más que ver la lamentable prosa de los autores alemanes que hablan de los combates del Este: un sentimentalismo putrefacto, una lengua muerta repugnante. La prosa de Herr Paul Carrell, por ejemplo, un autor que ha tenido éxito en los últimos años. Resulta que conocí a ese Herr Carrell en Hungría, por la época en que se llamaba todavía Paul Cari Schmidt y escribía, bajo la égida de su ministro Von Ribbentrop, sus opiniones auténticas en una prosa llena de vigor que causaba un efecto espléndido: La cuestión judía no es cuestión de humanidad, no es cuestión de religión; es sólo cuestión de higiene política. Ahora, el honorable Herr Carrell-Schmidt ha logrado la considerable hazaña de publicar cuatro tomos insípidos acerca de la guerra en la Unión Soviética sin poner ni una sola vez la palabra judío. Lo sé porque los he leído; me costó, pero soy tozudo. Nuestros autores franceses, los Mabire y otras hierbas, no valen más. Con los comunistas pasa lo mismo, sólo que en la otra punta. ¿Dónde han ido a parar aquellos que cantaban: Niños, afilad los cuchillos en los filos de las aceras? Están callados o están muertos. Charlamos, hacemos dengues, nos enfangamos en una turba desabrida amasada con las palabras gloria, honor, heroísmo; qué cansancio, nadie habla. Es posible que esté siendo injusto, pero me atrevo a esperar que me entendáis. La televisión nos agobia con cifras, cifras impresionantes, con un cero detrás de otro; pero ¿quién de vosotros se detiene a pensar realmente en esas cantidades? ¿Quién de vosotros ha intentado alguna vez ni tan siquiera contar a cuántas personas conoce o ha conocido en la vida y comparar esa cantidad ridicula con las cantidades que oye por la televisión, esos famosos seis millones o veinte millones! Recurramos a las matemáticas. Las matemáticas son muy útiles, dan perspectivas y refrescan la mente. Son, a veces, un ejercicio muy instructivo. Tened un poco de paciencia y prestadme atención. Sólo tomaré en consideración los dos escenarios en que he podido desempeñar un papel, por mínimo que fuera: la guerra contra la Unión Soviética y el programa de exterminación que, de forma oficial, se llamaba en nuestros documentos: «Solución final de la cuestión judía», Endlósung der Judenfrage, por citar tan hermoso eufemismo. En los frentes del Oeste, de todas formas, las bajas fueron relativamente pequeñas. Las cantidades de las que parto son un poco arbitrarias: no me queda más remedio, nadie se pone de acuerdo. En lo referido al conjunto de las bajas soviéticas, me quedo con la cantidad tradicional, que citó Jruschov en 1956: veinte millones, aunque dejando constancia de que Reitlinger, un famoso autor inglés, sólo computa doce y que Erickson, un autor escocés no menos famoso, por no decir más, llega a una cuenta de veintiséis millones por lo bajo; la cifra soviética oficial está pues, de forma bastante clara, en el término medio, millón más o millón menos. En lo tocante a las bajas alemanas -únicamente en la URSS, se entiende, podemos basarnos en la cantidad, aún más oficial y de germánica exactitud, de 6.172.373 soldados en el Este, entre el 22 de junio de 1941 y el 31 de marzo de 1945, cantidad que se contabiliza en un informe interno del OKH (estado mayor del ejército) hallado después de la guerra, pero que incluye los muertos (más de un millón), los heridos (cuatro millones) y los desaparecidos (es decir, muertos, más prisioneros, más prisioneros muertos, alrededor de 1.288.000). Digamos, pues, para no eternizarnos, dos millones de muertos, pues los heridos no nos interesan aquí, contando de forma muy aproximada los cincuenta mil y pico muertos más que hubo entre el 1 de abril y el 9 de mayo de 1945, sobre todo en Berlín, a lo que hay que sumar además el millón de muertos civiles que se calcula que hubo durante la invasión del este de Alemania y los consiguientes desplazamientos de población; o sea, en total, digamos que tres millones. En cuanto a los judíos, hay donde elegir: la cantidad sancionada, incluso aunque poca gente sepa de dónde sale, es de seis millones (fue Hóttl quien dijo en Núremberg que se lo había dicho Eichmann; pero Wisliceny, por su parte, afirmó que Eichmann les dijo cinco millones a sus colegas; y el propio Eichmann, cuando los judíos pudieron al fin preguntárselo en persona, dijo que entre cinco y seis millones, pero que seguramente cinco). El doctor Korherr, que reunía estadísticas para el Reichsführer-SS Heinrich Himmler, llegó a la cifra de algo menos de dos millones a 31 de diciembre de 1942, pero admitía, cuando pude hablarlo con él en 1943, que sus cantidades de partida no eran demasiado fiables. Y, por fin, el muy respetado profesor Hilberg, especialista en el tema y poco sospechoso de puntos de vista parciales, o al menos pro alemanes, llega, al cabo de una minuciosa demostración de diecinueve páginas, a la cantidad de 5.100.000, lo cual corresponde grosso modo a lo que opinaba el difunto Obersturmbannführer Eichmann. Quedémonos, pues, con la cifra del profesor Hilberg, con lo que, recapitulando, tenemos:
Muertos soviéticos………….20 millones
Muertos alemanes…………..3 millones
Subtotal (guerra del Este)…23 millones
Endlösung ………..5,1 millones
Total………………………..26,6 millones.
No hay que olvidar que 1,5 millones de judíos se contaron también como muertos soviéticos («Ciudadanos soviéticos muertos por el invasor fascista», como indica de forma tan discreta el extraordinario monumento de Kiev).
