lunes, 11 de abril de 2011

La muerte cotidiana del arte

Tango de Kees Van Dongen
LA MUERTE COTIDIANA DEL ARTE*
en El aprendizaje de la decepción, Félix de Azúa. Ed. Anagrama.1989.

    El título de esta conferencia puede llevar a confusión. No es que yo afirme que el arte se muere cada día, sino que debemos matarlo diariamente. No crean ustedes que se trata de una bravuconada. Lo digo con buena intención. Pero para aclararme debo primero explicar un poco qué quiere decir esa frase que ustedes han oído tantas veces: «el arte ha muerto». Y para ello debemos primero verificar qué Arte es ése.
    Ya saben ustedes que en la Edad Media los artistas y el arte se encuentran pacíficamente mezclados a lo que hoy lla­mamos artes y oficios: albañilería, carpintería, pesca, pintura, zapatería y música, por ejemplo, gozan del mismo o parecido estatuto social. Tan sensata situación se prolonga hasta el renacimiento tardío, y no es sino en el barroco cuando alcanzan los primeros intentos de re-clasificación de las actividades creativas. Piensen que El Greco y Velázquez, siguiendo el precedente italiano, piden que se les libere de ciertos impuestos propios de los gremios artesanales, en consideración a su actividad, más culta, más «intelectual». Es una diferencia cuantitativa, no cualitativa.*(De hecho el proceso había comenzado a finales del gótico, cuando  los pintores, por el particular uso que hacían de la matemática y la geometría en la construcción de un esapcio racional, concibieron la pretensión de abandonar a sus compañeros de los gremios mecánicos. El conocimiento matemático les emparentaba con las artes liberales)
     Hasta finales del siglo XVIII, un pulidor de lentes y un pintor no son esencialmente distintos. La Enciclopedia, hacia 1750, incluye en el artículo Art tanto a un buen relojero como al pintor Chardin. Hay una distinción entre artes me­ánicas y bellas artes, pero sin perder de vista la pertenencia a una misma familia.
    Por estas fechas Baumgarten  inventa la palabra «estética» ciencia de lo bello en general. Pero las llamadas «obras de arte» no poseen el monopolio de lo bello, ni lo poseerán hasta mucho más tarde. Todavía en 1790, Kant, en su Crítica del juicio, no distingue cualitativamente lo bello natural de lo bello artificial, y (del mismo modo que Platón), cuando habla de lo bello no menciona a pintores o poetas, ni esta­blece una línea tajante entre las obras bellas naturales (una cascada, el arco iris) y las obras artificiales (una pintura o es­cultura). Sin embargo, con Kant se inicia la línea subjetiviza­dora de lo bello.
    Para Kant es bello todo aquello que:
  1) Satisface desinteresadamente. Es decir, produce pla­cer independientemente de su rentabilidad. Puede gustarme mucho la torre de Pisa o un bosque, pero puede gustarme to­davía más ver caerse la torre o ver al bosque incendiarse.
  2) Lo que gusta universalmente sin concepto. Es decir, que aunque nos pone de acuerdo (por ejemplo, nos miramos oyendo un cuarteto de Beethoven), no podemos explicarlo mediante el entendimiento.
  3) Todo aquello que «es la forma de la finalidad de un objeto, en tanto que percibida en éste sin representación de un fin». Traduzco: la finalidad del arte no es proporcionar placer o ser agradable, aunque lo produzca o lo sea; ni la de ser útil para nada ni nadie, aunque alguien pueda utilizarlo.
  4) Todo aquello que «se reconoce, sin concepto, como objeto de una satisfacción necesaria». Traduzco: todo aquello que revela un orden u organización, una construcción que sin embargo no significa nada, no dice nada conceptual, no transporta una verdad demostrable.
     Dejemos de lado lo sublime, la otra categoría estética kantiana, porque no corre peligro de muerte. Veamos en cambio quién es el sujeto productor de esas «cosas bellas» de la crítica kantiana.
    Para Kant, baluarte de la tradición ilustrada, las bellas artes son una continuación de las producciones de la natura­leza. Así como el árbol da hojas, los hombres dan «obras de arte». Pero ya los ilustrados habían comenzado a identificar esa producción humana con un tipo especial de hombres, los «artistas», unos seres primitivos y espontáneos, capaces de superar el corsé social y civilizado, capaces de oír la voz de la naturaleza. Es a través de ellos, de los genios, que la Natura­leza se expresa y da leyes. Estos genios no tienen otro mérito que el de haber nacido así; son unos seres privilegiados y excepcionales, que trabajan como energúmenos: el trabajo es su confirmación.

