lunes, 5 de septiembre de 2011

"Vida y destino" de Vasili Grossman

Sinopsis en la contraportada de Vida y destino:
"Vida y destino consigue emocionar, conmover y perturbar al lector desde la primera línea y resiste- si no supera- la comparación con otras obras maestras como Guerra y paz o Doctor Zhivago. En la batalla de Stalingrado, el ejército nazi y las tropas soviéticas escriben una de las páginas más sangrientas de la historia. Pero la historia también está hecha de pequeños retazos de vida de la gente que lucha para sobrevivir al terror del régimen estalinista y al horror del exterminio en los campos, para que la libertad no sea aplastada por el yugo del totalitarismo, para que el ser humano no pierda su capacidad de sentir y amar. En la literatura hay pocas novelas que hayan logrado transmitir esto con tanta intensidad.
Vida y destino es una novela de guerra, una saga familiar, una novela política, una novela de amor. Es todo eso y mucho más. Vasili Grossman aspiraba quizás a cambiar el mundo con su novela, pero lo que es seguro es que Vida y destino le cambia la vida a quien se adentra en sus páginas."

Les dejo un fragmento de la obra Vida y destino del escritor y periodista ruso Vasili Grossman, del capítulo 15 de la segunda parte, en la que el oficial de las SS al mando del campo de concentración (Treblinka) habla con el viejo bolchevique Mostovskoi, en una conversación desconcertante para el ruso; y el capítulo 16, la carta del yuródivi Ikónnikov, "loco santo" ex-tolstoista, dirigida al viejo Mostovskoi. A pesar de ser una trama y unos personajes secundarios de la obra, creo que expresan algunas de las tesis del propio autor sobre los regímenes totalitarios, y las confusas ideas del bien y el mal que mueven al hombre en sus acciones cotidianas. Como reza el dicho, "el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones", pese a lo cual no debemos de olvidar, incluso en los peores momentos, aquellos gestos insensatos de bondad desinteresada que nos hacen humanos frente a la barbarie.
 Hay otros momentos quizá más significativos de la obra, cargados de una tensa emotividad, la carta de despedida desde el gueto judío de la madre del físico Shtrum, Krímov detenido en la Lubianka...; o de un dramatismo doloroso, como el relato del convoy al Lager con Sofia Ósipovna y el niño David y su último suspiro en la cámara de gas, clímax emocional de la novela; junto con los épicos relatos de la contraofensiva rusa, y otros pasajes más luminosos, la historia de resistencia y amor en la casa 6/I cercada en un Stalingrado en llamas, las reuniones del círculo de Shtrum en Kazán; y también partes reflexivas o más discursivas, pues por entre todos estos registros se mueve Grossman en la infinidad de relatos y situaciones y personajes que desfilan por el universo de esta grande, enorme obra maestra, un fresco conmovedor de una época terrible.

"(...) Enemigo! Qué palabra tan clara y sencilla. Volvió a pensar en Chernetsov [preso menchevique], en su miserable destino durante esa época de Sturm und Drang. Pero con guantes de hilo... Mostovskói se miró las manos, los dedos.
Una puerta se abrió al fondo del despacho y a continuación la puerta que daba al pasillo se cerró con un chirrido; el guardia debía de haberla cerrado cuando vio entrar a Liss.
Mostovskói aguardaba de pie, con el ceño fruncido.
—Buenos días —dijo en voz baja un hombre no demasiado alto con el emblema de las SS en la manga de su uniforme gris.
En el rostro de Liss no había nada repulsivo, y por esa razón a Mijaíl le daba miedo mirarlo: su nariz aguileña, sus ojos vigilantes de un gris oscuro, la frente alta, las mejillas pálidas y demacradas... todo confería a su rostro una expresión ascética.
Liss esperó a que Mostovskói acabara de toser y luego dijo:
—Deseo hablar con usted.
—Yo, en cambio, no lo deseo —le respondió Mostovskói mientras miraba de reojo al rincón del despacho donde esperaba ver aparecer a los ayudantes de Liss: los  torturadores que le molerían a golpes.
—Le comprendo perfectamente —dijo Liss—. Siéntese. Ofreció asiento a Mostovskói en un sillón y se sentó a su lado.
Liss hablaba un ruso descarnado, esa lengua con regusto a cenizas frías de la que se nutren los folletos de divulgación científica.
—¿Se encuentra mal?
Mostovskói se encogió de hombros, sin decir nada.
—Sí, sí, lo sé. He enviado a un médico que me ha informado. Le he molestado en mitad de la noche. Pero tenía muchas ganas de hablar con usted.
«Sí, sí, claro», pensó Mostovskói, y dijo:
—Me han traído aquí para interrogarme. Usted y yo no tenemos nada de que hablar.
—¿Por qué? —preguntó Liss—. Todo lo que ve es mi uniforme; pero no nací dentro de él. El Führer, el Partido disponen, y nosotros, los soldados del Partido,  obedecemos. Yo siempre he sido un teórico, me interesan las cuestiones filosóficas, la historia, pero soy un miembro del Partido. ¿Es que acaso a todos los  agentes del NKVD les gusta su trabajo?
Mostovskói observó el rostro de Liss con detenimiento y pensó que aquella cara pálida de frente alta debería estar dibujada en la raíz del árbol de la evolución, que la evolución partía de él y daba origen al hombre peludo de Neanderthal.
—Si el Comité Central le hubiera ordenado que apoyara el trabajo de la Cheká, ¿habría podido negarse? No, habría apartado a Hegel a un lado y se habría puesto a trabajar. Es lo que yo he hecho.
Mijaíl Sídorovich volvió la mirada hacia su interlocutor: el nombre de Hegel, pronunciado por aquellos labios inmundos, sonaba extraño, sacrílego...
Si en un tranvía abarrotado se le hubiera acercado un ladrón peligroso, experto, y hubiera entablado conversación con él, no le habría escuchado; se habría limitado a seguir con la mirada sus manos, esperando ver de un momento a otro centellear la navaja de afeitar y dispuesto a golpearle en los ojos.