Ahora, las matemáticas. El conflicto con la URSS duró desde el 22 de junio de 1941 a las tres de la mañana hasta, de forma oficial, el 8 de mayo de 1945 a las 23:01, lo que nos da tres años, diez meses, dieciséis días, veinte horas y un minuto; es decir, redondeando, 46,5 meses, 202,42 semanas, 1.417 días, 34.004 horas o 2..040.241 minutos (contando el minuto de propina). En cuanto al programa llamado de «Solución final», nos quedaremos con las mismas fechas; anteriormente no había aún nada decidido ni sistematizado y las bajas judías fueron fortuitas. Relacionemos ahora estas dos series de cifras: los alemanes tuvieron 64.516 muertos mensuales, es decir, 14.821 muertos semanales, es decir, 2.117 muertos diarios, es decir, 88 muertos cada hora, es decir, 1,47 muertos cada minuto; se trata de la media para todos los minutos de todas las horas de todos los días de todas las semanas de todos los meses de todos los años, durante tres años, diez meses, dieciséis días, veinte horas y un minuto. A los judíos les salen, incluyendo los judíos soviéticos, alrededor de 109.677 muertos mensuales, es decir, 2,5.195 muertos semanales, es decir, 3.599 muertos diarios, es decir, 150 muertos cada hora, es decir, 2,5 muertos cada minuto en un período idéntico. Por parte soviética, en fin, tenemos unos 430.108 muertos mensuales, 98.804 muertos semanales, 14.114 muertos diarios, 588 muertos cada hora, o bien, 9,8 muertos cada minuto, en un período idéntico. Es decir, en cuanto al total global en mi campo de actividad, unas medias de 572.000 muertos mensuales, 121.410 muertos semanales, 18.772 muertos diarios, 782 muertos cada hora y 13,04 muertos cada minuto, todos los minutos de todas las horas de todos los días de todas las semanas de todos los meses de todos y cada uno de los años del período contemplado; es decir, recordémoslo, tres años, diez meses, dieciséis días, veinte horas y un minuto. Que quienes se hayan burlado de ese minuto de propina, un tanto pedante cierto es, piensen que no deja de ser una media de 13,04 muertos más, y que se imaginen, si pueden, a 13 personas de su entorno muertas en un minuto. Puede también calcularse el intervalo de tiempo entre cada muerto, lo que nos da una media de un muerto alemán cada 40,8 segundos, un muerto judío cada 124 segundos y un muerto bolchevique (contando a los judíos soviéticos) cada 6,12 segundos, y eso para el período ya citado en conjunto. Estáis ahora en condiciones de realizar, basándoos en esas cantidades, ejercicios de imaginación concretos. Coged un reloj, por ejemplo, y empezad a contar: un muerto, dos muertos, tres muertos, etcétera, cada 4,6 segundos (o cada 6,12 segundos, o cada 24 segundos, o cada 40,8 segundos, si tenéis una preferencia determinada), intentando ver, como si los tuvierais ahí delante, en fila, a esos uno, dos, tres muertos. Ya veréis qué ejercicio tan bueno de meditación es. O tomad otra catástrofe más reciente, que os haya afectado mucho, y comparad. Por ejemplo, si sois franceses, pensad en vuestra aventurilla argelina, que tanto traumatizó a vuestros conciudadanos. Perdisteis en ella a 25.000 hombres en siete años, incluidos los accidentes: el equivalente de algo menos de un día y trece horas de muertos en el frente del Este; o de alrededor de siete días de muertos judíos. Por supuesto que no contabilizo los muertos argelinos: como nunca, como quien dice, los mencionáis ni en vuestros libros ni en vuestros programas, no deben de contar gran cosa para vosotros. Y eso que matasteis a diez por cada uno de vuestros muertos, que es un esfuerzo muy honroso incluso comparado con el nuestro. Aquí me quedo; podríamos seguir mucho rato; os animo a que sigáis solos, hasta que se os abra el suelo bajo los pies. Yo no lo necesito: hace ya mucho que tengo el pensamiento de la muerte más cerca de mí que mi vena yugular, como dice esa hermosa frase del Corán. Si en alguna ocasión consiguierais hacerme llorar, mis lágrimas os quemarían el rostro como el vitriolo.
La conclusión de todo esto, si me permitís otra cita, la última, lo prometo, es, como tan bien decía Sófocles: Lo que debes preferir a todo lo demás es no haber nacido. Por lo demás, Schopenhauer escribía más o menos lo mismo: Más valdría que no hubiera nada. Como hay más dolor que placer en la tierra, cualquier satisfacción no es sino transitoria, y crea nuevos deseos y nuevas desesperaciones, y la agonía del animal devorado es mayor que el placer del que lo devora. Sí, ya sé, son dos citas, pero se trata de la misma idea: en verdad que vivimos en el peor de los mundos posibles. Por supuesto, ya se ha acabado la guerra. Y, además, hemos aprendido la lección; no volverá a suceder. Pero ¿estáis completamente seguros de que hayamos aprendido la lección? ¿Estáis seguros de que no volverá a suceder? ¿Estáis ni tan siquiera seguros de que se haya acabado la guerra? En cierto modo, la guerra nunca se acaba, o, si no, no se habrá acabado hasta que entierren sano y salvo al último niño nacido el último día de lucha, e incluso entonces proseguirá en sus hijos, y en los hijos de sus hijos, hasta que por fin la herencia se diluya un tanto, los recuerdos se deshilachen y el dolor mengüe, incluso si en ese momento ya nadie se acuerda de nadie desde hace muchísimo, y todo se considera ya historias pasadas, que no valen ni para meterles miedo a los niños, y menos aún a los hijos de los muertos y a quienes habrían deseado estarlo, estar muertos, quiero decir.
Adivino qué estáis pensando: pero qué hombre más malo, os decís, un hombre perverso, un sinvergüenza, vamos, se lo mire por donde se lo mire, que debería estar pudriéndose en la cárcel en vez de soltarnos esa filosofía suya tan confusa de ex fascista a medio arrepentir. En lo del fascismo, no hay que confundir las cosas, y en lo de mi responsabilidad penal, no prejuzguéis, que todavía no os he contado mi historia; en cuanto a lo de mi responsabilidad moral, permitidme unas cuantas consideraciones. Con frecuencia han comentado los filósofos políticos que, en tiempos de guerra, el ciudadano, el ciudadano varón al menos, pierde uno de sus derechos más elementales, el de vivir, y eso desde los tiempos de la Revolución Francesa y la invención del reclutamiento, que es ahora un principio universalmente admitido o casi. Pero pocas veces han dejado constancia de que ese ciudadano pierde al mismo tiempo otro derecho, no menos elemental y más vital quizá incluso para él en lo tocante a la idea que se hace de sí mismo en tanto en cuanto hombre civilizado: el derecho a no matar. Nadie nos pide opinión. El hombre que está a pie firme junto a la fosa común no ha pedido, en la mayor parte de los casos, estar en ese sitio, de la misma forma que tampoco lo ha pedido el que se halla tendido, muerto o moribundo, dentro de esa misma fosa. Me diréis que matar a otro militar en combate no es lo mismo que matar a un civil desarmado; las leyes de la guerra permiten aquello, pero no esto; y otro tanto sucede con la ética al uso. Un buen argumento en términos abstractos, desde luego, pero que no tiene en cuenta en absoluto las condiciones del conflicto en cuestión. La distinción totalmente arbitraria que se crea, acabada la guerra, entre, por una parte «las operaciones militares», equiparables a las de cualquier otro conflicto, y, por otra, «las atrocidades» al frente de las cuales se halla una minoría de sádicos y de trastornados, es, como espero demostrar, una ilusión que consuela a los vencedores, si los vencedores son occidentales, debería especificar, pues los soviéticos, pese a la retórica que se gastan, siempre entendieron de qué iba la cosa: a Stalin, después de mayo de 1945 y tras los primeros aspavientos para la galería, le importaba un bledo una ilusoria «justicia»; quería cosas firmes y concretas, esclavos y materiales para volver a levantar y a construir, nada de remordimientos ni de lamentaciones, pues sabía tan bien como nosotros que los muertos no se enteran de los llantos y que los remordimientos nunca le han puesto alubias al potaje. No defiendo la Befeblnotstand, el sometimiento a las órdenes que tanto gusta a nuestros buenos abogados alemanes. Lo que hice, lo hice con pleno conocimiento de causa, convencido de que era mi deber y de que era necesario hacerlo, por desagradable y triste que fuera. También consiste en eso la guerra total: lo civil ya no existe, y entre el niño judío que muere en la cámara de gas o fusilado y el niño alemán a quien matan las bombas incendiarias no hay sino una diferencia de medios: esas dos muertes eran inútiles por igual, ninguna de las dos abrevió la guerra ni un segundo, pero en ambos casos el hombre o los hombres que los mataron creían que era justo y necesario; si se equivocaron ¿a quién hay que