    En estas fechas de 1790 los pintores franceses, que antes exponían sus producciones en la Plaza del Delfín, junto a pe­luqueros, ebanistas y estucadores, han ido, poco a poco, jun­tándose en el Salón del Louvre, manifestando de ese modo diferencia respecto de los otros. Tras la Revolución Francesa un don nadie, un soldado de fortuna, se hace con el poder europeo: Napoleón es la imagen moral de genio, que completa al genio de lo bello. Queda fundada la excepcionalidad de algunos individuos, no por el nacimiento (rey, letrado, señor), sino por la actividad: el genio puede firmar sus cosas, y su garante, su banco, es «la naturaleza». El genio es una fuerza de la naturaleza» en plena actividad, en pleno trabajo.
     De aquí nacerá una de las lineas asesinas del arte: el arte  muere gracias al nacimiento de los «artistas geniales», o «malditos», como se les llamará muy poco después. Piensen que es sobre estas bases sobre las que va a descansar lo bello: sobre el «alma» de un determinado individuo al que se le su­ponen poderes excepcionales. 
    La segunda línea de muerte, la línea romántica, debe situarse hacia 1820-1830, durante el periodo expansivo del ro­manticismo, cuando Heggel da sus célebres cursos de Estética. En aquellas lecciones Hegel delimita el objeto de una estética que sea realmente científica para cumplir ese requisito, la estética debe limitarse al estudio de las «obras de arte históricas», es decir, aquellas producciones del hombre, universalmente aceptadas, y ejemplificadoras de un momento (par­ticularmente) significativo del Espíritu, de la aventura humana.
    Desaparecen por completo las obras de la naturaleza; lo bello artístico es superior a lo bello natural. Gracias al arte, el hombre se separa de la naturaleza, la niega, y deja de ser un animal destinado a la muerte como los otros animales. De todos modos su salvación ahora se traslada a otra esfera: es la historia  la que le justifica, la que le da una base sobre la que apoyar los pies y auparse del resto de sus compañeros animales.
     Las obras de arte, agrupadas como Historia del Arte, nos dicen el discurso sensible de los avatares del espíritu, o de los sueños y despertares humanos. Ahora la posible belleza de la esfinge egipcia o del bodegón de Valdés reposa sobre la belleza general del discurso histórico, que es verdadero y le presta, por reflejo, su iluminación a las figuras hasta ahora ciegas y sordas. La belleza no está en el objeto, está en la pa­labra.
    De modo que para Hegel hay una forma superior del dis­curso, de la que arte y religión toman prestada su supervi­vencia. Dicho de otro modo: arte y religión son saberes histó­ricamente periclitados, ya que si bien tuvieron pleno derecho a la verdad en Grecia o en la Edad Media, respectivamente, ahora no representan más que un pasado, son actividades esencialmente nostálgicas o melancólicas.
     Para Hegel nuestra absoluta necesidad de autoconoci­miento tiene ahora (es decir, después de él) herramientas más satisfactorias, incluso desde el punto de vista del placer, que el arte. Estas herramientas son la filosofía (de Hegel), o la Ciencia, que es lo mismo.* (Evidentemente la Ciencia, para Hegel, no puede ser otra cosa que su propio sistema filosófico. La «ciencia» de los científicos es algo tan peri­clirado como la religión o el arte).
     La actividad artística, cama la actividad religiosa, queda reducida a justificar, a posteriori, la marcha histórica de las sociedades. El arte, dice Hegel, es “una forma de pasado», y eso quiere decir que sólo nos es útil como síntoma, como documento de lo que pasó. De ahí que los hegelianos de iz­quierdas, como Luckacs, concedan la misma importancia teórica a Cervantes o Defoe, que a Pontopidan, mediocre novelista cuyo único mérito es haberle sido útil a Luckacs para su análisis de las sociedades burguesas. Los signos socio-históricos, que son los únicos que busca el hegeliano en el arte, aparecen donde uno menos se lo piensa .
    Como ven ustedes, por este segundo camino,  la razón historizante mata de segunda muerte al arte. El arte ha muerto porque se ha hecho historia.


