jueves, 21 de abril de 2011

Ocio y trabajo: el espejo de la producción

Rafael Sánchez Ferlosio

Extractos de "Non Olet" (2003) de Rafael Sánchez Ferlosio.

"El título Non olet está tomado del que un oscuro arbitrista granadino de principios del siglo XIX, del que se ignora el nombre y sólo parece, relativamente, averigua­do que fue clérigo, le puso a cierto opúsculo -hoy sólo fragmentariamente conservado-, que empezaba así: «So­bradamente conocida es la anécdota -o tal vez leyenda­ del emperador Vespasiano, que habiendo mandado ins­talar letrinas públicas de pago por toda la ciudad y como algún cortesano de confianza le preguntase si no juzgaba impropio para el decoro del Imperio recabar tributos de tan pudenda necesidad, cogió una moneda y, acercándosela a la nariz y olfateándola, dijo: «Non olet».*
*Nuestro autor reconstruyó la anécdota de manera inexacta pro­bablemente porque no recordaba el texto de Suetonio, en su obra De uita duodecim Caesarum, libri VIII, que nos la cuenta así: «A su hijo Tito, que también le reprochaba haber creado un impuesto de la orina, le acercó a las narices el dinero de la primera recaudación, preguntándole si le molestaba el olor, y al costentarle Tito: "Non olet" le replicó. "Y sin embargo, es producto de la orina".

















TRABAJO Y OCIO

1.   Nigra sum sed formosa


§1. Leyendo, hace más de cuarenta años, El segundo sexo, de Simone de Beauvoir, me saltó de pronto a la vista un pasaje que me hizo levantar un par de orejas como las de una liebre; se refería, encomiásticamente, a la prefe­rencia de la mujer moderna por la moda de la piel bron­ceada. No tengo ya aquel libro para poder citar todo el pasaje, pero creo recordar literalmente la comparación que comporta el error que me interesa: celebrando la autora cómo, en contraste con las mujeres del Ancien Régime, que querían tener la piel blanca, las modernas preferían tenerla bronceada, añadía de pronto: «Como el torso desnudo de un trabajador». Hay errores, en especial cuando se expresan con voluntariosa convicción y alcanzan un grado de determinación tan neto, o sea directamente contrastable, que resultan particularmente fecundos; así ocurre con ese arranque de populismo que le hizo a Beauvoir bendecir la moda del bronceado feme­nino con el moreno del trabajador. Pero antes de ilustrar el contenido del error, conviene señalar cómo la estética de Simone de Beauvoir se rela­ciona con el punto en que la crítica marxista detuvo su aguijón y recogió, sin romperla ni mancharla, una cate­goría fundamental del propio capitalismo contra el que combatía: la ética del trabajo. Tan sólo el yerno y la hija del mismo Marx osaron enfrentarse con tal ética; la insu­ficiencia y la pobreza de la obra de Lafargue no debería jugar en menoscabo de su clarividencia. Más moderna­mente, ha sido Jean Baudrillard el que, en su obra El espe­jo de la producción -subtitulada O la ilusión crítica del mate­rialismo dialéctico-, el que de un modo mucho más penetrante ha señalado esa debilidad o detención de la crí­tica marxista, a partir de la categoría de «producción» y de la concepción del hombre que le corresponde (casi como una hipóstasis caricaturesca, en tanto que funcional y hasta moralmente orientada, de la noción simplemente descriptiva del homo faber). He aquí un pasaje que se re­fiere a la retroproyección perpetrada por el propio Marx de tal concepción productivista sobre «el hombre pri­mitivo»: «Que no se diga que el marxismo se desembarazó de esta filosofía moral de las Luces. Si bien repudió el aspecto ingenuo y sentimental (Rousseau y Bernar­din de Saint- Pierre), su religiosidad lacrimosa o fantás­tica (del buen salvaje y la edad de oro al aprendiz de brujo), conservó su religión, conservó esa fantasía mora­lizante de una Naturaleza a la que hay que vencer y asu­mió, sin reducirla, la idea de Necesidad, securalizándola en el concepto económico de penuria. ¿Qué es la idea de "Necesidad natural" sino una idea moral dictada por la economía política, versión ética y filosófica de esa mala Naturaleza de la que hemos visto hasta qué punto forma sistema con el postulado arbitrario de lo económico? En el espejo de lo económico la Naturaleza nos mira, en efecto, con los ojos de la necesidad. Marx dice: "Al igual que el hombre primitivo, el hombre civilizado está obli­gado a medirse con la Naturaleza para satisfacer sus nece­sidades, conservar y reproducir su vida; esta carga existe para el hombre en todas las formas de sociedad y en todos los tipos de producción [...]"». y sigue Baudrillard: «Ese hombre [el hombre primitivo] no conoce la Necesidad, Ley que no cobra efecto sino con la objetivación de la Naturaleza, que toma su forma definitiva con la econo­mía política capitalista y, por otra parte, no es sino la expresión filosófica de la Penuria -de la cual sabemos que también procede de la economía de mercado-; la escasez no es una dimensión dada de la economía sino algo producido y reproducido por el intercambio económi­co, en lo que se opone al intercambio primitivo, que nada sabe de esa "Ley de Naturaleza" de la que se pretende hacer la dimensión ontológica del hombre [...] Es, por lo tanto, sumamente grave que el pensamiento marxista haya retomado conceptos-clave que pertenecen a la me­tafísica de la economía de mercado en general y a la ideología capitalista moderna en particular. Sin analizar y sin desenmascarar (exportados, por el contrario, a las socie­dades primitivas, con las que no tenían nada que ver), esos conceptos hipotecan todo el análisis ulterior: no habiéndose cuestionado nunca el concepto de produc­ción, dicho análisis jamás se separará radicalmente de la economía política; su misma perspectiva de superación se caracterizará por su contradependencia con respecto a ella: a la Necesidad se opondrá el dominio de la Natu­raleza, a la Penuria se opondrá la Abundancia ("a cada uno según sus necesidades"), sin que nunca se haya redu­cido la arbitrariedad de estos conceptos ni su sobrede­terminación idealista por la economía política» (hasta aquí Baudrillard). También Polanyi, por su parte, en La gran transformación, remite al nacimiento de la economía política en la teoría y al triunfo del liberal-capitalismo en el orden de la práctica la universalización antropológica de las categorías correspondientes hasta elevadas, como señala Baudrillard, a concepción ontológica del hombre.

§2. Pero, en lo que se refiere a la abusiva retroproyec­ción de esas categorías al «hombre primitivo», no hacía falta esperar al entresiglo XVIII-XIX ni a su explícita for­mulación en la teoría, sino que ya un episodio colonial de 1517 permite contrastar tal concepción en una ma­nifestación práctica. (...) De nada servía, por lo tanto, como medida de «la capacidad» de los taí­nos, la palmaria evidencia de que aquellos «hombres pri­mitivos» habían vivido y se habían mantenido hasta entonces en su propio medio y -por decido en términos que incurren en la misma impropiedad que se critica­ según sus propias «estructuras socio-económicas» ajenas al concepto mismo de «trabajo», al dinero y al salario, sino que la única medida, considerada aquí de hecho como antropológicamente universal, era la de «un hom­bre labrador de razonable saber, de los que en Castilla viven», de tal manera que, aplicando al caso la expresión de Polanyi, no era la falta del «estímulo del lucro» en sí mismo y por sí mismo lo que hacía que aquellos «hom­bres primitivos» recibiesen un suspenso en el examen de su «capacidad», sino la falta de indeterminación, de ductili­dad, de disponibilidad y separabilidad individual que precede o acompaña al «estímulo del lucro», o sea la inde­pendencia del móvil económico frente a las concreciones de vida y sociedad en que vivían «incrustados» -otra expresión de Polanyi- los taínos de La Española. Se aduce aquí este ejemplo colonial para ilustrar de qué modo ya en la práctica, esto es, avant la lettre con respec­to a la teoría -tanto da si marxista o liberal-, se proyec­taban sobre el «hombre primitivo», como probándole el uniforme de Hombre Universal, las categorías de la economía política, hipostasiadas en paradigma de la condi­ción y hasta naturaleza humana, tal como acierta a seña­lar Baudrillard en el marxismo, aún más drásticamente recogido en esta cita de Marcuse: «El trabajo no es un concepto económico sino ontológico, es decir, capta el ser mismo de la existencia humana en cuanto tal». De paso, es digno de notar cómo con los mismos rasgos por los que los taínos recibieron el suspenso en el examen de 1517 empezó a dibujarse simultáneamente la mítica figura del «buen salvaje» (predibujada, por ejemplo, por fray Toribio de Benavente, Motolinía). Frente a ambas incomprensiones, bien merece ser citada, como una ejem­plar muestra de epojé, la lacónica afirmación de Melchor Cano: «No conviene a los antípodas nuestra industria y forma política».