condenar? Esto que digo sigue siendo cierto incluso si se hace una distinción artificial entre la guerra y lo que el abogado judío Lempkin bautizó con el nombre de genocidio, e indico que, al menos en nuestro siglo, nunca ha habido aún un genocidio sin guerra y que, al igual que la guerra, se trata de un fenómeno colectivo: el genocidio moderno es un proceso que las masas hacen padecer a las masas y por las masas. Es también, en el caso que nos ocupa, un proceso segmentado por las exigencias de los procedimientos industriales. De la misma forma que, según Marx, el obrero está alienado en lo referido al producto de su trabajo, en el genocidio o en la guerra total en su forma moderna, el ejecutante está alienado respecto al producto de su acción. Esto es válido incluso para el caso de un hombre que apoye el fusil en la cabeza de otro hombre y apriete el gatillo. Pues a la víctima la trajeron otros hombres y su muerte la decidieron otros diferentes y también el que dispara sabe que no es sino el último eslabón de una cadena larguísima y que no tiene que hacerse más preguntas que las que se hace el miembro de un pelotón que, en la vida civil, ejecuta a un hombre que las leyes han condenado como es debido. Quien dispara sabe que es el azar el que determina que dispare él, que un compañero acordone y otro más conduzca el camión. Como mucho, podrá intentar cambiarles el sitio al guardián o al conductor. Otro ejemplo, sacado de la abundante literatura histórica más que de mi experiencia personal: el del programa de exterminación de los inválidos y los enfermos mentales, llamado «Eutanasis» o «T-4», que se creó dos años antes que el programa «Solución final». En ese programa, a los enfermos, seleccionados mediante disposiciones legales, los recibían en un edificio unas enfermeras profesionales que registraban la entrada y los desnudaban; unos médicos los examinaban y los llevaban a un cuarto cerrado; un operario abría el gas; otros, limpiaban; un policía extendía el certificado de defunción. Cuando, después de la guerra, interrogaron a esas personas, todas dijeron: «¿Culpable yo?». La enfermera no mató a nadie, se limitó a desnudar y a tranquilizar a unos enfermos, gestos habituales en su profesión. El médico tampoco mató a nadie; sencillamente confirmó un diagnóstico, ateniéndose a criterios fijados por otras instancias. El peón que abre la llave del gas, esa persona que es, pues, la que se halla más próxima en el tiempo y en el espacio al asesinato, realiza una operación técnica bajo el control de sus superiores y de los médicos. Los obreros que vacían el cuarto realizan una indispensable tarea de saneamiento, y muy repugnante además. El policía sigue el procedimiento reglamentario, que es dejar constancia de un fallecimiento y de que ha sucedido sin vulnerar las leyes vigentes. ¿Quién es culpable, pues? ¿Todos o nadie? ¿Por qué iba a ser más culpable el operario encargado del gas que el operario encargado de las calderas, el jardín o los vehículos? Igual sucede con todas las facetas de esa gigantesca empresa. ¿Es culpable, por ejemplo, el guardagujas del ferrocarril de la muerte de los judíos a quienes encarriló hacia un campo? Ese obrero es un funcionario, lleva veinte años haciendo el mismo trabajo. Desvía los trenes ateniéndose a una disposición, no tiene por qué saber qué hay dentro de esos trenes. No tiene culpa de que transporten a los judíos, mediante el cambio de agujas que él hace, de un punto A a un punto B, en donde los matan. Y, sin embargo, ese guardagujas desempeña un papel crucial en el trabajo de exterminio: sin él, el tren de judíos no puede llegar al punto B. Otro tanto sucede con el funcionario a cuyo cargo está requisar pisos para los damnificados por los bombardeos, con el impresor que prepara los avisos de deportación, con el proveedor que vende hormigón o alambre de espino a las SS, con el suboficial de intendencia que provee de gasolina a un Teilkommando de la SP y con Dios, allá en los cielos, que permite todo lo dicho. Por supuesto que pueden establecerse grados de responsabilidad penal relativamente exactos que permiten condenar a unos y dejar a todos los demás que se las arreglen con sus conciencias, en el supuesto de que las tengan; es tanto más fácil cuanto que se redactan las leyes después de ocurridos los hechos, como en Núremberg. Pero incluso ahí se hicieron las cosas un tanto manga por hombro. ¿Por qué ahorcaron a Streicher, ese paleto impotente, y no al macabro Von dem Bach-Zelewski? ¿Por qué ahorcaron a mi superior, Rudolf Brandt, y no al de él, Wolff? ¿Por qué ahorcaron al ministro Frick y no a su subordinado Stuckart, que le hacía todo el trabajo? Un hombre feliz, ese Stuckart, que nunca se manchó las manos más que de tinta, nunca de sangre. Que quede claro, una vez más: no intento decir que yo no sea culpable de tal o cual hecho. Soy culpable, y vosotros no, estupendo. Pero, pese a todo, deberíais ser capaces de deciros que lo que yo hice vosotros lo habríais hecho también. A lo mejor con menos celo, aunque quizá también con menos desesperación, pero, en cualquier caso, de una forma o de otra. Creo que puedo afirmar como hecho que ha dejado establecido la historia moderna que todo el mundo, o casi, en un conjunto de circunstancias determinado, hace lo que le dicen; y habréis de perdonarme, pero hay pocas probabilidades de que vosotros fuerais la excepción, como tampoco lo fui yo. Si habéis nacido en un país y en una época en que no sólo nadie viene a mataros a la mujer y a los hijos sino que, además, nadie viene a pediros que matéis a la mujer y a los hijos de otros, dadle gracias a Dios e id en paz. Pero no descartéis nunca el pensamiento de que a lo mejor tuvisteis más suerte que yo, pero que no sois mejores. Pues si tenéis la arrogancia de creer que lo sois, ahí empieza el peligro. Nos gusta eso de oponer el Estado, totalitario o no, al hombre vulgar, chinche o junco. Pero nos olvidamos entonces de que el Estado se compone de hombres, más o menos vulgares todos ellos, cada cual con su vida, su historia, la serie de casualidades que hicieron que un día se encontrara del lado bueno del fusil o de la hoja de papel, mientras que otros se encontraban del lado malo. Muy pocas veces ha escogido uno ese itinerario, ni siquiera hay una predisposición a seguirlo. A las víctimas, en la inmensa mayoría de los casos, nunca las torturaron o las mataron porque eran buenas, y sus verdugos no las torturaron porque fuesen malos. Pensar eso sería un tanto ingenuo, y basta con tratarse con cualquier burocracia, incluso la de la Cruz Roja, para convencerse de ello. Por lo demás, Stalin hizo una demostración elocuente de esto que estoy diciendo, al convertir a cada generación de verdugos en víctimas de la generación siguiente, sin que por ello careciera nunca de verdugos. Ahora bien, la maquinaria del Estado está hecha de la misma aglomeración de arena deleznable que aquello que muele, grano a grano. Existe porque todo el mundo está de acuerdo en que exista, y lo están incluso, con gran frecuencia, y hasta el último minuto, sus víctimas. Sin los Hóss, los Eichmann, los Goglidze, los Vychinski, pero también sin los guardagujas, los fabricantes de hormigón y los contables de los ministerios, un Stalin o un Hitler no son sino un odre henchido de odio y de terrores estériles. Ahora es ya un tópico decir que la inmensa mayoría de las personas que organizaron los procesos de exterminio no eran sádicos o seres anormales. Sádicos y trastornados los hubo, por supuesto, como en todas las guerras, y cometieron atrocidades indecibles, es la verdad. Es también verdad que las SS habrían podido intensificar los esfuerzos para controlar a esa gente, aunque hizo más de lo que suele creerse; y no está claro que pudiera, que se lo pregunten a los generales franceses, que estaban bien fastidiados en Argelia con aquellos oficiales suyos, alcohólicos, violadores y asesinos. Pero no es ése el problema. Trastornados los hay en todas partes y en todas las épocas. Nuestros tranquilos barrios periféricos rebosan de pedófilos y de psicópatas; nuestros albergues nocturnos, de megalómanos rabiosos; algunos se convierten en un problema, efectivamente; matan a dos, a tres, a diez, incluso a cincuenta personas, y, a continuación, ese mismo Estado que los utilizaría, sin un parpadeo, en una guerra, los aplasta como a mosquitos atiborrados de sangre. Esos hombres enfermos no tienen importancia. Pero los hombres corrientes que forman el Estado -sobre todo en tiempos de inestabilidad-, ésos son el auténtico peligro. El auténtico peligro para el hombre soy yo, y sois vosotros. Y si no estáis convencidos, para qué seguir leyendo. No entenderéis nada y os irritaréis sin provecho ni para vosotros ni para mí.