Liss levantó las palmas de sus manos, las miró y dijo:
—Nuestras manos son como las vuestras: aman el trabajo duro, no tienen miedo de ensuciarse.
En el rostro de Mijaíl Sídorovich apareció una mueca; le resultaba insoportable reconocer en aquel hombre sus propios gestos, sus palabras.
Liss comenzó a hablar deprisa, animadamente, como si ya hubiera charlado antes con Mostovskói y ahora se alegrara de tener la oportunidad de concluir la
conversación interrumpida.
—Bastan veinte horas de vuelo para que pueda sentarse en el sillón de su despacho en la ciudad soviética de Magadán. Para nosotros usted está en su casa, pero no ha tenido suerte. Me apena cuando su propaganda hace coro a la propaganda de la plutocracia y habla de justicia partidista.
Liss meneó la cabeza. Y las palabras que siguieron fueron todavía más turbadoras, inesperadas, espantosas y disparatadas:
Cuando nos miramos el uno al otro, no sólo vemos un rostro que odiamos, contemplamos un espejo. Ésa es la tragedia de nuestra época. ¿Acaso no se reconocen a ustedes mismos, su voluntad, en nosotros? ¿Acaso para ustedes el mundo no es su voluntad? ¿Hay algo que pueda hacerles titubear o detenerse?
Liss aproximó su rostro al de Mostovskói:
—¿Me comprende? No domino el ruso a la perfección, pero deseo tanto que me comprenda... Ustedes creen que nos odian, pero es sólo una apariencia: se odian a ustedes mismos en nosotros. Terrible, ¿no es cierto? ¿Me comprende?
Mijaíl Sídorovich decidió guardar silencio; no dejaría que Liss le arrastrara a aquella conversación.
Pero por un instante le dio la impresión de que el hombre que le miraba a los ojos no trataba de engañarle, que se esforzaba de verdad y escogía con tino las palabras. Parecía lamentarse, pidiéndole ayuda para encontrar el sentido a algo que le atormentaba.
Mostovskói se sentía mal. Tenía la sensación de que una aguja le estaba atravesando el corazón.
—¿Me comprende? —repitió enseguida Liss, demasiado excitado ya para ver a Mostovskói—.
Cuando damos un golpe a su ejército lo infligimos contra nosotros mismos. Nuestros tanques no sólo han roto sus defensas, han quebrado también las nuestras;  las orugas de nuestros tanques aplastan al nacionalsocialismo. Es horrible, es una especie de suicidio cometido en un sueño. Para nosotros puede acabar de  manera trágica. ¿Lo comprende? Si ganamos, nosotros, los vencedores, nos quedaremos sin ustedes, solos contra un mundo que nos es extraño, que nos odia.
Habría sido fácil refutar las palabras de aquel hombre. Pero sus ojos se acercaron aún más a Mostovskói. Sin embargo había algo todavía más repugnante y  peligroso que las palabras de aquel astuto provocateur de las SS, y es que, a veces, ya fuera con timidez o con malicia, Liss rasguñaba el corazón y el cerebro de Mostovskói. Eran dudas abominables y sucias que Mostovskói no encontraba en las palabras del otro, sino en su propia alma.
Como un hombre que tiene miedo a la enfermedad, que teme sufrir un tumor maligno, pero en lugar de ir al médico, finge no sentir malestar y trata de evitar las conversaciones sobre enfermedades con sus allegados. Y de repente, un día alguien le dice: «Oiga, usted siente estos dolores, ¿verdad? Especialmente por las mañanas, después de... sí, sí...».
—¿Me comprende, maestro? —preguntó Liss—. Un pensador alemán, seguro que usted conoce sus brillantes estudios, dijo que la tragedia de Napoleón consistía en que expresaba el alma de Inglaterra, y precisamente en Inglaterra tenía a su enemigo mortal.
«Ay, sería mejor que me molieran a golpes», pensó Mijaíl Sídorovich. Y luego: «Ah, se refiere a Spengler».
Liss encendió un cigarrillo y alargó su pitillera a Mostovskói.
—No quiero —dijo Mijaíl Sídorovich con la voz entrecortada.
Se sintió más tranquilo cuando reparó en que todos los policías del mundo, ya fueran los que le habían interrogado cuarenta años atrás, ya fuera este que hablaba de Hegel y Spengler, utilizaban la misma estúpida técnica: ofrecer un cigarrillo al prisionero. Claro, es cierto, la desorientación se produce a causa del agotamiento nervioso, de la sorpresa: él esperaba recibir una paliza, y de repente se enfrentaba a aquella conversación repulsiva y absurda. Pero incluso la policía zarista entendía un poco de cuestiones políticas, y entre sus filas había personas verdaderamente cultas; uno incluso había leído El capital. Sin embargo lo más interesante sería saber si a aquel policía que había estudiado a Marx, de pronto, en lo más íntimo, le habría asaltado la duda de si Marx tenía razón. ¿Qué había sentido entonces aquel policía? ¿Aversión, horror ante sus propias dudas? en cualquier caso un policía no puede convertirse en un revolucionario: aplaca sus dudas y sigue siendo policía... «Pero yo, en el fondo también yo, aplaco mis
dudas. Pero es diferente, yo soy un revolucionario,»
Y Liss, sin darse cuenta de que Mostovskói había rechazado el cigarrillo, masculló:
—Sí, sí, tenga la bondad, es un tabaco muy bueno.
Cerró la pitillera, totalmente apesadumbrado.
—¿Por qué encuentra esta conversación tan sorprendente? ¿Esperaba que le dijera algo diferente? Seguro que ustedes, en la Lubianka, también tienen a hombres instruidos. Gente que pueda hablar con el académico Pávlov o con Oldenburg. Pero ellos persiguen un objetivo, mientras que yo no persigo ningún fin secreto con esta conversación. Le doy mi palabra. Me atormentan las mismas cosas que a usted.