    Pero queda por explicar el último avatar del artista, aquel que les anuncié que iba a asestar la definitiva pu­ñalada, pero que dejamos en plenas bodas con la natura­leza.
    El romanticismo había puesto al artista en una situación extremadamente comprometida: de un lado, era el todopo­deroso creador de una segunda naturaleza inspirada por la naturaleza misma; pero, de otro, el artista era un burgués, un pequeñoburgués, un turista, un funcionario, un habitante del nuevo Estado democrático o demófilo que des­truye las diferencias. Sí, en efecto, Byron era un monstruo de la naturaleza, pero también era un turista inglés preocupado por las subidas de precios. Entiéndase bien: el estatuto absolutamente mítico del artista chocaba con su vida social tan miserable y sórdida como la de cualquier otro hijo de la revolución industrial, precisamente porque el «ser artista» no podía considerarse una profesión, dada su excepciona­lidad.
    Este endeble estatuto fue llevado a sus extremas conse­cuencias por los «artistas de la modernidad»: Poe, Baude­laire, Manet, Wagner. Todos ellos llegaron a la auto-anula­ción en la afirmación del «alma» del artista:

El artista sólo se revela a sí mismo. No promete más que sus propias obras. Sólo da cuenta de sí mismo. Muere sin hijos. Ha sido su propio rey, su propio sacer­dote, su propio Dios.       BAUDELAIRE
   