Como la mayor parte de la gente, no pedí convertirme en asesino. Si hubiera estado en mi mano, ya lo he dicho, me habría dedicado a la literatura. A escribir, si hubiera tenido talento para ello, y, si no, a la enseñanza quizá; en cualquier caso, a vivir entre cosas hermosas y serenas, las mejores creaciones de la voluntad humana. ¿Quién elige el asesinato por voluntad propia, a menos que esté loco? Y, además, me habría gustado tocar el piano. Un día, en un concierto, una señora de cierta edad se inclinó hacia mí: «¿Es usted pianista, ¿no?».—«Por desgracia, no, señora», tuve que contestarle con gran sentimiento por mi parte. Incluso ahora, cuando ni toco el piano ni lo tocaré nunca, es algo que me indigna, a veces más incluso que las cosas espantosas, que el río negro de mi pasado que me lleva a través de los años. La verdad es que no me lo puedo ni creer. Cuando aún era pequeño, mi madre me compró un piano. Creo que fue cuando cumplí nueve años. O cuando cumplí ocho. En cualquier caso antes de que nos fuéramos a vivir a Francia con el Moreau aquel. Hacía meses y meses que se lo pedía por favor. Soñaba con ser pianista, un gran concertista; bajo mis dedos, catedrales, livianas como pompas de jabón. Pero no teníamos dinero; mi padre se había ido desde hacía algún tiempo; sus cuentas estaban inmovilizadas (de eso me enteré mucho más adelante) y mi madre se las tenía que apañar. Pero para eso encontró el dinero; no sé cómo; ahorró, o pidió prestado, quizá llegó incluso a prostituirse, no lo sé y no tiene importancia. Seguramente se le ocurrió ambicionar cosas para mí, quería cultivar mis talentos. Así que el día de mi cumpleaños nos trajeron el piano, un piano recto estupendo. Incluso de segunda mano debía de haber costado caro. Yo estaba maravillado al principio. Empecé a dar clases, pero, como no progresaba, me aburrí enseguida y lo fui dejando. Lo que yo me había imaginado no era andar haciendo escalas; era como todos los niños. Mi madre no se atrevió nunca a reprocharme mi ligereza y mi pereza; pero me doy cuenta a la perfección de que debió de reconcomerle todo aquel despilfarro de dinero. Ahí se quedó el piano, cogiendo polvo; a mi hermana le interesaba tan poco como a mí; me olvidé de él y apenas si me enteré cuando mi madre acabó por venderlo, perdiendo dinero seguramente. Nunca quise de verdad a mi madre, e incluso la aborrecí; pero ese incidente me apena por ella. Y también tuvo cierta culpa. Si hubiera insistido, si hubiera sabido ser severa cuando era menester, yo habría podido aprender a tocar el piano y habría sido una gran alegría para mí, un refugio seguro. Tocar sólo para mí, en casa; me habría sentido colmado. Desde luego que oigo música con frecuencia, y me encanta, pero no es lo mismo, es algo que la sustituye. Igual que sucede con mis amores masculinos: la verdad, y no me avergüenza decirlo, es que seguramente habría preferido ser mujer. No forzosamente una mujer viva y activa en este mundo, una esposa, una madre; no, sino una mujer desnuda, echada boca arriba, con las piernas abiertas, aplastada bajo el peso de un hombre, aferrada a él, penetrada por él, ahogada en él, convirtiéndome en ese mar ilimitado donde él también se ahoga, placer sin fin y también sin principio. Pero no fue así. En vez de eso, me vi de jurista, de funcionario de la seguridad, de oficial SS y, luego, de director de una fábrica de encajes. Es triste, pero es así.
Lo que acabo de escribir es cierto, pero también es cierto que amé a una mujer. Sólo a una, pero más que a nada en el mundo. Y resulta que ésa era precisamente la que tenía prohibida. Podemos pensar, con mucha probabilidad de no equivocarnos, que al soñar en ser mujer, al soñarme un cuerpo de mujer, la seguía buscando a ella, quería acercarme a ella, quería ser como ella, quería ser ella. Es totalmente plausible, aunque eso no cambie nada. A los individuos con los que me acosté no los quise nunca, ni a uno solo, los utilicé, utilicé sus cuerpos, y ya está. Pero el amor de ella le habría bastado a mi vida. No os burléis de mí: ese amor es sin duda lo único bueno que he hecho. Pensaréis que todo eso puede parecer un tanto extraño en un oficial de la Schutzstaffel. Pero ¿por qué un SS-Obersturmbannführer no iba a tener vida interior, deseos, pasiones, como cualquier otro hombre? Hubo cientos de miles de nosotros a quienes aún miráis como a criminales: entre ellos, como entre todos los seres humanos, hubo hombres vulgares, sí, pero también hombres poco corrientes, artistas, hombres del mundo de la cultura, neuróticos, homosexuales, hombres enamorados de su madre. ¿Qué sé yo qué más? ¿Y por qué no? Ninguno era más característico que cualquier otro hombre en cualquier profesión. Hay hombres de negocios a quienes les gustan el vino bueno y los puros, hombres de negocios a quienes les obsesiona el dinero, y también hombres de negocios que se meten un consolador en el culo para ir a la oficina y ocultan, bajo los temos, tatuajes obscenos: son cosas que nos parecen normales; ¿por qué no iba a suceder lo mismo en las SS o en la Wehrmacht? Nuestros médicos militares se encontraban con mucha mayor frecuencia de lo que se supone con ropa interior femenina cuando cortaban los uniformes a los heridos. Afirmar que yo no era un prototipo no quiere decir nada. Vivía, tenía un pasado, un pasado cargado y gravoso, pero son cosas que suceden, y lo llevaba a mi manera. Luego llegó la guerra; yo tenía jefes y me encontré en el núcleo de cosas horribles, de atrocidades. No había cambiado, seguía siendo el mismo hombre, no había resuelto mis problemas, aunque la guerra me creó problemas nuevos, aunque esos espantos me transformaron. Hay hombres para quienes la guerra, o incluso el asesinato, son una solución, pero yo no soy de ésos; para mí, como para la mayoría de las personas, la guerra y el asesinato son una pregunta, una pregunta sin respuesta, porque cuando alguien grita en la oscuridad, nadie contesta. Y una cosa trae la otra: empecé sirviendo; luego, por la presión de los acontecimientos, acabé por salirme de ese marco; pero todo esto va unido, unido de forma estrecha e íntima: es imposible decir que, si no hubiera habido guerra, yo habría llegado de todas formas a extremos así. A lo mejor había sucedido; pero a lo mejor no; a lo mejor había dado con otra solución. No se puede saber. Eckhart escribió: Un ángel en el Infierno vuela en su propia nubecita de Paraíso. Siempre entendí que lo contrario también debía de ser cierto, que un demonio en el Paraíso volaría dentro de su propia nubecita de Infierno. Pero no creo ser un demonio. Para lo que hice, siempre hubo razones, buenas o malas, no lo sé; en cualquier caso, razones humanas. Los que matan son hombres, como también lo son los muertos; eso es lo terrible. Nunca podemos decir: no mataré nunca, es imposible; como mucho, podemos decir: espero no matar. Yo también lo esperaba; yo también quería vivir una vida buena y provechosa; ser un hombre entre los hombres, igual a los demás; yo también quería poner mi piedra en la obra común. Pero no se cumplió esa esperanza, y utilizaron mi sinceridad para realizar una obra que resultó ser mala y malsana, y crucé las sombrías orillas, y toda esa maldad se me metió en la vida y no existe reparación posible, y nunca la habrá. Tampoco las palabras sirven para nada, desaparecen como el agua en la arena, y esa arena me llena la boca. Vivo, hago lo que es factible, eso es lo que hace todo el mundo, soy un hombre como los demás, soy un hombre como vosotros. ¡Venga, si os digo que soy como vosotros!