Sonrió y añadió:
—Palabra de honor de un oficial de la Gestapo, y no es ninguna broma.
Mijaíl Sídorovich se repetía a sí mismo: «No digas nada, lo principal es estar callado, no intervenir en la conversación, no objetar».
Liss siguió hablando, casi como si se hubiera olvidado de la presencia de Mostovskói:
—¡Dos polos! ¡Eso es! Si no fuera así, esta terrible guerra no existiría. Nosotros somos sus enemigos mortales, sí. Pero nuestra victoria será su victoria.
¿Lo comprende? Si ustedes ganan, nosotros moriremos y viviremos en vuestra victoria. Es algo paradójico: si perdemos la guerra, seremos los vencedores, continuaremos desarrollándonos bajo otra forma, pero conservando la misma esencia.
¿Por qué razón ese omnipotente Liss, en lugar de mirar películas galardonadas, beber vodka, escribir informes a Himmler, leer libros de jardinería, releer las cartas de su hija, entretenerse con las mujeres jóvenes seleccionadas en el último convoy, o bien irse a dormir a su espacioso dormitorio después de tomarse un medicamento para facilitar la digestión, había mandado llamar de noche a un viejo bolchevique ruso impregnado del hedor a Lager?
¿Qué tenía en mente? ¿Por qué escondía sus fines? ¿Qué trataba de averiguar?
Mijaíl Sídorovich no tenía miedo a las torturas; lo que le aterrorizaba era pensar que el alemán no mentía, que le estuviera hablando con sinceridad. Que simplemente fuera un hombre con ganas de conversar.
Qué pensamiento tan odioso: eran dos seres enfermos, ambos consumidos por la misma enfermedad, pero uno no se contenía y hablaba, se confiaba al otro, y el segundo callaba, se escondía mientras escuchaba, escuchaba...
Y Liss, como si por fin respondiera a la tácita pregunta de Mostovskói, abrió la carpeta que descansaba sobre la mesa y sacó con aprensión, sirviéndose de dos dedos, unos papeles sucios. Mostovskói los reconoció al instante: eran los garabatos de Ikónnikov.
Liss, al parecer, creía que cuando el prisionero viera de improviso aquellos folios que Ikónnikov le había dado furtivamente el desaliento se apoderaría de él.
Pero Mijaíl Sídorovich no perdió la cabeza. Miró las páginas cubiertas de la caligrafía de Ikónnikov casi con alegría: todo se había aclarado de un modo estúpido y sencillo, como siempre ocurre en los interrogatorios de la policía.
Liss acercó al borde de la mesa los garabatos de Ikónnikov, después colocó de nuevo las hojas manuscritas ante sí. De pronto se puso a hablar en alemán.
—Mire, le encontraron estos papeles durante el registro. En cuanto leí las primeras palabras comprendí que semejante basura no podía ser obra suya, a pesar de que no conozco su escritura. Mostovskói permaneció callado.
Liss tamborileó con un dedo sobre los papeles. Le estaba invitando a hablar de modo amistoso, con buena voluntad.
Mostovskói continuó callado.
—¿Me equivoco? —preguntó Liss, sorprendido—. No, no me equivoco. Usted y yo sentimos el mismo asco hacia lo que aquí está escrito. ¡Usted y yo estamos juntos, del mismo lado, y al otro se encuentra esta porquería! —y señaló los papeles de Ikónnikov.
—Venga, venga —espetó Mostovskói atropelladamente y con furia—. Vayamos al grano. ¿Estos papeles? Sí, sí, me los han confiscado. ¿Quiere saber quién me los ha dado? No es asunto suyo. Tal vez sea yo quien los ha escrito. O tal vez usted haya ordenado a un agente suyo que me los metiera a escondidas debajo del colchón. ¿Está claro?
Por un instante pensó que Liss aceptaría su desafío, que perdería la calma y le gritaría: «¡Tengo medios para obligarle a hablar!». Mostovskói lo deseaba con todas sus fuerzas, así todo resultaría claro y sencillo. ¡Enemigo! Qué palabra tan clara, tan nítida.
Pero Liss dijo:
—¿A quién le importan esos papeles deplorables? ¡Qué más da quién los haya escrito! Sólo sé que no hemos sido ni usted ni yo. Cómo lo siento. ¡Piénselo! ¿Quién estaría en nuestros Lager si no hubiera guerra, si no tuviéramos prisioneros de guerra? Los enemigos del Partido, los enemigos del pueblo. Es una especie que usted conoce, ustedes los tienen en sus campos. Sí, y si la Dirección de Seguridad del Reich acoge prisioneros suyos en tiempo de paz, no los dejará marchar: sus prisioneros son nuestros prisioneros.
Liss esbozó una amplia sonrisa.
—Los comunistas alemanes que enviamos a los campos también fueron enviados a sus campos en 1937. Yezhov los encarceló, y el Reichsführer Himmler también. Sea más hegeliano, maestro.
Guiñó el ojo a Mostovskói.
—A menudo pienso que el conocimiento de lenguas en sus campos podría ser tan útil como en los nuestros. Hoy le asusta nuestro odio a los judíos. Mañana puede darse que ustedes sigan nuestro ejemplo. Y pasado mañana nos volveremos más indulgentes. He recorrido un largo camino, guiado por un gran hombre. A usted
también le ha guiado un gran hombre, también ha recorrido un largo camino, difícil. ¿Cree usted que Bujarin era un provocateur? Sólo un gran hombre podía guiar a los demás por un camino como aquél. Yo también conocía a Röhm, confiaba en él, y así debía ser. Pero hay algo que me tortura: el terror de ustedes ha matado a millones de personas, y en todo el mundo, sólo nosotros, los alemanes, hemos comprendido que era algo necesario. Así es, no tiene vuelta de hoja.
Trate de comprenderme, como yo le comprendo a usted. Esta guerra debe de horrorizarle. Napoleón no tenía que haber combatido contra Inglaterra.