§3. Por lo demás, la ética del trabajo, en el sentido más lato y general, está ya in nuce en la más acrisolada y vene­rable tradición cristiana, desde el propio san Pablo. Sin duda el movimiento franciscano y la creación de las órde­nes mendicantes -que no sé si Baudrillard interpreta debidamente al referidos sólo al contesto religioso, sin tener en cuenta el medio general en que surgieron ­puede hacer pensar, de alguna forma, en un período de latencia, pero sin las repercusiones doctrinales que en un principio llegaron a temerse. Con todo, Braudrillard acierta en lo que se refiere a la categoría que toma por cri­terio: la de la producción: «No hay moral productiva [...], pero ya se perfila cierto orden: la salvación "se gana", es una empresa individual. El paso del modo ascético al modo productivo, de la finalidad de la salvación a la finalidad, secularizada, de las necesidades (con la transición puritana de comienzos del capitalismo, en que el trabajo y el cálcu­lo racional tienen aún el carácter de una ascesis -intra­mundana- y de una perspectiva de salvación) nada cam­bia en el principio de separación [entre el hombre y la naturaleza] y sublimación, de represión y violencia opera­tiva. Salvación o trabajo, desde ahora nos hallamos en el reino del fin y de los medios. De las prácticas ascéticas a las prácticas productivas (y de éstas a las prácticas consu­mistas) hay, pues, des-sublimación, pero la des-sublimación nunca es, como se sabe, más que una metamorfosis de la sublimación represiva. La dimensión ética se seculariza bajo el signo de la dominación material de la naturaleza. El cristianismo se encuentra, por lo tanto, en el centro de una ruptura de los intercambios simbólicos [prescindo de intentar interpretar lo que Braudrillard entiende por "intercambios simbólicos" y ni le entiendo ni le sigo en este concepto]. En él se dibuja la forma ideológica más adecuada para sostener la explotación racional e intensiva de la naturaleza, según una larga tradición que va de los siglos XIII-XIV, cuando el trabajo empieza a imponerse como valor, hasta el siglo XVI, cuando se organizan en torno a él, en torno a su esquema racional y continuo, a la generalización secular del axioma cristiano en cuanto a la naturaleza, la empresa productiva capitalista y el sistema de la economía política». La datación de Baudrillard (del siglo XIII al XVI) coincide con el paulatino florecer de la burguesía industrial y comercial, a caballo del creciente predominio de los reyes sobre la nobleza estamental y el concomitante auge de las ciudades. (...) No parece azaroso que las campañas contra el ocio y la mendicidad surjan principalmente -y antes y más que en España en otras ciudades europeas, como Nuremberg, Estrasburgo e Ypres, según la cita de Marcel Bataillon- en municipio, que destacan por la gran prosperidad de la burguesía industrial, ya que los argumentos de moral social y hasta de higiene urbana salen muy oportunamente al encuentro de la creciente demanda de mano de obra para las industrias y, como siempre, con el ramo textil a la cabeza. Hasta en España, que estaba lejos de tener un Estrasburgo, un Ypres, o sobre todo un Brujas -por citar la patria de la moderna industria textil y la ciudad a la que se fue a vivir Luis Vives-, se manifiesta esa demanda, como consigna el propio Maravall: «Todavía las Cortes de Madrid de 1551 (petición 120) reclaman que se imponga la obligación de trabajar, "pues antes faltan jor­naleros que jornales"».

§4. Sin embargo, no me parece acertado en Baudrillard el que establezca entre «la racionalidad grie­ga» y la cristiana una discontinuidad tan taxativa como la que vienen a indicar estas palabras: «La racionalidad griega permanece fundada en una conformidad con la naturaleza, de la cual se distingue radicalmente la racionalidad, la libertad, cristiana, fundada en la separación entre hombre y naturaleza, y en la dominación de ésta». Es cierto que el cristianismo no siguió a la Stoa en la aspi­ración moral de «vivir con arreglo a la naturaleza». Pero una aspiración moral no puede confundirse con una con­cepción que pretendidamente le subyace; antes, por el contrario, la propia aspiración moral de «vivir conforme a la naturaleza» descubre ya por sí misma el sentimiento implícito de la separación, en la misma medida en que, a su vez, sólo ese sentimiento podría suscitarla y motivarla; sería completamente extraño y redundante que el que sintiese realmente, sin saberlo, estar viviendo en total conformidad con la naturaleza se propusiese el ideal moral de vivir conforme a ella. Por lo demás, si el cristia­nismo, que tomó bastantes cosas de los estoicos -y entre ellas nada menos que la idea de un «derecho natural», no los siguió en esa concreta aspiración moral, sí que tomó del pensamiento griego, y en particular del plato­nismo, precisamente el concepto de la separación entre alma y cuerpo, una dualidad enteramente ajena al otro componente del sincretismo en el que se fraguó: la reli­gión mosaica; y esa separación entre alma y cuerpo es -por lo poco que pueda yo haber entendido- la matriz genérica del desdoblamiento entre hombre y naturaleza que señala Baudrillard. Salvada esta objeción sobre la génesis de la dualidad, sí me parece plausible, en líneas generales, el modo en que en su crítica hace valer ese proceso de separación.

§5. Ya más arriba ha dicho: «Este proceso se refiere de entrada a los dos términos separados, pero la sepa­ración está en complicidad consigo misma: frente a la Naturaleza "liberada" como fuerza productiva, el indivi­duo se ve "liberado" como fuerza de trabajo. La produc­ción subordina a la Naturaleza y al individuo, simultá­neamente, como factores económicos de producción y como términos respectivos de una misma racionalidad: especularidad de la que ella [la producción, por lo que entiendo] es el espejo y cuya articulación y expresión en cuanto código gobierna». Nada podría ilustrar más detalladamente el grado extremo con que el poder de determinación social, individual y cultural de esa «racionalidad económica» de la producción que denuncia Baudrillard ha modelado como plastilina las mentalidades, logrando de ellas la más rendida obediencia y compenetración, como el artículo en defensa de la libertad de horario, comerciales, de El País del 23 de octubre de 1993 ya mencionado en la introducción, del que entresaco ahora estas dos citas: 1) «El Estado no debería meterse a restringir las oportunidades que las familias en que trabajan todos los adultos tienen de diversificar sus tiempos y sus tareas domésticas. Sería dar marcha atrás en una evolución inte­resante y positiva que se está produciendo espontánea­mente en las familias españolas», donde importa espe­cialmente subrayar la expresión «dar marcha atrás», por cuanto da implícitamente por evidente la concepción de un mundo y de una sociedad abstractamente capitanea­dos por un Tiempo al que hay que obedecer, y el adver­bio «espontáneamente», en la medida en que comporta el subjetivismo perceptivo de ver como fenómenos autóc­tonos del «mundo de la vida» lo que no es sino auto­crática imposición de la omnipotente racionalidad de la economía de mercado. 2) «Pero a nosotras, ahora, nos interesa resaltar la importancia que esta liberalización [la de los horarios comerciales] tiene para la vida cotidiana de las mujeres que trabajan y, por tanto, para el objetivo económico irrenunciable de una sociedad moderna de aprovechar el capital humano de hombres y mujeres», donde el triunfo universal de la categoría de Producción, que denuncia Baudrillard, no podría quedar más corro­borado, entre el siglo XVI y nuestros días, que al ver el rnodo en que una formulación como «el objetivo irre­nunciable de una sociedad moderna de aprovechar el capital humano de hombres y mujeres» no sólo reproduce agigantando el argumento inducido antaño por los intereses de la naciente burguesía industrial, necesitada de mano de obra, contra el ocio y la mendicidad, conde­nados como actitudes asociales por impedir el aprovecha­miento de la fuerza de trabajo que los ociosos y los men­digos llevaban en su cuerpo y en sus manos, sino que manifiesta también hasta qué punto la racionalidad eco­nómica de la Producción en sí misma y por sí misma ha acrecentado entre tanto su poder de reducir a los indivi­duos particulares a la nulidad y hacerlos hechura suya, convirtiéndolos en espontáneos portavoces del «produc­tivismo», al lograr de ellos tales extremos de incondicio­nalidad en la compenetración ideológica con sus impera­tivos, tal persuasión de que responden a su propia y libre convicción personal, como las que parecen expresarse en el pasaje comentado. Pero, además, creo que es especial­mente digno de notar el hecho de que incluso un asunto como el de la libertad de horarios comerciales, que podría en cualquier caso argumentarse suficientemente, y no importa si en un sentido discutible o no, sin salirse de los términos del consumo y de sus propias conveniencias, se vea obligado a legitimarse recurriendo a la categoría de la Producción y a su «objetivo económico irrenunciable en una sociedad moderna», como instancia suprema e inapelable, donde una vez más se pone, inadvertida y espontáneamente, en evidencia hasta qué punto el consumo ya no tiene al fin más contenido que el de una función puesta al servicio de la producción. La producción se muestra, así, a la vez última y máxima realidad determinante y última y máxima categoría ideológica.