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Un segundo extracto, la charla del oficial de las SS Max Aue con un prisionero ruso durante el cerco de Stalingrado, en la que el ruso, viejo y duro bolchevique convencido, establece las similitudes entre los regímenes soviético y nacionalsocialista, y que, aunque desde otra perspectiva, tiene el eco de aquel otro diálogo de Vida y destino.
(...)
Tal es ciertamente la inmensa ventaja que tienen sobre los débiles esos a quienes llamamos fuertes: la angustia, el temor, las dudas socavan por igual a unos y a otros, pero aquéllos lo saben y lo padecen, mientras que éstos no lo ven y, para reforzar aún en mayor medida el muro que los ampara de ese vacío insondable, se revuelven contra los primeros, cuya fragilidad demasiado visible es una amenaza para su frágil aplomo. Así es cómo los débiles suponen una amenaza para los fuertes e incitan a esa violencia y ese crimen que se les vienen encima sin compasión. Y hasta que no les toca a ellos que la violencia ciega e irresistible se les venga encima, a los fuertes no se les agrieta el muro de la certidumbre; sólo entonces caen en la cuenta de lo que les espera y ven que están acabados. Y eso era lo que les estaba pasando a todos esos hombres del 6.° Ejército, tan orgullosos, tan arrogantes cuando aplastaban a las divisiones rusas, expoliaban a los civiles, eliminaban a los sospechosos como se aplastan unas moscas: ahora, lo que los estaba matando, no menos que la artillería, que los francotiradores soviéticos, que el frío, las enfermedades y el hambre, era la lenta ascensión de la marea interior. También en mí ascendía, agria y maloliente como la mierda de olor dulzón que me salía a chorros de las tripas. Una curiosa charla que me preparó Thomas me lo demostró de forma flagrante: «Me gustaría que hablaras con alguien», me pidió, asomando la cabeza en el cuchitril que me hacía las veces de despacho. Y eso ocurría, tengo plena seguridad de ello, el último día del año 1942. «¿Con quién?
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Un segundo extracto, la charla del oficial de las SS Max Aue con un prisionero ruso durante el cerco de Stalingrado, en la que el ruso, viejo y duro bolchevique convencido, establece las similitudes entre los regímenes soviético y nacionalsocialista, y que, aunque desde otra perspectiva, tiene el eco de aquel otro diálogo de Vida y destino.
(...)
Tal es ciertamente la inmensa ventaja que tienen sobre los débiles esos a quienes llamamos fuertes: la angustia, el temor, las dudas socavan por igual a unos y a otros, pero aquéllos lo saben y lo padecen, mientras que éstos no lo ven y, para reforzar aún en mayor medida el muro que los ampara de ese vacío insondable, se revuelven contra los primeros, cuya fragilidad demasiado visible es una amenaza para su frágil aplomo. Así es cómo los débiles suponen una amenaza para los fuertes e incitan a esa violencia y ese crimen que se les vienen encima sin compasión. Y hasta que no les toca a ellos que la violencia ciega e irresistible se les venga encima, a los fuertes no se les agrieta el muro de la certidumbre; sólo entonces caen en la cuenta de lo que les espera y ven que están acabados. Y eso era lo que les estaba pasando a todos esos hombres del 6.° Ejército, tan orgullosos, tan arrogantes cuando aplastaban a las divisiones rusas, expoliaban a los civiles, eliminaban a los sospechosos como se aplastan unas moscas: ahora, lo que los estaba matando, no menos que la artillería, que los francotiradores soviéticos, que el frío, las enfermedades y el hambre, era la lenta ascensión de la marea interior. También en mí ascendía, agria y maloliente como la mierda de olor dulzón que me salía a chorros de las tripas. Una curiosa charla que me preparó Thomas me lo demostró de forma flagrante: «Me gustaría que hablaras con alguien», me pidió, asomando la cabeza en el cuchitril que me hacía las veces de despacho. Y eso ocurría, tengo plena seguridad de ello, el último día del año 1942. «¿Con quién?
—«Con un politruk a quien detuvieron ayer cerca de las fábricas. Ya lo han exprimido todo lo que han podido, el Abwehr también, pero me he dicho que sería interesante que hablaras con él de ideología, para tener una idea de qué les anda rondando por la cabeza, estos días, a los del otro lado. Tú tienes una forma de pensar sutil y lo harás mejor que yo. Habla alemán muy bien.»—«Si te parece que puede ser útil.»—«No pierdas tiempo con las cuestiones militares, que de eso se han ocupado ya.»—«¿Y ha dicho algo?» Thomas se encogió de hombros con una sonrisa apacible: «No del todo. Ya no es muy joven que digamos, pero es duro de pelar. A lo mejor seguimos luego con él».—«Ah, ya entiendo. Quieres que lo ablande.»—«Eso mismo. Dale buenas razones. Háblale del porvenir de sus hijos.» Uno de los ucranianos me trajo al hombre con las esposas puestas. Llevaba la chaquetilla corta de las unidades de carros de combate, grasienta y con la manga derecha desgarrada en la sisa; tenía un lado de la cara completamente despellejado, como en carne viva; del otro lado, una contusión morada le cerraba casi el ojo; pero debía de ir recién afeitado cuando lo cogieron. El ucraniano lo tiró de mala manera encima de una sillita escolar, ante mi escritorio. «Quítale las esposas -le ordené-. Y vete a esperar al pasillo.» El ucraniano se encogió de hombros, le quitó las esposas y se fue. «Son simpáticos nuestros traidores nacionales, ¿verdad?», dijo el hombre, en tono de guasa. Pese al acento, hablaba un alemán que se entendía bien. «Pueden llevárselos cuando se vayan.»—«No nos vamos a ir», contesté, muy seco.—«Ah, pues mejor. Así nos ahorramos tener que perseguirlos para fusilarlos.»—«Soy el Hauptsturmführer doctor Aue -dije-. ¿Y usted?» Me hizo una leve reverencia, sin levantarse. «Pravdin, Ilia Semionovich, para servirle.» Saqué una de mis últimas cajetillas: «¿Fuma?». Sonrió y vi que le faltaban dos dientes: «¿Por qué los polis siempre le dan a uno cigarrillos? Siempre que me han detenido, me han dado cigarrillos. Dicho lo cual, no se lo voy a despreciar». Le alargué uno y se inclinó hacia delante para que se lo encendiera. «¿Qué graduación tiene?», le pregunté. Soltó una larga bocanada de humo con un suspiro de satisfacción: «Sus soldados se mueren de hambre, pero ya veo que los oficiales todavía tienen cigarrillos buenos. Soy comisario de regimiento. Pero hace poco nos pusieron grados militares y me dieron el de teniente coronel».—«Pero usted es miembro del Partido, y no oficial del Ejército Rojo.»—«Exactamente. ¿Y usted? ¿Usted es también de la Gestapo?»—«Del SD. No es exactamente lo mismo.»—«Estoy al tanto de la diferencia. He interrogado ya a bastantes de los suyos.»—«¿Y cómo es que un comunista como usted se ha dejado capturar?» Se le ensombreció la expresión: «Durante un asalto, explotó un proyectil de obús y me cayeron unos cascotes en la cabeza». Se señaló la parte despellejada de la cara. «Me quedé sin conocimiento. Supongo que mis camaradas me dieron por muerto. Cuando volví en mí, estaba en manos de los suyos. No había nada que hacer», concluyó melancólicamente.