Un nuevo pensamiento sacudió a Mostovskói. Incluso cerró los ojos, tal vez por el dolor vivo y repentino que sintió en los ojos, tal vez para escapar a ese pensamiento angustioso. ¿Y si sus dudas no eran signo de debilidad, de impotencia, de cansancio, de desconfianza? ¿Y si aquellas dudas que irrumpían en su ánimo, ahora tímidamente, ahora con ímpetu, constituyeran lo más honesto y limpio que había en su interior, y él las aplastaba, las repelía, las odiaba? ¿Qué pasaría si ellas contuvieran la semilla de la verdad revolucionaria? ¡La dinamita de la libertad!
Para rechazar a Liss, sus dedos pegajosos y resbaladizos, bastaba con dejar de odiar a Chernetsov, dejar de despreciar al yuródivi Ikónnikov. No, no, más aún. Tenía que renunciar a todo lo que daba sentido a su vida, condenar todo lo que había defendido y justificado.
Pero no, no, todavía más. No sólo condenar, sino odiar con toda su alma, con toda su pasión revolucionaria el Lager, la Lubianka, al sangriento Yezhov, a Yagoda, a Beria. No, no bastaba, ¡tenía que odiar a Stalin y su dictadura!
¡No, no, mucho más! Tenía que condenar a Lenin. Estaba al borde del abismo.
Sí, aquélla era la victoria de Liss, no una victoria ganada en el campo de batalla, sino en la guerra sin disparos, preñada de veneno, que el oficial de las SS estaba librando contra él.
Sentía que estaba al filo de la locura. Después, de repente, lanzó un alegre suspiro de alivio. El pensamiento que por un instante le había aterrorizado y obnubilado la mente se había convertido en polvo, parecía absurdo y patético. La alucinación había durado sólo algunos segundos. Pero ¿cómo había podido,
aunque sólo fuera por algunos segundos o una fracción de segundo, dudar de la justicia de su gran causa?
Liss le miró fijamente, movió los labios y continuó hablando:
—¿Cree que el mundo nos mira a nosotros con horror y a ustedes con amor y esperanza?
Créame, quien ahora nos mira con horror a nosotros, también les mirará con horror a ustedes.
Ahora nada podía espantar a Mijaíl Sídorovich. Ahora conocía el precio de sus dudas. No conducían a una ciénaga, como había podido pensar antes: conducían al abismo.
Liss cogió los papeles de Ikónnikov.
—¿Por qué se implica con gente así? Esta maldita guerra lo ha confundido todo, lo ha puesto del revés. ¡Ay, si tuviera fuerzas para desenredar esta madeja!
«No, señor Liss, no hay nada que desenmarañar. Todo está claro, todo es sencillo. No es uniéndonos con los Ikónnikov y los Chernetsov como os hemos vencido. Somos lo bastante fuertes para ocuparnos de unos y otros.»
Mostovskói se percató de que Liss reunía en sí todo lo que era oscuro. Todos los vertederos huelen del mismo modo, todos los despojos, las astillas, los cascotes de ladrillo son idénticos. Pero no es en las inmundicias, en los escombros donde hay que buscar diferencias y semejanzas, sino en el proyecto del constructor, en la idea original.
Y de pronto le invadió una rabia feliz y triunfante, no sólo contra Liss y Hitler, sino también contra el oficial inglés de ojos incoloros que le había preguntado acerca de la crítica del marxismo en Rusia, contra los repugnantes discursos del menchevique tuerto, contra el predicador amargo que se había enmascarado bajo la figura de agente de policía. ¿Dónde, dónde encontrará esta gente a idiotas dispuestos a creer que existe una sombra de semejanza entre un
Estado socialista y el Reich fascista? Liss, el oficial de la Gestapo, era el único consumidor de aquella mercancía putrefacta. En aquellos momentos Mijaíl Sídorovich comprendió como nunca antes la relación interna entre el fascismo y sus agentes.
«¿No es ése —pensó— el verdadero rasgo de la genialidad de Stalin? Él odia y extermina a individuos como ésos porque ha sabido ver por sí mismo la secreta hermandad entre el fascismo y los fariseos predicadores de una libertad falsa.» Esta idea le pareció tan evidente que sintió deseos de compartirla con Liss, para explicarle la absurdidad de sus elucubraciones. Pero se limitó a sonreír; él era un viejo zorro, no como el tonto de Goldenberg que se había puesto a hablar de idioteces sobre Naródnaya Volia cuando lo llamó el fiscal.
Clavó su mirada en los ojos de Liss y, con una voz tan estentórea que debieron de oírla incluso los guardias al otro lado de la puerta, dijo:
—Le aconsejo que no pierda el tiempo conmigo. Póngame contra la pared, cuélgueme, vuéleme la tapa de los sesos.
—Nadie quiere matarle —repuso Liss de inmediato—. Cálmese, por favor.
—Estoy tranquilo —replicó alegremente Mostovskói—, no estoy preocupado por nada.
—Pues debería estarlo. Tendría que compartir mi insomnio. Pero ¿cuál es la razón de nuestra enemistad?; no puedo entenderlo... ¿Tal vez porque Adolf Hitler no es un Führer, sino el lacayo de los Krupp y los Stinnes? ¿Porque no hay propiedad privada en su país? ¿Porque las fábricas y los bancos pertenecen al pueblo? ¿Porque son internacionalistas mientras nosotros predicarnos el odio racial? ¿Porque hemos provocado el incendio y ustedes se esfuerzan por apagarlo? ¿Por qué somos odiados mientras que la humanidad mira con esperanza hacia su Stalingrado? ¿Es eso lo que ustedes dicen? ¡Tonterías! ¡No existen abismos entre
nosotros! ¡Los han inventado! Somos formas diferentes de una misma esencia: el Estado de Partido. Nuestros capitalistas no son los verdaderos amos, el Estado les asigna un plan y un programa. El Estado torna su producción y sus beneficios. Como salario se quedan con el seis por ciento de los beneficios. Su Estado-Partido, exactamente del mismo modo que el nuestro, establece un plan, un programa, y se apodera de la producción. Y aquellos a los que ustedes llaman amos, los obreros, también reciben un salario de su Estado-Partido.