§6. Por discutible que parezca -o, cuando menos, difícil de entender para mí, como siempre que pone en juego su enigmática y recurrente categoría antropológica de ”lo simbólico”-la interpretación de la relación amo e­sclavo que ofrece Baudrillard, sí que resulta, en cambio, totalmente plausible la crítica que hace de la concepción marxista de la condición del esclavo, en cuanto produc­ida mediante una retroproyección comparativa de la concepción del trabajador libre como «propietario de su fuerza de trabajo». Groseramente dicho, no habría más que poner sobre el cedazo del amo -que, por añadidura, sería siempre el mismo- al trabajador libre, para que lo que quedase arriba, no cribado, fuese la propiedad de la fuerza de trabajo y lo que cayera a través de las mallas fuese el esclavo. Esta caricatura, seguramente injusta, puede servir, no obstante, para ilustrar el grado de cruel­dad abstractiva -con deletéreas consecuencias de ahisto­ricidad- en que puede incurrir cualquier teoría de eco­nomía política que trate de medirse de poder a poder con la crueldad inherente a la razón -y «realidad»- econó­mica en sí misma. El caso es que histórica y genéticamen­te el trabajador libre no puede ser concebido como un esclavo al que le hubiese sido devuelta o concedida por primera vez la propiedad de su fuerza de trabajo, ni, inversamente, el esclavo como un trabajador desposeído o todavía no propietario de su fuerza de trabajo. Baudrillard caracteriza el contexto de la esclavitud como propio de una situación en la que «la especificación de los términos del intercambio como sujetos autónomos, esa partición propia del contrato [cursiva mía] que nosotros conocemos, no está dada». Añadiré por mi parte que incluso en la concepción del trabajador libre como «pro­pietario de su fuerza de trabajo» ese desdoblamiento entre propietario y propiedad no puede ser más que un producto arbitrado por la necesidad teórica de establecer una correlación comparativa con la otra parte parte con­tratante en el contexto de la producción, o sea con el patrón en cuanto es propietario de los medios de produc­ción». El hombre tiene manos, pero no «posee» ni, «es propietario» de sus -o de unas- manos, como un cam­pesino posee o es propietario de una tierra (lo cual, his­tóricamente considerado, tampoco ha tenido siempre sentido, o, al menos, el sentido de hoy). La analogía es completamente artificial y abstracta y sólo puede tener sentido y validez, en todo caso, en cuanto equivalencia funcional operativa en el cálculo «realmente» abstractivo de las relaciones de producción. Ya cuando fray Martín de Azpilcueta identificó el trabajo (mucho antes, claro está, de la distinción marxista entre «trabajo» y «fuerza de tra­bajo») como una mercancía, tuvo que argumentar el fun­damento de la identificación mediante la ilustración com­parativa de ser «vendible como las demás cosas, cuyo carácter de mercancías se reconoce por ser intercambia­bles por dinero»

§7. La expresión «capital humano», especialmente si aparece, como en la frase citada más arriba, regida por el verbo «aprovechar», no puede designar más que la cantidad de fuerza de trabajo que resulte de sumar los individuos propietarios de fuerza de trabajo de una sociedad en cuanto disponibles, contratables, para la producción; la fuerza de trabajo sería, así pues, una categoría contrac­tual. O, por decirlo en otros términos, la condición del sujeto en el contexto de la producción se manifiesta en el hecho de connotar la virtualidad del individuo como parte posible de un contrato, o como lugar vacío en cuan­to laboralmente contratable. Y esta virtualidad de lugar vacío viene a ser corroborada por la lengua, al designar las dos posibles situaciones laborales con las palabras «desocupado» y «ocupado». Y a este propósito, no me parece temerario interpretar, o más bien traducir a tér­minos de jerga voluntariosa aunque bien intencionada­mente «teórica», la carencia principal por la que los taí­nos de La Española se ganaron un suspenso en el «examen de capacitación» de 1517 como la incapacidad abstracti­va de cada individuo aislado para concebirse a sí mismo como un lugar vacío contractualmente ocupable o, lo que es lo mismo, la imposibilidad mental de desdoblarse en «propietario» y «propiedad» con respecto a su «fuerza de trabajo», como condición de posibilidad para consti­tuirse en parte contractual en la para él desconocida rela­ción de producción que le pedía el colono. Karl Polanyi sirve muy bien, en este punto, aunque no se refiera expre­samente a los taínos, para ilustrar la incomprensión recí­proca que se interponía entre indígenas y colonizadores; cito unos párrafos de La gran transformación, aunque alte­rando, según mi conveniencia, el orden en que están. Refiriéndose a la Europa del siglo XVIII y a «la concep­ción ricardiana del mercado de trabajo» dice: «Aunque se reconocía que había un nivel estándar por debajo del cual no podían bajar los salarios de los trabajadores, se pensa­ba también que esta limitación sólo regía si el trabajador se veía reducido a tener que elegir entre quedarse sin comer u ofrecer su trabajo en el mercado a cualquier pre­cio. Esto explica, incidentalmente, una omisión en otro caso inexplicable de los economistas clásicos: la razón de por qué solamente la pena de inanición, y no también el atractivo de salarios elevados, se estimaba capaz de crear un mercado de trabajo que funcionara. En este caso fue la experiencia colonial la que confirmó también la suya, pues cuanto más elevados eran los salarios menor era el impulso de esforzarse por parte de los indígenas, que, a diferencia del hombre blanco, no se sentían obliga­dos por sus formas culturales a ganar la mayor suma de dinero posible». Y más arriba ha dicho: «Por regla gene­ral, en una sociedad primitiva el individuo no se ve ame­nazado por el hambre, a menos que la comunidad entera se encuentre en el mismo trance». Unas líneas más abajo, introduce esta cita de Herskovits (The Distribution and Function of Money in Early Society): «No existe la hambru­na en las sociedades que viven sobre el margen de subsis­tencia» y prosigue así: «El principio de la liberación de la necesidad no fue igualmente reconocido en la aldea india y, podríamos añadir, bajo todos los tipos de organización social, más o menos hasta principios del siglo XVI en Europa, cuando las modernas ideas sobre los pobres del humanista Luis Vives fueron debatidas en La Sorbona. La falta del peligro de hambre individual es lo que hace, en un sentido, a la sociedad primitiva más humana que la de la economía mercantil, al mismo tiempo que menos económica». Y por fin, más arriba, el arranque del capí­tulo dice como sigue: «Separar al trabajo de otras activi­dades de la vida y sometido a las leyes del mercado fue aniquilar todas las formas orgánicas de la existencia y reemplazadas por un tipo de organización diferente: ato­mística e individualista. Tal plan de destrucción fue lleva­do a cabo de la mejor manera por el principio de la liber­tad de contratar [cursiva mía]. En la práctica, esto significó que las organizaciones no contractuales [cursiva mía] de pa­rentesco, vecindad, profesión y credo tenían que ser liqui­dadas, ya que exigían la lealtad del individuo y, por tanto, restringían su libertad. Decir que este principio era de no intervención [cursiva mía], como forzosamente tenían que decir los liberales, era sencillamente la expresión de un prejuicio arraigado en favor de una especie determinada de intervención: aquella que destruyese las relaciones no contractuales entre los individuos [cursiva mía] y evitase su espontánea reconstitución».