—«Un politruk de élite que va a primera línea no suele ser frecuente, ¿no?»—«Habían matado al comandante y tuve que reunir a los hombres. Pero, en general, estoy de acuerdo con usted: los hombres no ven lo suficiente en la línea de fuego a los responsables del Partido. Algunos abusan de sus privilegios. Pero ya remediaremos esos abusos.» Se tocaba con cuidado, con las yemas de los dedos, la carne amoratada y magullada alrededor del ojo. «¿Eso también es de la explosión?» Tuvo otra sonrisa desdentada: «No, esto han sido sus colegas. Supongo que ya conoce estos sistemas».—«Su NKVD tiene los mismos.»—«Desde luego. No me quejo.» Hice una pausa. «¿Qué edad tiene, si es que me permite preguntárselo?», dije por fin.—«Cuarenta y dos años. Nací con el siglo, como ese Himmler de ustedes.»—«Así que vivió usted la Revolución.» Se rió: «¡Pues claro! Soy militante bolchevique desde los quince años. Pertenecí a un soviet de obreros en Petrogrado. ¡No puede imaginarse qué época fue aquélla! Qué vendaval de libertad».—«Mucho ha cambiado entonces.» Se quedó pensativo: «Sí, es cierto. Seguramente el pueblo ruso no estaba preparado para una libertad tan inmensa y tan inmediata. Pero ya irá llegando el momento poco a poco. Hay que educarlo primero».—«¿Y dónde aprendió el alemán?» Volvió a sonreír. «Lo aprendí yo solo, a los dieciséis años, con unos prisioneros de guerra. Luego, el propio Lenin me envió con los comunistas alemanes. ¡Fíjese que conocí a Liebknecht, a Luxemburg! Unas personas extraordinarias. Y, después de la guerra civil, volví varias veces a Alemania, de forma clandestina, para mantener contactos con Thálmann y con otros. Usted no sabe qué vida he tenido. En 1929, hice de intérprete de esos oficiales suyos que venían a entrenarse a la Rusia soviética y a probar sus armas nuevas y sus tácticas nuevas. Aprendimos mucho de ustedes.»—«Sí, pero no le sacaron provecho. Stalin se cargó a todos los oficiales que habían asumido nuestros conceptos, empezando por Tujachevski.»—«Echo mucho de menos a Tujachevski. Personalmente, quiero decir. Políticamente, no puedo juzgar a Stalin. Quizá fue una equivocación. También los bolcheviques se equivocan. Pero lo importante es que tenemos fuerza suficiente para purgar con regularidad nuestras propias filas, para eliminar a los que se desvían o a los que se corrompen. Y ésa es una fuerza que a ustedes les falta: su Partido se pudre desde dentro.»—«También nosotros tenemos problemas. En el SD lo sabemos mejor que nadie, y trabajamos para mejorar el Partido y el Volk.» Sonrió calmosamente: «En el fondo, nuestros dos sistemas no son tan diferentes. Por lo menos en principio».—«Curiosas palabras en labios de un comunista.»—«No tanto, si lo piensa bien. ¿Qué diferencia hay en el fondo entre el nacionalsocialismo y el socialismo en un solo país?»—«Y en tal caso, ¿por qué estamos metidos en una lucha a muerte como ésta?»—«Ustedes lo quisieron, no nosotros. Estábamos dispuestos a algunas contemporizaciones. Pero ha pasado como pasó antiguamente con los cristianos y los judíos: en lugar de unirse al Pueblo de Dios, con el que tenían todo en común, para formar un frente único contra los paganos, los cristianos prefirieron, por envidia seguramente, dejar que los paganizaran y revolverse, para mayor desdicha suya, contra los testigos de la verdad. Y fue un estropicio tremendo.»—«Supongo que, en esa comparación, los judíos son ustedes.»—«Por supuesto. A fin de cuentas, nos lo copiaron ustedes todo, aunque no haya sido más que caricaturizándolo. Y no me refiero sólo a los símbolos, como la bandera roja y el Primero de Mayo. Hablo de los conceptos que más valora su Weltanschauung.»—«¿En qué sentido lo dice?» Empezó a contar con los dedos, al estilo ruso, doblándolos uno a uno a partir del meñique: «En donde el comunismo aspira a una sociedad sin clases, ustedes predican la Volksgemeinschaft, que, en el fondo, es exactamente lo mismo, limitado a sus fronteras. En donde Marx veía al proletario como portador de la verdad, ustedes decidieron que la supuesta raza alemana es una raza proletaria en la que se encarnan el Bien y la ética; por lo tanto, en el lugar de la lucha de clases han puesto la guerra proletaria alemana contra los Estados capitalistas. En economía, sus ideas son también únicamente deformaciones de nuestros valores. Estoy bien enterado de su economía política porque antes de la guerra traducía para el Partido artículos de su prensa especializada. En donde Marx estableció una teoría del valor basado en el trabajo, su Hitler dice: Nuestro marco alemán, que no se apoya en el oro, vale más que el oro. Esta frase, un tanto oscura, la comentó el brazo derecho de Goebbels, Dietrich, quien explicaba que el nacionalsocialismo se había percatado de que la mejor base para una divisa es la confianza en las fuerzas productoras de la Nación y en la dirección del Estado. El resultado es que el dinero se ha convertido para ustedes en un fetiche que representa el poder de producción de su país, es decir, en una aberración total. Las relaciones que mantienen ustedes con sus grandes capitalistas son burdamente hipócritas, sobre todo desde las reformas del ministro Speer: los responsables alemanes siguen preconizando la libre empresa, pero todas las industrias alemanas están sometidas a un plan y tienen un límite del seis por ciento en los beneficios, y el Estado se queda con lo que sobrepasa esa cantidad y, además, con la producción». Dejó de hablar. «También en el nacionalsocialismo hay desviaciones», respondí por fin. Y le expliqué brevemente las tesis de Ohlendorf. «Sí -dijo-, conozco bien sus artículos. Pero él también va descaminado. Porque ustedes no imitan el marxismo, sino que lo pervierten. Poner, en lugar de la clase, la raza, hecho que desemboca en su racismo proletario, es un contrasentido absurdo.»—«No más que la noción que tienen ustedes de la guerra de clases perpetua. Las clases son una circunstancia histórica; aparecieron en un momento dado y desaparecerán de la misma forma, confundiéndose armoniosamente dentro de la Volksgemeinschaft, en vez de zurrarse. Mientras que la raza es un hecho biológico, natural y, por lo tanto, ineludible.» Alzó una mano: «Mire, no insistiré en eso porque es una cuestión de fe y, por lo tanto, las demostraciones lógicas, la razón, no valen para nada. Pero al menos puede usted estar de acuerdo conmigo en un punto: incluso si el análisis de las categorías que intervienen es diferente, nuestras ideologías tienen algo fundamental en común, y es que ambas son esencialmente deterministas: lo suyo es un determinismo racial y lo nuestro un determinismo económico, pero no deja de ser determinismo. Ambos creemos que el hombre no escoge libremente su destino, sino que se lo imponen la naturaleza o la historia. Y ambos sacamos de ello la conclusión de que existen enemigos objetivos, que existen categorías de seres humanos que es legítimo eliminar no por lo que hayan hecho, ni siquiera por lo que hayan pensado, sino por lo que son. Y en esto sólo nos diferencia el establecimiento de las categorías: para ustedes, los judíos, los gitanos, los polacos e incluso creo que los enfermos mentales; para nosotros, los kulakes, los burgueses, los desviacionistas del Partido. En el fondo, es lo mismo; los dos recusamos al homo economicus de los capitalistas, el hombre egoísta, individualista, cuya ilusión de libertad es una trampa, en favor de un homo faber. Not a selfmade man but a made man, podría decirse en inglés; o más bien un hombre por hacer, pues el hombre comunista está por construir, por educar, igual que el perfecto nacionalsocialista de ustedes. Y ese hombre por hacer justifica que liquidemos sin misericordia todo cuanto no se pueda educar y, en consecuencia, justifica al NKVD y la Gestapo, jardineros del cuerpo social que arrancan las malas hierbas y obligan a las buenas a seguir la dirección que les marcan sus tutores». Le di otro cigarrillo y encendí uno para mí: «Tiene usted unas ideas muy abiertas para ser un politruk bolchevique». Rió con cierta amargura: «Es que mis antiguas relaciones, alemanas y no alemanas, no me favorecieron gran cosa. Cuando a uno lo apartan, le queda tiempo para pensar y, sobre todo, coge uno perspectiva».