Mijaíl Sídorovich observaba a Liss y pensaba: « ¿Es posible que esta vulgar palabrería me haya confundido por un instante? ¿Cómo he podido ahogarme en este torrente de veneno y de lodo pestilente?».
Liss hizo un gesto de desaliento con la mano.
—También sobre nuestro Estado ondea la bandera roja del proletariado, también nosotros apelamos a la unidad nacional y al esfuerzo de los trabajadores, también nosotros proclamamos que el Partido expresa las aspiraciones del obrero alemán. Y ustedes también apelan al «nacionalismo», al «trabajo». Ustedes saben tan bien como nosotros que el nacionalismo es la fuerza más poderosa del siglo XX. ¡El nacionalismo es el alma de nuestra época! ¡El socialismo en un solo país es la expresión suprema del nacionalismo!
»No veo razón para nuestra enemistad. Pero el genial maestro y líder del pueblo alemán, nuestro padre, el mejor amigo de las madres alemanas, el estratega más grande de todos los tiempos y todos los pueblos es quien ha empezado esta guerra. ¡Y yo creo en Hitler! Sé que la mente de vuestro Stalin no está nublada
por la cólera y el dolor. A través del fuego y el humo de la guerra puede ver la verdad. Sabe quiénes son sus enemigos. Lo sabe, sí, lo sabe incluso ahora, cuando estudia con ellos la estrategia militar que desplegará contra nosotros, y se bebe una copa a nuestra salud. En el mundo existen dos grandes revolucionarios: Stalin y nuestro Führer. Es la voluntad de ambos la que ha dado origen al socialismo nacional del Estado. Para mí la fraternidad con ustedes es más importante que la guerra que libramos por los territorios del Este. Construimos dos casas que deben estar la una al lado de la otra. Ahora, maestro, quiero que durante un tiempo viva en una soledad tranquila y que reflexione, que reflexione antes de nuestra próxima conversación.
—¿Para qué? ¡Es estúpido! ¡Absurdo! ¡Un disparate! —gritó Mostovskói—. ¿Y a qué viene esa estupidez de llamarme « maestro»?
—No hay nada de estúpido en ello —replicó Liss—. Usted y yo debemos comprender que el futuro no se decide en los campos de batalla. Usted conoció personalmente a Lenin. Él fundó un nuevo tipo de partido. Fue el primero en comprender que sólo el Partido y su líder son los que expresan el impulso de la nación. Por eso puso fin a la Asamblea Constituyente. Pero así como Maxwell destruyó la mecánica newtoniana pensando que estaba confirmándola, Lenin se consideró el fundador de la Internacional cuando en realidad había creado el gran nacionalismo del siglo XX. Después Stalin nos ha enseñado muchas cosas.
Para construir el socialismo en un solo país era necesario privar a los campesinos del derecho a sembrar y vender libremente, y Stalin no vaciló: liquidó a millones de campesinos. Nuestro Hitler advirtió que al movimiento nacionalsocialista alemán le estorbaba un enemigo, el judaísmo, y decidió liquidar a millones de judíos. Pero Hitler no es sólo un discípulo, es también un genio. Fue en la Noche de los cuchillos largos donde Stalin encontró la idea para las grandes purgas del Partido en 1937. Debe creerme. Yo he hablado, usted ha callado, pero sé que para usted soy un espejo.
—¿Un espejo? —replicó Mostovskói—. Todo lo que ha dicho es mentira, desde la primera a la última palabra. Sería indigno de mi parte refutar su charlatanería sucia, nauseabunda, provocadora. ¿Un espejo? ¿Qué le sucede? ¿Ha perdido la cabeza? Stalingrado le hará volver en sí.
Liss se puso en pie y Mostovskói, presa de la confusión, lleno de odio y éxtasis al mismo tiempo, pensó: «Ahora va a fusilarme, se acabó».
Pero Liss parecía no haber oído a Mostovskói. Se inclinó e hizo una profunda y respetuosa reverencia. —Maestro —dijo—, ustedes nos enseñarán siempre y serán nuestros discípulos. Pensaremos juntos.
Su semblante estaba serio, triste, pero tenía los ojos risueños.
De nuevo aquella aguja venenosa pinchó el corazón de Mijaíl Sídorovich. Liss miró el reloj.
—El tiempo no pasa en vano.
Tocó el timbre y le dijo en voz baja:
—Coja esto si lo necesita. Pronto volveremos a vernos. Gute Nacht.
Mostovskói, sin saber por qué, cogió las hojas de la mesa y se las guardó en el bolsillo.
Lo condujeron fuera del edificio de la dirección y aspiró una bocanada de aire frío. ¡Qué agradable era aquella noche húmeda, el aullido de las sirenas en la oscuridad que precede al alba, después del despacho de la Gestapo y la voz suave del teórico del nacionalsocialismo!
Mientras era escoltado al Revier, vio pasar sobre el asfalto sucio un coche con los faros violetas. Mostovskói comprendió que Liss se iba a descansar y la angustia volvió a atenazarle con una fuerza renovada.
El guardia le hizo entrar en su celda y cerró la puerta con llave.
Mijaíl Sídorovich se sentó sobre el catre. «Si creyera en Dios pensaría que me ha enviado a este extraño interlocutor para castigarme por mis dudas.»
No podía dormir, ya comenzaba un nuevo día. Con la espalda apoyada en la pared, hecha de tablones de pino rugosos, Mijaíl Sídorovich comenzó a leer con atención los garabatos de Ikónnikov.