§8. Bajo la férula de la racionalidad económica, hoy coronada por el absolutismo de la hegemonía de la pro­ducción, no hay ya otra forma de relación entre hombres que la de las relaciones contractuales; cualquier posible resto o renovado intento de relación no-contractual o está en precario o alcanza apenas una realidad fantasmagórica. Don Juan Manuel de Prada, que nos tiene acostumbrados a vede dar más veces en el clavo que en la llanta, acierta una vez más, siquiera de derecho, equivo­cándose tal vez, no obstante, de hecho, por lo menos en cierto sentido peculiar, al señalar, no sin reproche, cómo los propios cristianos han acabado por sustituir reciente­mente la tradicional palabra «caridad» por el término «solidaridad». La palabra, incluso precristiana, «caridad» no procede de nada más cotidiano y espontáneo ni menos contractual que el adjetivo carus (= «querido»), familiar­mente usado como apelativo cariñoso. Por el contrario la palabra «solidaridad» es un término especializado del lenguaje jurídico, como sustantivo abstracto de la cuali­dad formal de determinados compromisos positivamente fijados y acordados entre dos o más partes (en rigor terminológico, «responsabilidad solidaria» se distingue expresamente de «responsabilidad mancomunada»); nin­gún otro concepto, por lo tanto, al menos en principio, más estricta e indiscutiblemente contractual.(...) De tal manera que bajo la presión de esos dos despres­tigios de origen diferente pero sinérgicamente conjugados -pues, entiéndase bien, no habría bastado, como sería sencillo demostrar, el uno sin el otro- el cristianismo se ha visto finalmente constreñido a reemplazar la vieja pala­bra «caridad» por el término «solidaridad». Pero se enga­ñaría el que, superficialmente, no viese en ello más que un simple afán de adaptación, una barata comezón de aggiornamento populista, sólo con vistas a mantener su poder de influencia sobre un mundo que teme que se le escape de las manos; no, sino que, sin que esas aparien­cias dejen de tener algo de cierto, la verdad profunda es que el omnipotente arrastre de una Producción cada vez más desencadenada fuerza a la religión misma, aun sin ella quererlo ni advertirlo, a secularizarse en aquel mismo sentido universal de la racionalidad económica, que nin­guna otra cosa podría explicitar de forma más inequí­voca que, justamente, la sustitución de una palabra libre, florecida en «el mundo de la vida», por un término es­pecialmente acuñado en la jerga del derecho y, por lo mismo, acendrada e irreductiblemente contractual.

§9. Dos cosas se han quedado más arriba pendientes de aclarar. Una de ellas era dar razón de por qué el cam­bio de «caridad» por «solidaridad» no puede reducirse a una simple sustitución de flatus uocis, pero ahora ya no en el sentido en cierto modo extralingüístico de la distinta procedencia que media entre los conceptos, contrapo­niéndolos por las connotaciones derivadas de los respec­tivos contextos de origen, tal como se ha tratado de expli­car según la oposición entre lo «contractual» y lo «no contractual»; ahora se va a examinar la diferencia especí­ficamente lingüística entre las dos palabras, dejando al margen el hecho de que sea, como parece, consecuencia lógicamente esperable de esa misma diversidad de origen. (...)Afortunadamente las pa­labras tienen un límite, que nos impide abusar de ellas haciéndoles decir lo que queramos. Se acepte o se recha­ce designar esa ley suya propia y absolutamente imperso­nal como «intelecto agente», el caso es que sin ella sería imposible cualquier significar.
(...)

§ 10. En lo que se refiere a lo que designamos por «trabajo», Marcuse ha sido el último que, desde el marxismo, ha pretendido naturalizar ese fetiche abstracto que sería el «Trabajo» en cuanto género universal, a tenor de la frase que transcribe a la letra Baudrillard: «El trabajo no es un concepto económico sino ontológico; es decir, capta el ser mismo de la existencia humana en cuanto tal». A Ockam con su navaja -de haber sido Marcuse- le habría convenido en este caso más que en ningún otro aquel antiguo dicho castellano: «Ruin barbero no deja pelo ni cuero». La consecuencia más grave de semejante generalización ontológica y, por lo tanto, ahistórica, de la idea de «trabajo» es la que atañe especialmente a «la gran transformación», en que el trabajo se ha individualizado y la «fuerza de trabajo» se ha convertido en propiedad individual. La economía de producción necesitaba reco­nocerle al individuo aislado ese omnímodo poder de dis­posición sobre su «fuerza de trabajo», porque era una condición indispensable para liberar y agilizar la capaci­dad de contratar del empresario productor. Esto es lo que transformó radicalmente lo que antaño pudo entenderse por «trabajo», convirtiéndolo en una categoría estricta­mente contractual. Pero no voy a insistir más sobre un proceso que es hoy sobradamente conocido; sólo he de señalar la pintoresca y a la vez sumamente sospechosa coincidencia entre esa conversión del trabajo en catego­ría contractual por obra de la economía de producción y el surgimiento desde todos los sectores, liberales, marxistas o cristianos, de toda clase de apologías, a cual más grandilocuente, del trabajo en sí mismo y por sí mismo. La interpretación que se me ocurre para tan clamorosa y sorprendente coincidencia sería la de que al par que la hegemonía de la realidad económica ha acabado por con­vertir la Producción en un fin que se justifica por sí mismo, que no tiene por qué dar razón de sí ni de su ine­luctable crecimiento, los contenidos del correspondiente trabajo contractualizado -es decir, definido por la sepa­ración entre las partes contratantes- se han vuelto totalmente indiferentes en las entrañas del omnicomprensivo espectro o abanico de su intercambiabilidad y equivalen­cia, o sea indistintamente neutros con respecto a la varie­dad de concreción. Lo que la des-socialización de los individuos por el mercado de trabajo ha perpetrado con­tra las cualidades de las cosas podría compararse con lo que les pasa a los colores en el experimento del disco de Newton: al girar velozmente, las bien visibles diferencias de color de los sectores, dispuestos como gajos de naran­ja, desaparecen por completo y todo el disco se muestra ante los ojos uniformemente pintado de homogéneo blanco. De la misma manera, la diferente cualidad del contenido de las obras del trabajo ya no pinta absoluta­mente nada; en adelante será la pura actividad en blanco, el ejercicio en sí mismo y por sí mismo, lo que acredite incondicionalmente el trabajo como un valor moral, sea a título de virtud santificante, de actividad creadora, de ser­vicio a la sociedad, de contribución al bien común, o de otros no menos hueros e indecentes embelecos, hacién­dolo merecedor de la más gratuita y altisonante apología. A la total neutralización de las diferencias cualitativas entre los contenidos del trabajo, inherente al carácter contractual que le es impuesto por una economía de pro­ducción ensimismada, redundante y enteramente autoge­neradora, autojustificada y autorrealimentada se corres­ponde, pues, la exaltación y el culto del trabajo en sí mismo y por sí mismo. Cuando la cualidad concreta de la obra tenía su propia vigencia, su significado manifiesto, su contenido ostensible ante los ojos, carecía de sentido valorar el trabajo como ejercicio en sí; sólo cuando la cualidad ha desaparecido de la vista por la vertiginosa rota­ción del intercambio universal de los productos, el mero gasto de la fuerza de trabajo ha merecido ser reconocido como un valor moral.

§ 11. Volviendo, finalmente, al pasaje de Simone de Beauvoir que ha dado pie para estas páginas, a aquel arranque populista de poner en conexión la preferencia femenina por la piel bronceada con un sentimiento de simpatía suscitado por «el torso desnudo de un trabaja­dor», diré sin más que sería extremamente difícil encon­trar en este mundo ninguna otra estética, no digo más ajena, sino más directa y frontalmente opuesta a cual­quier ética o culto del trabajo. (...). También en la belleza, la riqueza es la suprema ins­tancia del valor, que dictamina sobre todos los valores.(...). En conclusión, aunque el canon de belleza de las campesinas temporeras en la recolección de la cosecha del pimiento era el de la blancura de la piel y el canon de la muchacha mecanógrafa, como unos quince o veinte años más tarde, era, por el contrario, el de la piel bronceada, digo que los dos cánones de belleza, a despe­cho de ser completamente opuestos, tenían, sin embargo, el mismo significado, por cuanto se regían y definían según el mismo criterio determinante del valor: signifi­caban OCIO; y el canon de belleza que tiene el ocio por Criterio de valor demuestra hasta qué punto la riqueza -que es lo que hace posible el ocio- es la instancia suprema del valor, que dictamina sobre todos los valores.