—«¿Eso es lo que explica que un hombre con un pasado como el suyo esté en una posición tan modesta a fin de cuentas?»—«Seguramente. Hubo un tiempo, sabe, en que era del entorno de Radek, pero no del de Trotsky, lo que también tiene que ver con que esté ahora aquí. Pero le advierto que haber ascendido tan poco no me molesta. No tengo ambición personal alguna. Sirvo a mi Partido y a mi país y me hace feliz morir por ellos. Pero eso no me quita de pensar.»—«Pero si cree que nuestros dos sistemas son idénticos, ¿por qué lucha contra nosotros?»—«¡En ningún momento he dicho que fueran idénticos! Y usted es demasiado inteligente para haber entendido eso. He intentado que viera que la forma en que funcionan nuestras ideologías es parecida. Pero el contenido, por supuesto, es diferente: clase y raza. Desde mi punto de vista, su nacionalsocialismo es una herejía del marxismo.»—«¿En qué piensa usted que la ideología bolchevique es superior a la del nacionalsocialismo?»— «En que quiere el bien de toda la humanidad, mientras que la suya es egoísta y sólo quiere el bien de los alemanes. Como no soy alemán, me sería imposible profesarla, incluso aunque quisiera.»—«Sí, pero si hubiera nacido burgués, como yo, le sería imposible hacerse bolchevique: fueren cuales fueren sus convicciones íntimas, seguiría siendo un enemigo objetivo.»—«Es cierto, pero eso se debe a la educación. Un hijo de burgueses, un nieto de burgueses, si lo educan desde que nace en un país socialista será un buen comunista, un comunista de verdad, por encima de toda sospecha. Cuando sea una realidad la sociedad sin clases, todas las clases se habrán disuelto dentro del comunismo. Y eso, en teoría, vale para el mundo entero, cosa que no sucede con el nacionalsocialismo.»—«En teoría quizá. Pero no puede demostrarlo y, en realidad, cometen ustedes crímenes atroces en nombre de esa utopía.»—«No le contestaré diciendo que los crímenes de ustedes son peores. Le diré sin más que, aunque no podemos demostrar a alguien que se niega a creer en la verdad del marxismo lo pertinente de nuestras esperanzas, sí podemos demostrarles, y vamos a hacerlo de forma muy concreta, lo inane de las suyas. Su racismo biológico defiende que las razas son desiguales entre sí, que algunas de ellas son más fuertes y más válidas que otras, y que la más fuerte y la más válida de todas es la raza alemana. Pero cuando Berlín esté como esta ciudad -señaló el techo con el dedo y cuando nuestros valientes soldados acampen en su Unter den Linden, no les quedará más remedio, al menos si es que quieren salvar su fe racista, que admitir que la raza eslava es más fuerte que la raza alemana.» No me inmuté: «Cree sinceramente que, si casi no han podido defender Stalingrado, van a tomar Berlín. Está usted de guasa».—«No lo creo, lo sé. Basta con fijarse en los respectivos potenciales militares. Eso sin contar con el segundo frente que nuestros aliados van a abrir en Europa dentro de nada. Están ustedes acabados.»—«Pelearemos hasta el último cartucho.»—«Desde luego, pero perecerán pese a todo. Y Stalingrado quedará como símbolo de su derrota. Lo cual será un error. Desde mi punto de vista, la guerra la perdieron ya el año pasado, cuando los detuvimos ante Moscú. Perdimos territorio, ciudades, hombres, todo eso puede sustituirse. Pero el Partido no se ha ido al garete y ésa era la única esperanza que ustedes tenían. Sin eso, incluso aunque hubieran tomado Stalingrado, no habría cambiado nada. Y, además, podrían haber tomado Stalingrado si no hubieran cometido tantos errores, si no nos hubieran subestimado tanto. No era algo inevitable que los derrotásemos aquí y que su 6.° Ejército quedara completamente destruido. Pero, y si hubieran ganado en Stalingrado, ¿qué? Nosotros habríamos seguido en Ulianovsk, en Kuibyshev, en Moscú, en Sverdlovsk. Y, al final, les habríamos hecho lo mismo algo más allá. Claro que el símbolo no habría sido igual, no habría sido la ciudad de Stalin. Pero, en el fondo, ¿quién es Stalin? ¿Y qué nos importan a nosotros los bolcheviques, su desmesura y su gloria? A nosotros, que estamos aquí y morimos a diario, ¿qué nos importan sus telefonazos cotidianos a Yukov? No es Stalin quien da a nuestros hombres valor para abalanzarse ante las ametralladoras de ustedes. Claro que se necesita un jefe, se necesita a alguien que lo coordine todo, pero podría haber sido cualquier otro hombre que valiera. Stalin no es más insustituible que Lenin o que yo. Nuestra estrategia aquí ha sido una estrategia de sentido común. Y nuestros soldados, nuestros bolcheviques, habrían sido igual de valientes en Kuibyshev. Pese a todas nuestras derrotas militares, nadie ha vencido a nuestro Partido ni a nuestro pueblo. Ahora las cosas van a ir en sentido contrario. Los suyos están ya empezando a evacuar el Cáucaso. No cabe duda alguna de nuestra victoria final.»—«Es posible -repliqué-. Pero ¿qué precio le va a costar todo esto a ese comunismo suyo? Stalin, desde el principio de la guerra, ha invocado los valores nacionales, los únicos que inspiran realmente a los hombres, y no los valores comunistas. Ha vuelto a recurrir a las órdenes zaristas de Suvorov y de Kutusov, y también a las hombreras con galones dorados para los oficiales, que en 1917 sus camaradas de Petrogrado les clavaban en los hombros. En los bolsillos de sus muertos, incluso de los oficiales superiores, encontramos iconos escondidos. Y diré más, sabemos, por los interrogatorios que hacemos, que los valores raciales están a la orden del día en las esferas más elevadas del Partido y del ejército, que hay una mentalidad panrusa y antisemita que Stalin y los dirigentes del Partido cultivan. También ustedes van a empezar a desconfiar de sus judíos y, sin embargo, no son una clase.»—«Seguro que es cierto eso que dice -admitió tristemente-. Con la presión de la guerra, los atavismos suben a la superficie. Pero no hay que olvidarse de lo que era el pueblo ruso antes de 1917, ni de su estado de ignorancia y atraso. No hemos tenido ni veinte años para educarlo y enderezarlo. Es muy poco. Después de la guerra, reanudaremos esa tarea y, poco a poco, se irán enmendando todos esos errores.»