     A pesar de la altivez de la proclama, estos seres sin hi­jos eran, sin embargo, hijos del Estado. Su extremada ansia de diferenciación era tan sólo una reacción frente al carác­ter evidentemente igualitario del nuevo orden social, de la clientela burguesa de la que dependían, a pesar de sus de­lirios de autonomía. De ahí que la segunda generación de artistas modernos, los discípulos, aceleren el enfoque técnico.
    Ya Wagner, Baudelaire o Delacroix habían afirmado que, dada la especialísima naturaleza del artista, éste sólo po­día ser juzgado por otro artista. Casi sin darse cuenta, esta,ban renunciando a ser portavoces de la naturaleza para hacerse administradores de un monopolio material: el músico como técnico y ejecutivo del sonido, el poeta como técnico y ejecu­tivo de la lengua, el pintor como técnico y ejecutivo del es­pacio y del pigmento. «La pintura no necesita ni tema ni motivo», decía Delacroix. Porque el tema de la pintura es el «alma» del artista y nada más.
    Dense cuenta de cómo han variado las cosas: ahora el arte no reposa en la naturaleza, sino en el alma del artista, que ya no es naturaleza, sino dominio de las leyes de un as­pecto determinado de la naturaleza. Es comprensible que la siguiente generación, todavía más abrumada por el peso del Estado, todavía más igualada, todavía más anónima frente al poder, acabe por fundir alma y ley. El artista de finales del XIX ya no es sino el técnico, el ingeniero, el especialista. Schonberg, discípulo de Mahler, discípulo de Wagner, compone un método, una gramática musical; Ma­llarmé, discípulo de Baudelaire; dice que es un «químico» del idioma: en realidad dice «alquimista», pero es una úl­tima concesión al romanticismo, de hecho quiere decir eso: hombre de laboratorio; los impresionistas y  subsiguientes escuelas, todas surgidas de la revolución colorista de Dela­croix y de la revolución formal de Manet, caminan cada vez más decididamente a representar pura y simplemente las leyes de la combinatoria propia del color y el volumen, son «ópticos».
    El final de esta carrera velocísima hacia la autodestrucción ya lo conocen ustedes: cuadros que se pintan a sí mis­mos, poemas que se componen automáticamente, músicas seriales, electrónicas o aleatorias, es decir, azarosas. El «al­ma» del artista salta hecha pedazos y puede venir el psico­analista a recoger los escombros para sacarles un último pro­vecho, como en los procesos de reciclaje de basuras.
    El artista ya no es un sacerdote, es un ingeniero; ya no es un dios, sino un enfermo; no es ni siquiera un ciudadano, es un síntoma.
     Supongo que ya ven ustedes qué quiere decir «muerte del arte»: de un lado descomposición total del artista; de otro; lado absorción del arte por parte de la técnica. De un lado la «obra de arte» considerada como un cáncer muy interesante; de otro lado la «obra de arte» al servicio del Estado proletario. O el diván; o el Tribunal Tutelar de Menores.  
    De modo que no es de extrañar la actual estupefacción que producen las «obras de arte». He aquí un trabajo que no responde a ninguna necesidad decorativa o de ostentación de clase; que no imita a la naturaleza, porque el original se ha escondido; y sin un «artista» excepcional por protagonista, sino un gerente o bien un miserable neurótico. Una activi­dad que sólo obedece a sus propias leyes como la matemática, pero cuyas leyes son indemostrables e inútiles; una actividad que dice de sí misma ser muy significativa, pero que muy pocas personas entienden, porque sólo los artistas o es­pecialistas pueden hablar de arte.
    Pues bien, a pesar de eso, las «obras de arte» siguen man­teniéndose gracias a sus bases tradicionales:
  -O bien representan al sujeto excepcional, y mediante la firma al pie y la cotización mantienen la fantasía de que existen seres excepcionales.
  -O bien esa actividad es pura y simplemente historia: simbología de la sucesión de amos, ilustración de los delirios estatales.
    En el primer caso, cuanto más cara se pague, no la obra, sino la firma (a nadie le importa la obra), tanto mayor será la garantía de que El Hombre sigue siendo un sujeto libre y ge­nial, aunque sólo sea en unos cuantos casos. Es decir: mere­cerá la pena ser hombre; si me apuran, merecerá la pena te­ner hijos, porque a lo mejor sale un «genio». Argumento muy utilizado por los espacios publicitarios.
    En el segundo caso, cuanto más histórica la obra, más importante para el estudio y la universidad. De modo que lo más sensato es partir de la historia misma, y en lugar de pro­ducir obras producir escuelas históricas: Surrealismo, Da­daísmo, Conceptismo, Minimalismo, Tachismo, Dodecafo­nismo, Hiperrealismo, etc. Ya habrán advertido ustedes que el arte de posguerra no produce obras, sino escuelas históricas puras y simples. Porque los llamados artistas procuran ya producir sucesos históricos. Con lo cual, claro está, su producción nace muerta, pues sólo lo concluido es histórico, sólo es historia lo que no tiene futuro.
    Así que delante de un cuadro de Miró uno admira la firma; y delante del Surrealismo, la historia. Y eso es inde­pendiente de lo bien que se lo pase uno mirando el cuadro o leyendo el libro. Es independiente porque la actividad pri­vada, el puro y simple gusto personal, no forman parte de la historia del arte: recuerden ustedes que partíamos de ahí, de eso, de que «arte» es, o bien sujeto excepcional, o bien historia.
     Me preguntarán ustedes que por qué lo de cotidiana, en una muerte que parece más que concluida. Pero es que no está concluida del todo: es que sigue exhibiéndose y explo­tándose el cadáver. Y nosotros tenemos la obligación -o el placer- de matarla cada día, si queremos gustar del arte, del otro arte, del que ni es de un sujeto excepcional ni es historia.