§12. Y en este punto permítaseme retroceder por un instante al Antiguo Testamento. En el «Cantar de canta­res» (I, 5) oímos a la amada protestar así: «Nigra sum sed formosa, filiae Ierusalem», como la queja de una campesi­na que reivindica su belleza a pesar de tener la piel tosta­da por el sol, a causa de que sus hermanos la han manda­do a guardar las viñas: «No os fijéis si estoy morena, es que me ha quemado el sol», insiste todavía en otro pasa­je.(...)
§13. Pero ahora, finalmente, destruyamos tan triste idea como la de la determinación económica de la belle­za, junto con el postulado de que la riqueza es la instan­cia suprema del valor, que dictamina de todos los valores.
Aquí «destruir» no ha de tomarse por sinónimo del término «falsar», lanzado por los lógicos popperianos, ya que respecto de ese postulado no estamos, por lo que entiendo, ante cosa que pueda someterse a algún criterio de verdad o falsedad, sino más bien ante algo que padece cautiverio, de modo que «destruir» ha de ser como sacar­lo de prisión, rescatarlo o redimirlo.
Que el privilegio de la riqueza sea el que decide si el canon de belleza debe ser la piel blanca de las burguesas del Ancien Régime, imitadas por las muchachas tempore­ras de la recolección de la cosecha del pimiento, o de las «hijas de Jerusalem», de la casta sacerdotal que regía el culto del Templo y de la burguesía urbana acomodada de los «gibborim», imitadas a su vez, en forma de aspiración y desafío, por la campesina puesta por sus hermanos a guardar las viñas en el «Cantar de cantares», o debe ser, en cambio, la piel bronceada de las ociosas veraneantas de Cannes, de Saint-Tropez, de Zarauz o de Marbella, canon al que se sometió la modesta y melancólica mecanógrafa de la piscina de Sigiienza, quiere evidentemente decir que la riqueza es la que tiene, en efecto, la palabra para dictaminar si el canon vigente de belleza es el de la piel blanca o el de la bronceada, pero no es, ciertamente, la riqueza la que ha decidido que, tal como yo me he atre­vido a interpretar indistintamente respecto de uno y otro canon, la belleza se mantenga, de manera invariable, fiel al ocio, que es tanto como decir fiel al placer, al amor, a la felicidad. Que el ocio resulte, de hecho, ser la parte de los privilegiados podrá en todo caso ser un argumento contra el privilegio, nunca contra el ocio. Y así el intento de Simone de Beauvoir, al poner en relación la preferen­cia de la mujer moderna por el canon de belleza de la piel bronceada con un presunto nuevo prestigio del «torso desnudo de un trabajador», de sancionar y aplaudir la nueva estética por ser reflejo de la ética del trabajo incu­rre en el pecado de todo populismo: justificar la injusticia que padecen los desheredados al halagarlos con el ensal­zamiento de la parte que les toca, de lo que les es dado: el trabajo, y el desdén de lo que les es negado, de la parte que les toca a los privilegiados: el ocio.

§14. Ya se ha aludido más arriba a la tan grandilocuen­te como sospechosa apología del trabajo, al género litera­rio «Oda al trabajo», indecente tachunda que, especial­mente a partir de la llamada «Revolución Industrial» del siglo XIX, han acabado por entonar a voz en cuello y a tres voces, pero sinérgicamente concertadas, liberales, mar­xistas y cristianos. A las que, dicho sea de paso, no podía dejar de sumarse el sumo pedagogo de la infancia y máxi­mo corruptor de menores, por boca de sus repugnantes, subhumanos y obscenos enanitos, cantada con la sana y auténtica alegría del trabajador honrado y diligente, con sus picos y palas al hombro, camino de la mina, que, para mayor ejemplaridad, premio y escarnio, no era, cierta­mente, de carbón, sino de piedras preciosas, en aquella tan celebrada superproducción de dibujos animados «Blancanieves y los siete enanitos». Esta versión disne­yana, expresamente dirigida a los niños, no hace sino completar y confirmar la naturaleza de las apologías del trabajo como expresión e instrumento pedagógico e ideológico, común a las tres doctrinas, para glorificar, bañándolo en almibarada moralina, el carácter opresor y represor del principio de Producción que denuncia Baudrillard. En cuanto a los matices diferenciales entre las tres voces concertadas, que los hay, no se va a tratar aquí de los que median entre el liberalismo y el marxis­mo, pero sí, más adelante, de los que separan, siquiera sea en pequeño grado, ambas doctrinas económicas laicas de la del cristianismo, y particularmente del romano, a par­tir de explícitas manifestaciones al respecto del pontífice actual. Pero antes, parece conveniente detenerse en otras circunstancias.

§ 15. Ya se sabe que los «dictados de la moda» vienen, o más bien venían hasta hace unos decenios, de París, y no creo temerario proponer la hipótesis -solamente «hipótesis»- de que ese carácter de «capital europea de la moda» lo adquirió París, acaso a caballo, una vez más, de la llamada «Revolución Industrial» y el desarrollo de los ferrocarriles, con el gran incremento de las comuni­caciones, hacia los años del Segundo Imperio y la Tercera República -recuérdense las Exposiciones Universales, tan paneuropeas-, erigiéndose, por así decido, en «Corte de cortes», o sea centralizando en sí, como Corte de Europa, a las restantes cortes nacionales, sin menoscabo de que tal vez puedan alegarse prece­dentes dieciochescos anteriores a la Revolución. Pero, sea lo que fuere de esta hipótesis sobre la capitalidad europea de París, parece ser que las cortes de las monar­quías de la Edad Moderna fueron siempre en Europa las que emitían y propagaban los «dictados de la moda», sobre todo a raíz de la paulatina desaparición -ya fuese por prescripción o por desuso- de las llamadas «leyes suntuarias», nacidas en el Medioevo estamental, que regulaban el derecho de usar las diferentes clases o calidades de tejido, atuendo, aderezo, ornato, atavío, cabalgadura, etcétera, según la condición social de las personas; (...) La Corte era el lugar de la riqueza, y en la fiesta, en el ocio, todos se vestían de ricos, porque el ocio los hacía «como ricos». La Corte dictaminaba, por lo tanto, cada vez el canon de belleza en su valor vigente, en su variable cotización comparativa, tal como en ella se sancionaban o se determinaban las fluctuaciones del valor de la moneda.

§16. Pero el valor es un factor espurio con respecto a la belleza, puesto que ésta, al igual que el ocio y la felicidad, es por su propia esencia un bien, un don gratuito, enteramente ajeno, en cuanto tal, al tráfico de los inter­cambios, a cualquier relación de equivalencia, y por lo tanto incompatible con la idea misma de «valor». Así como las ricas y ociosas «hijas de Jerusalem» imponían su autoridad en lo que atañe a criterios de belleza sobre la campesina del «Cantar de cantares», quemada por el sol a causa del trabajo (recuérdese la letra: «Estoy more­na pero soy guapa, hijas de Jerusalem»), así también la Corte ejercía su poder sobre ese factor espúreo, intruso, heterónomo, respecto de la categoría de «belleza», que eran sus variaciones en tanto que valor: cada nueva vigencia se erigía, con rapidez o con retraso, en dictamen de la moda, o sea en canon, y podría haber dictado hoy la piel blanca, mañana la bronceada, del mismo modo en que el canon de belleza masculina de la cara rasurada en la Corte de don Fernando de Aragón se vio sustituido por el de la barba en la de su prognático nieto flamenco, que llegaría -¡flor de florines que pagó!- a hacerse emperador. Cualesquiera que fuesen los caprichosos cambios cortesanos en lo que toca a advenedizas conno­taciones de valor en el canon de belleza, lo que ésta, en su genuina índole de bien, y por lo tanto ajeno a relaciones de intercambio, mantenía inalterable era su fidelidad al ocio, o sea al placer, a la fiesta, a la felicidad. Por muy voluntarioso que sea el populismo que quiera despilfa­rrarse en el empeño, no hay estética capaz de conciliar la belleza con la ética del trabajo. Y el dolor de esta quere­lla bien que supo llorarlo la copla:
Paso puentes, paso ríos,
        siempre te encuentro lavando;
la hermosura de tu cara
el agua la va llevando.
Sin duda puede darse, y se ha dado, con su propio sen­tido, una Ética del trabajo, pero sería delirante imaginar, por contraposición, una «Ética del ocio»; la sola idea de una tal ética es ya en sí misma una contradictio in terminis, puesto que el ocio no es un «valor», ya que connota, según su propia especie, gratuidad; tampoco es, huelga decirlo, una norma de conducta ni, finalmente, un medio, sino un fin en sí mismo. Redundaría en la misma contra­dictio in terminis en la que incurriría en general cualquier pretendida «Ética de los bienes», y lo errático y al fin desesperado de semejante pretensión se manifiesta en los que podríamos llamar «hedonistas profesionales», a la manera del escritor Manuel Vicent, en la medida en que «profesa» -o afecta profesar- el goce de los bienes; una actitud que puede acabar por redundar en el esfuerzo realmente extenuante de mantenerse permanentemente atentos a cuánto están disfrutando a cada instante: si la apercepción o la conciencia reflexiva se obligan a estar de guardia, observando y vigilando el transcurrir del ocio y el placer, el sujeto no hace más que extrapolar un centi­nela inevitablemente enajenado del presente, de suerte que éste resulta anticipadamente sentido y percibido bajo especie de pasado, y así, más tarde, el recuerdo de la feli­cidad, sabor del bien en el ayer perdido, tendrá la doble virtualidad de recuerdo de un recuerdo, tal como expresa aquel lamento de Antonio Machado: «Juventud nunca vivida, quién te volviera a soñar». El genio de Homero ya acertó a ilustrar, con el mito de los lotófagos, la paradoja de la felicidad humana, cuya condición pide olvido y abandono y no es, por tanto, realmente accesible como don presente para una reflexividad siempre despierta, velando desvelada.