16
La mayoría de los hombres que viven en la Tierra no se proponen como objetivo definir el «bien». ¿En qué consiste el bien? ¿Bien para quién? ¿De quién? ¿Existe un bien común, aplicable a todos los seres, a todas las tribus, a todas las circunstancias? ¿O tal vez mi bien es el mal para ti y el bien de mi pueblo, el mal para el tuyo? ¿Es eterno e inmutable el bien, o quizás el bien de ayer es el vicio de hoy, y el mal de ayer se ha transformado en el bien de hoy?
Cuando se aproxima el momento del Juicio Final, no sólo los filósofos y los predicadores, también los hombres de toda condición, cultivados y analfabetos, se plantean el problema del bien y el mal.
¿Han asistido los hombres durante miles de años a una evolución del concepto del bien? ¿Es un concepto común a todos los pueblos, a griegos y judíos, como decía el apóstol? ¿No deberíamos tener en cuenta las clases, naciones, Estados? ¿O acaso se trata de un concepto más amplio que engloba también a los animales, a los árboles, a los líquenes, como Buda y sus discípulos aseveraron? el mismo Buda tuvo que negar el bien y el amor de la vida antes de abrazarlos.
He constatado que los diferentes sistemas morales y filosóficos de los guías de la humanidad que se han ido sucediendo en el transcurso de los milenios han limitado el concepto del bien.
La doctrina cristiana, cinco siglos después del budismo, restringió el mundo viviente al cual es aplicable la noción de bien: no contenía a todos los seres vivos, sino sólo a los hombres.
El bien de los primeros cristianos, que abrazaba a toda la humanidad, dio paso al bien exclusivo de los cristianos, mientras que junto a él coexistía el bien de los musulmanes, el bien de los judíos.
Con el transcurso de los siglos, el bien de los cristianos se escindió y surgió el bien de los católicos, el de los protestantes y el de los ortodoxos.
Luego, del bien de los ortodoxos nació el bien de los nuevos y los viejos creyentes.
Y existían también el bien de los ricos y el bien de los pobres. Y el bien de los amarillos, los negros, los blancos.
Y esa fragmentación continua dio lugar al bien circunscrito a una secta, una raza, una clase; todos los que se encontraban más allá de tan estrecho círculo quedaban excluidos.
Y los hombres tomaron conciencia de que se había vertido mucha sangre a causa de ese bien pequeño, malo, en nombre de la lucha que ese bien libraba contra todo lo que consideraba como mal.
Y a veces el concepto mismo de ese bien se convertía en un látigo, en un mal más grande que el propio mal.
Un bien así no es más que una cáscara vacía de la que ha caído y se ha perdido la semilla sagrada.¿Quién restituirá a los hombres la semilla perdida?
¿Qué es el bien? A menudo se dice que es un pensamiento y, ligado a este pensamiento, una acción que conduce al triunfo de la humanidad, o de una familia, una nación, un Estado, una clase, una fe.
Aquellos que luchan por su propio bien tratan de presentarlo como el bien general. Por eso proclaman: mi bien coincide con el bien general, mi bien no es sólo imprescindible para mí, es imprescindible para todos. Realizando mi propio bien persigo también el bien general.
Así, tras haber perdido el bien su universalidad, el bien de una secta, de una clase, de una nación, de un Estado asume una universalidad engañosa para justificar su lucha contra todo lo que él conceptúa como mal.
Ni siquiera Herodes derramó sangre en nombre del mal: la derramó en nombre de su propio bien. Una nueva fuerza había venido al mundo, una fuerza que amenazaba con destruirle a él y a su familia,destrozar a sus amigos y favoritos, su reino, su ejército.
Pero no era el mal lo que había nacido, era el cristianismo. Nunca antes la humanidad había oído estas palabras: «No juzguéis, y no seréis juzgados. Porque con el juicio con que juzguéis seréis juzgados, y con la medida con que midáis seréis medidos... Amad a vuestros enemigos; bendecid a los que os maldicen,
haced el bien a los que os aborrecen, y rogad por aquellos que os ultrajan y os persiguen…Todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos; porque esto es La ley y los profetas».
¿Qué aportó a los hombres esa doctrina de paz y amor?
La iconoclasia bizantina, las torturas de la Inquisición, la lucha contra las herejías en Francia, Italia, Flandes, Alemania, la lucha entre protestantismo y catolicismo, las intrigas de las órdenes monásticas, la lucha entre Nikón y Avvakum, el yugo aplastante al que fueron sometidas durante siglos la ciencia y la libertad, las persecuciones cristianas de la población pagana de Tasmania, los malhechores que incendiaron en África pueblos negros. Todo esto provocó sufrimientos mayores que los delitos de los bandidos y criminales que practicaban el mal por el mal...
Ese es el terrible destino, que hace arder al espíritu, de la más humana de las doctrinas de la humanidad; ésta no ha escapado a la suerte común y también se ha descompuesto en una serie de moléculas de pequeños «bienes» particulares.
La crueldad de la vida engendra el bien en los grandes corazones, y éstos llevan ese bien a la vida, estimulados por el deseo de cambiar el mundo a imagen del bien que vive en ellos. Pero no son los círculos de la vida los que cambian a imagen y semejanza de la idea del bien, sino la idea del bien la que se hunde en el fango de la vida, se quiebra, pierde su universalidad, se pone al servicio de la cotidianidad y no esculpe la vida a su hermosa pero incorpórea imagen.
El flujo de la vida siempre es percibido en la conciencia del hombre como una lucha entre el bien y el mal, pero no es así. Los hombres que velan por el bien de la humanidad son impotentes para reducir el mal en la Tierra.
Las grandes ideas son necesarias para abrir nuevos cauces, retirar piedras, desplazar rocas, derribar acantilados, desbrozar bosques. Los sueños del bien universal son necesarios para que las grandes aguas corran impetuosas en un único torrente. Si el mar estuviera dotado de pensamiento, en cada tempestad la idea y el sueño de la felicidad nacerían en sus aguas, y cada ola, al romper contra las rocas, pensaría que perece por el bien de las aguas del mar, y no advertiría que es levantada por la fuerza del viento, del mismo modo que levantó a miles antes que ella y que levantará a miles después.