    ¡Ah!, dirá alguno, ¿hay otro arte? ¿Y cómo no lo va a haber? El camarero que sirve las mesas como un bailarín; el carterista que roba con tanta delicadeza que sus propios compañeros le llaman «el artista»; el artesano que introduce una variación gratuita en la producción en cadena porque sí, por gusto; el matemático que busca una forma más rápida y elegante para demostrar algo que ya ha demostrado ¿a qué impulso creen que responden este tipo de cosas? ¿No se dan cuenta de que la definición del «arte» de que hemos hablado tiene sólo doscientos años? De 1790 en adelante aparece ese Arte escrito e impreso que es sujeto con nombre propio e historia. ¿Que se muere el arte de la Historia del Arte? Bueno. ¿Y qué? La toma de la Bastilla, mayo del 68, el car­naval, tocar la flauta, elegir una novia, escribir una trilogía sobre la guerra civil... todas las actividades tienen un ins­tante en el que parece suspenderse su utilidad, su necesidad, su verdad, incluso su justicia. Y ese punto de suspensión se presenta a todos y cada uno de los hombres en algún mo­mento de su vida, en varios momentos de su vida o -el desi­deratum- en todos los momentos de su vida.
    Esa suspensión no es únicamente subjetiva. El que no ha vivido una fiesta, una fiesta verdadera y no las de obligado cumplimiento, que son recuperables, no sabe lo que se pierde, no sabe lo que es el arte ahistórico e intersubjetivo. ¿Que luego eso se capitaliza? También esa capitalización puede hacerse con gracia o sin ella. Y si se hace sin gracia no tendrá ninguna gracia. La gracia, concepto teológico donde los haya, es el aparecer mismo de lo artístico, es su encarnación, su resplandecer. Y la gracia, emparentada con la risa o mejor con la sonrisa, es un don. Esa gracia, que también toma otras formas, como al gracilidad, cuando las figuras son ligeras y juegan con la ley de la gravedad, es tam­bién un perdón, un modo de borrar la culpa y el remordi­miento. Y es también un agradecimiento, una acción de gra­cias, que afirma o confirma la dádiva al aceptada. A veces hay que ser muy generoso para aceptar un regalo.* (Supongo que a nadie se le oculta que no hay mejor definición de lo bello que la aceptada por la Iglesia católica desde su fundación real: lo bello es el resplandor de la verdad; splendor veritas.)
     Cuando decimos «esto tiene gracia» no sólo resaltamos el aspecto humorístico del objeto, también resaltamos su efí­mera -porque es efímera- liberación de la seriedad, de la necesidad, de la ley, de la determinación. y nos sorprende por lo que tiene de breve, de instantáneo, incluso cuando decimos «está en estado de gracia»: ya sabemos que ese es­tado es muy poco estable.
     La gracia es ausencia de necesidad, liberación de la con­dena, afirmación de la generosidad y la abundancia.
    Y cuando hay gracia o se está en estado de gracia, no se pasan estrecheces ni penurias, ni se está sujeto a la Ley; se juega con ella: el bailarín que salta por los aires necesita pe­sar, necesita la ley de la gravedad para abolirla, para jugar con ella graciosamente, gratuitamente. El bailarín confirma que la ley no es sólo necesidad y condena, sino peldaño para el ascenso ligero.
Es  preciso distinguir cultura, es decir, «arte muerto», nombre propio, historia, capitalización, y arte en sentido estricto. En esta segunda acepción no hay ni artistas ni histo­rias. Cito a uno de los múltiples Nietzsches:
        “Lo que se desvela en los estremecimientos de la ebriedad es la potencia artística de la naturaleza misma, dada la suprema voluptuosidad y sosiego del Uno origi­nario.”
    La actividad que expresa esta segunda acepción de arte, es una gracia, un lujo, una sobreabundancia; es la parada nupcial de los humanos y el mundo; la danza ridícula o su­blime que perpetúa la vida sobre la tierra. Nada queda fuera de ella: los palacios toscanos doblegan el mármol hasta hacerlo coincidir con una ley libre o con un madrigal de Mon­teverdi. El orden riguroso no niega, sino que completa, a la pasión gótica, al alzamiento místico de las torres perforadas por cristaleras multicolores; y cuando revientan los templos barrocos, a fines del XVII, los astrónomos y matemáticos europeos bailan a la luz de las estrellas, delirando por un nuevo orden cósmico. La ebriedad newtoniana acaba con la procesión de la diosa Razón por las calles del París revolucionario: el pintor David, que ha diseñado el cortejo, hace encarnar a la diosa Razón en una prostituta amiga suya. Cuando el Prometeo desencadenado de Shelley se asoma al mundo, ve pasar a lo lejos al nuevo Titán, una locomotora. Y así una y otra vez los hombres afirman su compromiso con el Destino; juegan a vivir y a morir.
    Voy a terminar citándoles un fragmento de Holderlin en el que se define con exactitud a los poetas. Comprueben que es difícil ser poeta. Sobre todo cuando se escribe. Dice así:

Por eso ahora los hijos de la tierra
pueden mojar sus labios en el fuego celeste, sin peligro.
Pues a nosotros cabe seguir en pie,
cabeza descubierta, a los poetas.
Bajo la tempestad del dios, tomando en nuestra mano
el rayo del gran Zeus y su relámpago,
Tendiéndolo a las masas bajo un velo de canto, el don del cielo.
Que nuestro corazón, como el del  niño,
cuide ser puro, y nuestras manos limpias de cualquier falta;
así del rayo del padre no nos fulminará,
y en su temblor supremo, uniendo el sufrimiento
al dolor de ese dios, el corazón eterno
se mantendrá firme eternamente.


FÉLIX DE AZÚA
___.___
*Conferencia, San Sebastián, 1981

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