§ 17. Volviendo por última vez a la cuestión del canon de belleza, no deberían extrañar los cambiantes avatares de la moda, capaces de incidir incluso en cosa presuntamente tan inscrita en «la naturaleza» como es la atrac­ción sexual, pues también la sexualidad se presta a ser artificialmente educada a responder a estímulos creados e inducidos por deliberada convención; quiero decir que tampoco faltan otras experiencias para no hallar nada de insólito en que hasta el sexo se muestre receptivo ante el espurio y caprichoso momento del «valor» en lo que atañe al canon de belleza (...)
Descartada, al menos a mi entender, naturalmente, la posibilidad de una «Ética del ocio», aportaré todavía un dato más que abunda en el gran dislate que comporta cualquier interpretación que intente refrendar la estética de tal o cual determinado canon de belleza poniéndolo en acorde relación con la Ética del trabajo. Se trata de una expresión y de un concepto catalán que parece inventado ad hoc como un cruel sarcasmo contra el ya tantas veces referido populismo de Simone de Beauvoir: «moreno de paleta» (donde «paleta» vale exactamente por «albañil»), fórmula despectiva usada para designar y distinguir pre­cisamente la calidad de moreno que se reconoce como propia del «torso desnudo de un trabajador». ¿A quién vas a engañar, triste albañil, con ese torrefactado que se te ha ido pegando de tanto bregar a pleno sol encaramado en lo alto de un andamio? (...) De manera que ese despreciativo «moreno de paleta» confir­ma hasta qué punto el heterónomo ingrediente del valor no tiene, con respecto a la belleza, otra función que la de credencial de garantía, de «marca registrada», capaz de certificar que su auténtico origen es el ocio, no el tra­bajo. Simone de Beauvoir, al encarecer como una estéti­ca más alta el estigma del trabajo, el «moreno de paleta», ratifica sobre los trabajadores, a título de ética, la conde­na a la que por su propia condición de tales están ya con­denados, mientras que la belleza, con su muda e impasi­ble fidelidad al ocio, oh blancas hijas de Jerusalem, oh bronceadas veraneantas de Saint-Tropez, se mantiene, sin quererlo ni saberlo, como pieza de cargo capital con­tra la Ética del trabajo.


II. La bendición de Puebla


§18. Las doctrinas económicas laicas, liberalismo o marxismo, que encarecen el trabajo en cuanto servidum­bre congénita de la naturaleza humana o como tributo obligado a la Necesidad -a esa «Ley de Naturaleza», como la llama Baudrillard, de la que el último marxismo, por boca de Marcuse, pretende hacer «dimensión onto­lógica del hombre»- y que, socialmente considerado, hace a los individuos acreedores a la vida, derecho que se niega a los ociosos, difícilmente podrían justificar el altí­simo énfasis moral con que recargan sus apologías del trabajo, en nombre de que «el trabajo -como escribió, si no recuerdo mal, el propio Sartre- libera al hombre de la necesidad», ya que si tal afirmación no fuese, al menos tal como hoy podría demostrarse, una total falacia, ensal­zar el trabajo «porque libera al hombre de la necesidad» resultaría tan pedestre y tan estúpido como ensalzar el rascado «porque libera al hombre del picor». No puede, por consiguiente, evitarse, en modo alguno, que la solemne tachunda de las apologías del trabajo, elevadas a estruendo wagne-riano con el auge de la Revolución Industrial, suscite la fortísima sospecha de que tan sorpren-dente Oda al Trabajo sea, al menos inconscientemente, un instrumento ideológico de pedagogía mortal, en estrecha connivencia con la idea de «Necesidad natural», que, en palabras de Baudrillard, no es «sino una idea moral dictada por la economía política» bajo el imperio de la Producción. Sería sin duda de justicia tener en cuenta las mayores o menores diferencias que separan esas doctrinas económicas laicas entre sí, salvo que, por la índole misma del género apologético -género literaria-mente barato, si los hay-, apenas creo que tengan relevancia en lo que atañe a sus respectivas apologías del trabajo. Sí que creo, en cambio, que la tienen, por cir­cunstancias fácilmente comprensibles, en lo que ambas en conjunto puedan diferir de la apología del trabajo reli­giosa, o sea confesional cristiana, ya sea protestante o romana. Así que, tal como se ha anunciado bastante más arriba, tan sólo de esta última se va a tratar expresamen­te aquí.

§19. En un pasaje de la obra ya varias veces citada, señala Baudrillard cómo en el cristianismo «se dibuja la forma ideológica más adecuada para sostener la explota­ción racional e intensiva de la naturaleza», en lo que, más que a la Iglesia romana, parece referirse, al menos en principio, al protestantismo -conforme a los estudios de Max Weber, al que no se olvida de mentar-, en cuanto iniciador de la «revolución del cálculo racional de producción». No obstante, en nota a pie de página, refirién­dose a las procelosas aguas que la Barca de Pedro tuvo que atravesar hacia el principio de la Baja Edad Media, concluye de este modo: «Contra toda esta herejía milena­rista, naturalista y panteísta, mística y libertaria, la Iglesia siempre defendió, al mismo tiempo que el corte inaugural con la naturaleza, una moral del esfuerzo y el mérito, del trabajo y las obras, paralela a la evolución del orden de producción y ligada a la dimensión política del poder». A este propósito parece particularmente interesante señalar cómo la Iglesia Romana no se ha quedado reza­gada con respecto al «siglo», reacomodando su doctrina actual con arreglo a las más recientes formulaciones ideológicas de la racionalidad económica, con la gran falacia del productivismo: «El desarrollo de las activida­des económicas y el crecimiento de la producción están destinados a satisfacer las necesidades de los seres hu­manos. La vida económica no tiende solamente [cursiva mía; extraño "solamente", que prefiero interpretar como un lapsus ealami, antes que como una arriere-pensée del redactor del catecismo] a multiplicar los bienes produci­dos y a aumentar el lucro o el poder; está ordenada ante todo al servicio de las personas, del hombre entero y de toda la comunidad humana».
Ofrece incluso el refrendo teológico de la concepción del trabajo en cuanto ejercicio de la función natural del hombre como dominador de la naturaleza: «El trabajo humano procede directamente de personas creadas a imagen de Dios y llamadas a prolon­gar, unidas y para mutuo beneficio, la obra de la creación dominando la tierra. El trabajo es, por tanto, un deber». Aquí es el propio texto genesíaco el que, esgrimido en funciones de Registro de la Propiedad, legitima la titula­ridad de semejante señorío (Génesis, § 1, vv. 26-9). Pero a despecho de tan voluntarioso y bienintencionado afán conciliatorio, de tan esforzado ajuste con los términos de la ideología económica vigente, queda, no obstante, un punto en el que la doctrina de la Iglesia no puede por menos de diverger en cierto grado de las doctrinas laicas. No me refiero, por supuesto, al rechazo de elementos que guarden relación con los colectivismos de filiación marxista ni a los severos límites morales que impone al ejercicio del sistema liberal, ya que esos no son factores que puedan llegar a resonar en algo tan sumario e inespe­cífico como una apología del trabajo. La divergencia se deriva de lo que la doctrina establece en esta cláusula: «La Iglesia expresa un juicio moral, en materia económi­ca y social "cuando lo exigen los derechos fundamentales de la persona y la salvación de las almas". En el orden de la moralidad, la Iglesia ejerce una misión distinta de la que ejercen las autoridades políticas: ella se ocupa de los aspectos temporales del bien común a causa de su ordenación al supremo Bien, nuestro fin último [cursiva mía]. Se esfuerza por inspirar las actitudes justas en el uso de los bienes terrenos y en las relaciones socio-económicas». Así que mientras la apología del trabajo de las doctrinas laicas enarbola el argumento de la imprescindibilidad de la pro­ducción para satisfacer las necesidades terrenales de los hombres, dejando al margen de momento la cada vez mayor perversidad de esta falacia, la doctrina de la Iglesia, sin que, por lo demás, tal argumento parezca suscitarle tan siquiera la sombra de una duda, de un recelo o pre­vención, subordina el valor terrenal de la producción y del trabajo en cuanto medios al servicio de las necesida­des de la vida temporal al valor ultra terreno de propiciar la Vida Eterna. La consecuencia inmediata de una tan relevante mutación del decorado en lo que atañe al valor propio del trabajo y a los motivos de su apología consis­tiría en una marcada disminución del interés por la efec­tividad real de su presunta función en el sustento y la conservación de la vida terrenal tal como lo concebía, con intenso dramatismo, la más arriba citada declaración de Burke contra el ocio y la mendicidad: «Cuando pretende­mos compadecer como pobres a aquellos que deben tra­bajar para que el mundo no deje de existir, estamos jugan­do con la situación de la humanidad». En cambio, lejos de tan alarmada preocupación, el buen cristiano no tiene que cuidarse demasiado de alcanzar suficientes garantías sobre si el trabajo responde satisfactoriamente, en cada caso, a ese presunto cometido terrenal o si, por el contra­rio, deja a tal respecto bastante que desear.
El valor que el trabajo pierde, para el cristiano, en su función de servicio a los afanes de este Valle de Lágrimas, lo puede ganar, multiplicado, en otro valor más alto: en su valor soteriológico, tal como lo establece expresamen­te la doctrina, al afirmar que el trabajo «puede también ser redentor». (...) Lo que la doctrina deja, en cambio, totalmente indeterminado es cualquier condición o especificación que se refiera a la naturaleza o a la forma del trabajo: «en la actividad que está llamado a realizar» es lo que dice; de modo que la palabra, máximamente genérica, «actividad» es como una casilla en blanco o una línea de puntos que puede ser llenada con el nombre de cualquier oficio, de cualquier empleo, de cualquier función. Es cierto que, por  lo menos en principio, esa falta total de determi­nación es fácilmente explicable y comprensible: si el con­tenido concreto del trabajo condicionase en mayor o menor grado su posibilidad de verse acreditado como un salvífico, la anterior condición de una conciencia de participación con Jesucristo por parte del trabajador podría privilegiar injustamente al carpintero por el hecho de compartir también su oficio.