Muchos libros se han escrito sobre cómo combatir el mal, sobre la naturaleza del bien y el mal.
Pero lo más triste de todo esto es lo siguiente, y es un hecho indiscutible: cada vez que asistimos al amanecer de un bien eterno que nunca será vencido por el mal, ese mismo mal que es eterno y que nunca será vencido por el bien, cada vez que asistimos a ese amanecer mueren niños y ancianos, corre la sangre.
No sólo los hombres, también Dios es impotente para reducir el mal sobre la Tierra.
«Se oye un grito en Ramá, lamentos y un amargo llanto. Es Raquel que llora por sus hijos y no quiere ser consolada; ¡sus hijos ya no existen!» Y a ella, que ha perdido a sus hijos, poco le importa lo que los sabios consideren qué es el bien y qué el mal.
Pero ¿acaso la vida es el mal?
Yo vi la fuerza inquebrantable de la idea del bien social que nació en mi país. Vi esa fuerza en el periodo de la colectivización total, la vi en 1937. Vi cómo se aniquilaba a las personas en nombre de un ideal tan hermoso y humano como el ideal del cristianismo. Vi pueblos enteros muriéndose de hambre, vi niños campesinos pereciendo en la nieve siberiana. Vi trenes con destino a Siberia que transportaban a cientos y miles de hombres y mujeres de Moscú, Leningrado, de todas las ciudades de Rusia, acusados de ser enemigos de la grande y luminosa idea del bien social.
Esa idea grande y hermosa mataba sin piedad a unos, destrozaba la vida a otros, separaba a los maridos de sus mujeres, a los hijos de sus padres.
Ahora el gran horror del fascismo alemán se ha levantado sobre el mundo. El aire está lleno de los gritos y los gemidos de los torturados. El cielo se ha vuelto negro, el sol se ha apagado en el humo de los hornos crematorios.
Pero estos crímenes sin precedentes, nunca antes vistos en la Tierra ni en el universo, fueron cometidos en nombre del bien.
Hace tiempo, cuando vivía en los bosques del norte, pensé que el bien no se hallaba en el hombre, ni tampoco en el mundo rapaz de los animales y los insectos, sino en el reino silencioso de los árboles. No era cierto. Vi el movimiento del bosque, la lucha cruenta que entablan los árboles contra las hierbas y matorrales por la conquista de la tierra. Miles de millones de semillas vuelan a través del aire y comienzan a germinar, destruyendo la hierba y los arbustos. Millones de brotes de hierba nueva entran en liza unos contra otros. Y sólo los supervivientes constituyen una alianza de iguales para formar la única fronda del joven bosque fotófilo. Abetos y hayas vegetan en un presidio crepuscular, encerrados en la fronda del bosque. Pero para los vencedores también llega el momento de la decrepitud, y vigorosos abetos se yerguen hacia la luz, matando los alisos y los abedules.
Así es la vida del bosque, una lucha constante de todos contra todos. Sólo los ciegos pueden imaginar el reino de los árboles y la hierba como el mundo del bien.
¿Acaso la vida es el mal?
El bien no está en la naturaleza, tampoco en los sermones de los maestros religiosos ni de los profetas, no está en las doctrinas de los grandes sociólogos y líderes populares, no está en la ética de los filósofos. Son las personas corrientes las que llevan en sus corazones el amor por todo cuanto vive; aman y cuidan de la vida de modo natural y espontáneo. Al final del día prefieren el calor del hogar a encender hogueras en las plazas.
Así, además de ese bien grande y amenazador, existe también la bondad cotidiana de los hombres. Es la bondad de una viejecita que lleva un mendrugo de pan a un prisionero, la bondad del soldado que da de beber de su cantimplora al enemigo herido, la bondad de los jóvenes que se apiadan de los ancianos, la bondad del campesino que oculta en el pajar a un viejo judío. Es la bondad del guardia de una prisión que, poniendo en peligro su propia libertad, entrega las cartas de prisioneros y reclusos, con cuyas ideas no congenia, a sus madres y mujeres.
Es la bondad particular de un individuo hacia, otro, es una bondad sin testigos, pequeña, sin ideología. Podríamos denominarla bondad sin sentido. La bondad de los nombres al margen del bien religioso y social.
Pero si nos detenemos a pensarlo, nos damos cuenta de que esa bondad sin sentido, particular, casual, es eterna. Se extiende a todo lo vivo, incluso a un ratón O a una rama quebrada que el transeúnte, parándose un instante, endereza para que cicatrice y se cure rápido.
En estos tiempos terribles en que la locura reina en nombre de la gloria de los Estados, las naciones y el bien universal, en esta época en que los hombres ya no parecen hombres y sólo se agitan como las ramas en los árboles, como piedras que arrastran a otras piedras en una avalancha que llena los barrancos
y las fosas, en esta época de horror y demencia, la bondad sin sentido, compasiva, esparcida en la vida como una partícula de radio, no ha desaparecido.
Unos alemanes llegaron a un pueblo para vengar el asesinato de dos soldados. Por la noche reunieron a las mujeres del lugar y les ordenaron cavar una fosa en el lindero del bosque. Varios soldados se instalaron en la casa de una anciana. Su marido había sido conducido por un politsai a la comisaría donde ya habían detenido a veinte campesinos. La anciana no pudo conciliar el sueño durante toda la noche. Los alemanes encontraron en el sótano un cesto de huevos y un tarro de miel, encendieron ellos mismos el fogón, se hicieron una tortilla y bebieron vodka. Luego, el mayor de todos se puso a tocar la armónica y los otros, golpeando con los pies, entonaron una canción. A la propietaria de la casa ni siquiera la miraban, como si fuera un gato. Cuando hubo amanecido, empezaron a comprobar sus subfusiles, y el mayor de los soldados, apretando por equivocación el gatillo, se disparó en el estómago. Todos se pusieron a gritar, se armó un gran revuelo. Vendaron de cualquier modo al herido y lo colocaron en la cama. En aquel momento llamaron a los soldados desde fuera. Con gestos ordenaron a la mujer que cuidara del herido. La mujer pensó lo fácil que le resultaría estrangularlo: el hombre musitaba palabras incomprensibles,
cerraba los ojos, lloraba, chasqueaba los labios. De repente el alemán abrió los ojos y dijo con voz clara: «Madre, agua».