—«Creo que está usted en un error. El problema no es el pueblo, son los dirigentes. El comunismo es una máscara que le han puesto en la cara a Rusia, pero es la misma de siempre. Ese Stalin suyo es un zar, ese Politburó suyo lo componen boyardos o nobles codiciosos y egoístas, esos dirigentes suyos del Partido son los mismos chinovniki que los de Pedro o Nicolás. Es la misma autocracia rusa, la misma inseguridad permanente, la misma paranoia ante lo extranjero, la misma incapacidad básica para gobernar como es debido, la misma manera de colocar el terror en el lugar del consenso común y, en consecuencia, del poder auténtico, la misma corrupción desenfrenada bajo formas diferentes, la misma incompetencia, la misma costumbre de emborracharse. Lea la correspondencia de Kurbsky e Ivan, lea a Karamzin, lea a Custine. El hecho central de la historia rusa no ha cambiado nunca: la humillación, de padres a hijos. Desde el principio, pero sobre todo desde los mogoles, todo los humilla a ustedes y toda la política de sus gobernantes consiste no en enmendar esa humillación y sus causas, sino en ocultársela al resto del mundo. El Petersburgo de Pedro no es sino otra aldea Potemkin: no es una ventana abierta a Europa, sino un decorado teatral construido para ocultar a Occidente toda la miseria y la mugre infinitas que se extienden por detrás. Ahora bien, sólo es posible humillar a los humillables y, a su vez, sólo los humillados humillan. Los humillados de 1917, desde Stalin hasta el mujik, cuanto vienen haciendo desde entonces es infligir a otros su miedo y su humillación. Pues, en este país de humillados, el zar, por mucha fuerza que tenga, es impotente, su voluntad se extravía por los pantanos enfangados de su administración y no tarda en verse reducido, como Pedro, a ordenar que se obedezcan sus órdenes; cuando está delante, le hacen reverencias; y, en cuanto vuelve la espalda, le roban o bien organizan conspiraciones en contra suya: todos halagan a sus superiores y oprimen a sus subordinados, todos tienen mentalidad de esclavos, de raby como dicen ustedes, y esa mentalidad de esclavo llega hasta lo más alto; el mayor esclavo de todos es el zar, quien nada puede contra la cobardía y la humillación de su pueblo de esclavos y quien, por lo tanto, en su impotencia, los mata, los aterra y los humilla aún más. Y cada vez que acontece una ruptura de verdad en la historia de Rusia, un oportunidad auténtica de salir de ese ciclo infernal para empezar una historia nueva, la desaprovechan; ante la libertad, esa libertad de 1917 de la que hablaba usted antes, todo el mundo, tanto el pueblo como los dirigentes, retrocede y se refugia en los antiguos reflejos, ya probados. El final de la NEP, la proclamación del socialismo en un único país no es sino eso. Y, además, como las esperanzas no se habían extinguido del todo, hicieron falta las purgas. El panrusismo actual no es sino el desenlace lógico de ese proceso. El ruso, eterno humillado, no tiene sino una forma de salir adelante: identificarse con la gloria abstracta de Rusia. Puede pasarse quince horas diarias trabajando en una fábrica gélida, no comer en toda su vida sino pan negro y berzas, y servir a un patrono regordete que dice que es marxista-leninista, pero va en limusina con sus furcias de lujo y su champaña francés, y le dará lo mismo mientras espere el advenimiento de la Tercera Roma. Y esa Tercera Roma puede llamarse cristiana o comunista, no tiene mayor importancia. En cuanto al director de la fábrica, se pasará la vida temblando por su puesto, halagará a su superior, le hará regalos suntuosos y, si lo destituyen, pondrán en su lugar a otro idéntico, igual de codicioso, igual de inculto y de humillado, e igual de despectivo con sus obreros porque a fin de cuentas está al servicio de un Estado proletario. Día llegará, sin duda, en que desaparezca la fachada comunista, con o sin violencia. Y entonces volverá a aparecer la misma Rusia, intacta. Saldrán ustedes de esta guerra, si es que la ganan, más nacionalsocialistas y más imperialistas que nosotros, pero su socialismo, a diferencia del nuestro, no será sino una palabra vacía y sólo les quedará ya el nacionalismo para agarrarse a algo. En Alemania, y en los países capitalistas, afirman que el comunismo ha arruinado a Rusia, y yo creo lo contrario: que es Rusia la que ha arruinado al comunismo. Podría haber sido una idea hermosa. Y ¿quién puede decir qué habría sucedido si la Revolución hubiera ocurrido en Alemania en vez de en Rusia?, si la hubieran dirigido alemanes seguros de sí mismos, como esos amigos suyos, Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht? En lo que a mí se refiere, creo que habría sido un desastre, porque habría exacerbado nuestros conflictos específicos, que el nacionalsocialismo intenta resolver. Pero ¿quién sabe? Lo que sí es seguro es que, al haberse intentado aquí, el experimento comunista sólo podía ser un fracaso. Es como hacer un experimento médico en un entorno contaminado: los resultados sólo valen para tirarlos.»—«Es usted un dialéctico excelente, y le doy la enhorabuena; es como si hubiera pasado por una formación comunista. Pero estoy cansado y no pienso pelearme con usted. De todas formas, sólo son palabras. Ni usted ni yo veremos ese futuro que describe.»—«¿Quién sabe? Es usted un comisario de élite. A lo mejor lo mandamos a un campo para interrogarlo.»—«No se burle de mí -replicó con dureza-. Sus aviones tienen demasiado limitadas las plazas como para que evacúen ustedes a un pez chico. Sé perfectamente que me van a fusilar dentro de un rato, o mañana. Y no me molesta.» Siguió diciendo, con tono animado: «¿Conoce al escritor francés Stendhal? Entonces habrá leído seguramente esta frase: Para distinguir a un hombre nada más se me ocurre una condena a muerte. Es lo único que no se compra.» No pude evitar un carcajada sarcástica; él también se reía, pero de forma más mansa. «Pero ¿de dónde demonios ha sacado eso?», pude preguntar por fin. Se encogió de hombros: «Es que no me he limitado a leer a Marx, ¿sabe?».—«Lástima que no tenga nada de beber dije-. Me habría gustado invitarlo a algo.» Volví a ponerme serio: «Qué pena que seamos enemigos. En circunstancias diferentes, podríamos habernos llevado bien».—«Es posible -dijo pensativamente-. Pero también es posible que no.» Me levanté, fui hasta la puerta y llamé al ucraniano. Luego volví tras mi escritorio. El comisario se había puesto de pie e intentaba colocar bien la manga rota. Sin sentarme, le di lo que quedaba de la cajetilla. «Ah, gracias -dijo-. ¿Tiene cerillas?» Le di también la caja de cerillas. El ucraniano estaba esperando en el umbral de la puerta. «Me permitirá que no le dé la mano», dijo el comisario con una sonrisita irónica.—«Faltaría más», contesté. El ucraniano lo cogió del brazo y el comisario salió, metiéndose en el bolsillo de la chaqueta la cajetilla y la caja de cerillas. No debería haberle dado la cajetilla entera, me dije; no le va a dar tiempo a acabársela y lo que quede se lo fumarán los ucranianos.
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