§20. Para llegar a ver cómo, no obstante, la mencio­nada «indeterminación» puede tener otras más discuti­bles consecuencias conviene empezar por preguntarse qué quiere decir «cualquier trabajo», cuál es la determi­nación común a todos ellos, o sea la nota que constituye. El grado mínimo de comprensión y correlativamente máxima extensión por la que se define el género total. La contractualidad que es propia del trabajo en su sentido actual implica, tal como exige la índole misma del pragma del contrato y manifiesta la expresión de «partes contratantes», una separación entre sujetos, una duali­dad de personas jurídicamente independientes, aparte de la juridicidad positiva establecida dentro de los límites del contrato y tras su firma, y correlativamente libres entre sí. Esto quiere decir -por aplicar al caso los pin­torescos términos del alemán- que el Arbeitgeber y el Arbeitnehmer no tienen ninguna responsabilidad común ni solidaria ni mancomunada-, tienen tan sólo res­ponsabilidades respectivas -las estipuladas en los tér­minos del contrato-, articuladas en reciprocidad. El Arbeitgeber es absolutamente irresponsable de cualquier acción del Arbeitnehmer, así como éste es absolutamente irresponsable de cualquier acción de aquél; tal es el signi­ficado de la dualidad y la separación de partes que es pro­pia del contrato. La consecuencia que de esto se despren­de es la de que la única determinación del trabajo como categoría contractual -o sea en su abstracto valor de mercancía- es la de su equivalencia salarial.
Pero el que dice que el trabajo en cuanto mercancía queda abstraído de cualquier otra determinación que no sea la de su equivalencia salarial no hace más que glosar o parafrasear la ya más arriba repetida observación de fray Martín de Azpilcueta de que el carácter de mercancía del trabajo, equiparable a cualquier otra mercancía, reside en la común capacidad de fungir de término operante en relaciones de intercambio (repito la cita según Maravall: «El esfuerzo de las manos y los trabajos de los hombres son una mercancía, vendible como las demás cosas, cuyo carácter de mercancías se reconoce por ser intercambia­bles por dinero»). El género de mínima comprensión y máxima extensión constituido por la sola determinación de la equivalencia salarial y, por lo tanto, independiente e indiferenciado con respecto a cualquier posible determi­nación de contenido, fue caracterizado en otro texto mío por la nota de «intransitividad», ya que, aplicando meta­fóricamente al caso la terminología gramatical, donde los verbos «intransitivos» se distinguen por conllevar un valor de campo que carece de lugar vacío para complemen­to directo, por ejemplo, «nacer» o «morir» (dejando aparte la cuestión de muchos verbos que pueden funcio­nar de ambas maneras, como ejemplos de sólo transitivos pueden ponerse «coger» o «llevar»), es esta carencia de lugar vacío para complemento directo lo que se toma por figura de la indeterminación de contenido inherente al trabajo en cuanto mercancía al aplicarle la nota de «intransitividad». No hace objeción el hecho de que todo trabajo tenga necesariamente una determinación de con­tenido, un objeto o una función que lo concrete, pues de lo que se trata es justamente de la necesidad, inherente a la comprensión y la extensión del género buscado, de hacer abstracción de todas esas determinaciones; se trata, en otras palabras, de que el género común de todos los trabajos comprendidos bajo la sola determinación de idoneidad para fungir de término operante en relaciones de intercambio, esto es el género «trabajo» en cuanto mercancía, sólo responde cabalmente a su concepto si se mantiene «vacío», indefinido, en blanco, respecto de cualquier otra posible especificación, pues justamente en esa inespecificidad consiste y se sustenta su alcance y su carácter de género común: o sea el género «trabajo» indistintamente referido a lo que hacen el bracero, el carpintero y el oficinista. Para ilustrar cumplidamente el caso baste observar de qué manera los que ensalzan «la lectura» como una ocupación valiosa (sin que falten algunos que le añaden el repugnante calificativo de «enriquecedora») en sí misma y por sí misma parecen referirse a una pretendida virtud incondicionalmente benéfica intrínsecamente propia de la pura actividad de leer en cuanto tal, virtud que malignamente interpretada al pie de la letra podría prestarse a cualquier chiste fácil sacando a colación la guía telefónica, que es también un libro legible; pues bien, de una manera enteramente análoga a la de tan beneméritos apóstoles de la lectura se comportan los que exudan las apologías del trabajo, manteniéndose en ese grado máximamente genérico, aquí caracterizado, por metáfora, con la nota de «intransitividad», pues a efectos de los fines pedagógicos que constituyen la intención exclusiva de esas apologías, el trabajo ha de ser encarecido, al igual que la lectura, como intrínsecamente bueno, valioso y meritorio ya por su sola condición de tal.
Pero este no sé si bien o mal denominado rasgo de «intransitividad», que las apologías del trabajo se preocu­pan celosamente de no disminuir, queda, si cabe, aún más acentuado en la apología específicamente cristiana, en la  medida en que, aun sin cuestionar ni desacreditar míni­mamente el dogma capital de las apologías laicas, indis­tintamente liberales o marxistas, que es, como ya se ha dicho, la cada vez más falaz ideología del valor del traba­jo como benéfico servicio a las necesidades de la vida humana, subordina, no obstante, este valor al más eleva­do, valor espiritual de hacerse merecedor de convalida­ción ultraterrena a título de credencial soteriológica. Y si ahora examinamos cuál es el componente del trabajo que, a la luz de la doctrina, resulta aislado y sublimado en exclusiva corno privilegiado portador de tal capacidad salvífica, se verá enseguida cómo la mera cualidad de ac­tividad productiva del trabajo (dejando estar, por un momento, lo huera, estúpida o hasta dañina que pueda ser la naturaleza del producto) carece por completo de cualquier capacidad de producir efectos sobrenaturales; el único componente del trabajo al que directamente se concede y reconoce expressis uerbis la posibilidad de ser convalidado en orden a la obtención, propia y ajena, del bien supremo de la Salvación es la cualidad de puro ejercicio corporal que es propia del trabajo, la del esfuerzo en sí, del sacrificio físico que comporta el empleo y el des­gaste de las propias fuerzas, del cansancio y la obligada abnegación, o, en fin, la cualidad del trabajo, por decirlo en palabras del texto doctrinal, en el valor intrínseco de su dimensión máximamente intransitiva corno es «so­portar su peso» o «llevar su Cruz cada día». Tal es, en la doctrina, la manera en que el trabajo «puede ser reden­tor» y «medio de santificación». Todo ello, por lo demás, en concordancia con la concepción cristiana del valor salvífico del sufrimiento en sí.