—Ay, maldito seas —dijo la mujer—. Lo que tendría que hacer es estrangularte. Y le dio agua. Él le sujetó la mano y le dio a entender que quería sentarse,
que la sangre no le dejaba respirar. La mujer lo levantó, mientras él se sostenía con los brazos alrededor de su cuello. De pronto se oyó un tiroteo fuera y la mujer se estremeció.
Después explicó a la gente lo que había pasado, pero nadie la comprendió; ni ella misma sabía explicárselo.
Esa especie de bondad es condenada por su sinsentido en la fábula del ermitaño que calentó a una serpiente en su pecho. Es la bondad que tiene piedad de una tarántula que ha mordido a un niño. ¡Bondad ciega, insensata, perjudicial!
A la gente le gusta buscar en las historias y fábulas ejemplos del peligro de esta bondad sin sentido.¡No hay que tener miedo! Temerla es lo mismo que temer un pez de agua dulce que por casualidad ha caído del río hacia el océano salado.
El daño que esa bondad sin sentido a veces puede ocasionar a la sociedad, a la clase, a la raza, al Estado, palidece ante la luz que irradian los hombres que están dotados de ella.
Esa bondad, esa absurda bondad, es lo más humano que hay en el hombre, lo que le define, el logro más alta que puede alcanzar su alma. La vida no es el mal, nos dice.
Esta bondad es muda y sin sentido. Es instintiva; ciega. Cuando la cristiandad le dio forma en el seno de las enseñanzas de los Padres de la Iglesia, comenzó a oscurecerse; su semilla se convirtió en cáscara. Es fuerte mientras es muda, inconsciente y sin sentido, mientras vive en la oscuridad viva del corazón humano, mientras no se convierte en instrumento y mercancía en manos de predicadores, mientras que su oro bruto no se acuña en moneda de santidad. Es sencilla como la vida. Incluso las enseñanzas de Jesús la privaron de su fuerza; su fuerza está en el silencio del corazón humano.
Pero, perdida la fe en el bien, comencé a dudar también de la bondad. Me da pena su impotencia. ¿Para qué sirve entonces? No es contagiosa.
Me pareció que era tan bella e impotente como el rocío.
¿Cómo se puede transformar su fuerza sin echarla a perder, sin sofocarla como hizo la Iglesia? ¡La bondad es fuerte mientras es impotente! Si el hombre trata de transformarla en fuerza, languidece, se desvanece, se pierde, desaparece.
Ahora veo la auténtica fuerza del mal. Los cielos están vados. El hombre está solo en la Tierra. ¿Cómo sofocar, pues, el mal? ¿Con gotas de rocío vivo, con bondad humana? No, esa llama no puede apagarse ni con el agua de todos los mares y las nubes, no puede apagarse con un pobre puñado de rocío recogido desde los tiempos evangélicos hasta nuestro presente de hierro...
Así, habiendo perdido la esperanza de encontrar el bien en Dios, en la naturaleza, comencé a perder la fe en la bondad.
Pero cuanto más se abren ante mí las tinieblas del fascismo, más claro veo que lo humano es indestructible y que continúa viviendo en el hombre, incluso al borde de la fosa sangrienta, incluso en la puerta de las cámaras de gas.
Yo he templado mi fe en el infierno. Mi fe ha emergido de las llamas de los hornos crematorios, ha traspasado el hormigón de las cámaras de gas. He visto que no es el hombre quien es impotente en la lucha contra el mal, he visto que es el mal el que es impotente en su lucha contra el hombre. En laimpotencia de la bondad, en la bondad sin sentido, está el secreto de su inmortalidad. Nunca podrá ser vencida. Cuanto más estúpida, más absurda, más impotente pueda parecer, más grande es. ¡El mal es impotente ante ella! Los profetas, los maestros religiosos, los reformadores, los líderes, los guías son impotentes ante ella. El amor ciego y mudo es el sentido del hombre.
La historia del hombre no es la batalla del bien que intenta superar al mal. La historia del hombre es la batalla del gran mal que trata de aplastar la semilla de la humanidad. Pero si ni siquiera ahora lo humano ha sido aniquilado en el hombre, entonces el mal nunca vencerá.
Una vez terminada la lectura, Mostovskói permaneció sentado unos minutos, con los ojos entornados.
Sí el hombre que había escrito aquel texto estaba desequilibrado. La crisis de un espíritu débil.
Eso de que los cielos están vacíos... Veía la vida como una guerra de todo contra todo. Y al final entonaba la vieja cantinela de la bondad de las viejecitas y esperaba extinguir el fuego universal con una jeringa de lavativa. ¡Menuda basura!
Mientras miraba la pared gris de la celda, Mijaíl Sídorovich recordó el sillón azul, el diálogo con Liss, y una sensación de opresión se apoderó de él. No se trataba de una angustia mental, sino del corazón, y apenas podía respirar. Estaba claro que había sospechado injustamente de Ikónnikov. Los escritos del yuródivi habían suscitado su desprecio, pero también el de su repugnante interlocutor de aquella noche. De nuevo pensó en lo que sentía por Chernetsov, y sobre el desprecio y el odio con el que hablaba el oficial de la Gestapo de gente como él.
Se apoderó de él una angustia turbia, más insoportable que los sufrimientos físicos.
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1 comentario:

  1. Estoy leyendo el libro, voy por la pagina 894, y precisamente tengo marcada la carta del cap. 16, porque me impresionó y me llenó de esperanza en la humanidad, que no podrá ser aniquilada por el mal. Gracias por compartirlo.

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