§21. Pero para complementar estas observaciones sobre la apología propiamente cristiana romana del tra­bajo con más conspicua y más autorizada fundamenta­ción documental, permítaseme ahora recordar un epi­sodio -ya evocado y comentado en algún otro texto añejo- que se dio en ocasión de la que fue, si es que no me equivoco, la primera visita de Juan Pablo II a la República de Méjico y que el azar quiso que me fuese dado ver y oír directamente por la televisión. Era una alocución del Santo Padre en el estadio deportivo de la ciudad de Puebla -la cuarta o quinta en población de la República- dirigida a un público de obreros específi­camente convocados para la ceremonia y que, con la mayoritaria y acusada devoción católica de los mejicanos, agradecían la especial atención que el Papa había querido tener para con ellos con clamorosas muestras de entusias­mo. La cosa fue que, en un momento dado, el romano Pontífice, dando una gran voz, dijo literalmente en caste­llano: «El trabajo ... ¡no es una maldicióon!» y tras una breve pausa de expectación y de silencio, que habría podi­do oírse el vuelo de una mosca, dejó caer: «¡Es una been­dicióoon!». Huelga decir que la aclamación del público, incondicionalmente entregado, fue estruendosa, pero a mí se me quedó grabada, hasta el extremo de que todavía la estoy oyendo, aquella explícita y abrupta revocación de la maldición divina del relato genesíaco acerca del Pe­cado Original (que si para el judaísmo fue un episodio de relevancia mínima frente a las infracciones contra la Alian­za, el cristianismo lo recuperó como un dato etiológico fundamental, poniéndolo en el centro mismo de su con­cepción de la condición humana). Pero considerando la composición particular del auditorio, un público de obre­ros, según la expresa destinación de la convocatoria, y teniendo, no obstante, en cuenta al mismo tiempo cómo la propia solemnidad de la proclama implicaba de modo inevitable que la palabra «trabajo» no podía evitar reso­nar en su sentido más alto y más genérico, la pregunta que se imponía era, por fuerza, la de cuál era el aspecto de la noción de «trabajo» con respecto al cuál había que entender que había dejado de ser «una maldición» para trocarse en «una bendición»: ¿el del trabajo en su deter­minación de «opuesto al ocio» o el del trabajo en su determinación de -«opuesto al paro»? A este respecto, un oído malicioso habría pensado en seguida que entre el Papa y su auditorio no podía por menos de flotar un cier­to vaho de equivocidad, puesto que si el trabajo resca­tado de su genesíaco carácter de maldición divina y con­vertido en bendición por la palabra del Pontífice era el trabajo en su determinación de «opuesto al ocio», un auditorio de obreros, con un porcentaje probablemente elevado de parados, sin duda ansiosos, por su situación de penuria, de encontrar empleo, y otro porcentaje de obre­ros ocupados, contentos de estado, era desde luego el auditorio más impropio y menos indicado para una decla­ración que, en el caso supuesto, habría implicado una amonestación a los ociosos y una admonición preventiva contra la holgazanería, y, en fin, completamente fuera de lugar al dirigirse a quienes incluso de sentirse fuertemen­te inclinados a la holganza o tentados por el santo deseo de tumbarse panza arriba a la sombra de una higuera, en ningún caso habrían podido permitírselo; mientras que si, por el contrario, las palabras del Papa llegaban a entenderse referidas al trabajo bajo la determinación de «opuesto al paro», se exponían a tener la indeseable con­secuencia de incoar, en mayor o menor grado, en la con­ciencia del parado un apesadumbrado y tal vez hasta cul­poso sentimiento de hallarse en cierto estado virtual de maldición, de estar como en pecado (o por lo menos en una situación soteriológicamente improductiva, a menos que las angustias del parado se convalidasen como equi­valentes a los afanes del empleado), mientras no saliesen de la denigrante situación de desempleo. Un sentimien­to, por cierto, que, en el carácter genérico de impulso de autoinculpación de la propia desgracia, nada tiene de insólito ni desconocido, ya sea bajo la forma religiosa o para-religiosa, tal vez más propia de las zonas residual­mente afectadas por ciertas orientaciones del protestan­tismo, ya sea bajo una forma mentalmente laica, aunque probablemente como versión secularizada de aquellas mismas representaciones protestantes, al modo, por ejemplo, de esa detestable «ética del self», que hace teso­ro del «respeto hacia sí mismo» (self-respect), elevándolo a principio de conducta y a la vez a instrumento de autorre­presión. Bien es verdad que basta un mínimo de buen sentido para pensar que tan indeseable consecuencia era desde luego absolutamente ajena a la intención del Papa; con todo, objetivamente, por entre esta Escila y aquella Caribdis se deslizaba de hecho, peligrosamente zozo­brando, el imprudente equívoco de aquella indudable­mente poco meditada proclamación papal. Si he de acep­tar el compromiso de interpretar de alguna forma cuál podía ser la intención del Santo Padre con una declara­ción, ciertamente intempestiva en la medida en que venía a confutar el relato genesíaco del Pecado Original -ele­vado por el cristianismo a fundamento etiológico central de su doctrina de la condición humana- y tanto más con la alusión explícita al contenido del relato que suponía proferir la propia palabra «maldición», la interpretación que se me ocurre como la más probable y verosímil es la que pudo venirle sugerida por la más ingenua de las intenciones: el deseo de halagar al auditorio ensalzando y dignificando su condición de trabajadores, probablemen­te tratando de suscitar también, tácitamente, la evocación de las Bienaventuranzas o de la promesa evangélica de que los últimos serán los primeros, queriendo, en fin, decir algo como lo siguiente: «No maldigáis la parte que Dios os ha asignado en este mundo ni os quejéis de vues­tra condición de obreros, siempre precariamente someti­dos, lo sé muy bien, al afán cotidiano de los cambiantes azares y avatares del mercado de trabajo, porque sois los primeros en haber hallado gracia a los ojos del Señor, los 'primeros en las bendiciones del Supremo Arbeitgeber que está en los cielos, que os está ingresando cada día en el Haber de la Bienaventuranza un salario frente al cual ni aun el mayor de los tesoros de este mundo llegaría a valer siquiera un céntimo de un céntimo de un céntimo, porque es un salario que os será saldado en moneda de contante y sonante Eternidad». No hay ninguna razón para pensar que en la declaración de Puebla la intención del Papa fuese la de decir ninguna cosa demasiado aleja­da de una interpretación como la que podría serle atribui­da a través de esas palabras que, imaginariamente, se han puesto en su boca.
Estas observaciones incurrirían sin duda en la siempre malfamada tacha de barato discurso demagógico si no pa­saran ahora en el silencio más escrupuloso el hecho indu­bitable de que una declaración como la de Juan Pablo II en el estadio de Puebla, por clamoroso que fuese el entu­siasmo que llegó a despertar en el incondicional y virtual­mente unánime fervor católico de los obreros mejicanos, siendo como era un imponente impulso en el sentido de la pedagogía de la conformidad no podía por menos de sonar tal vez aún más grata, o por lo menos más inmediata y terrenalmente grata, en los oídos de los empresarios.
En fin, por resumir, si se ha aducido la proclamación de Puebla como muestra eminente de la secularización del cristianismo en el sentido de la racionalidad económica, ha sido en la medida en que si el trabajo es una bendición -en el sentido incondicionalmente espiritual de la pala­bra-, y no lo es a título de su cualidad genérica de activi­dad productiva, ni aun menos, por lo tanto, en razón de cuanto pueda referirse a cualquier posible determinación de contenido, sino tan sólo en virtud de su más indife­renciado y más intransitivo componente, como es el del ejercicio corporal en sí, en su valor intrínseco de esfuerzo, abnegación y sacrificio, ello comporta poner el trabajo a salvo de cualquier pregunta, sustraerlo a cualquier cuestio­namiento, poniéndolo sin más, desnudo e inerme, a mer­ced del brazo secular, en una especie de capitulación sin condiciones ante el poder cada vez más hegemónico de la razón económica bajo el absolutismo de la producción.
[Los subrayados en negrita son míos]


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