viernes, 29 de abril de 2011

La prueba - César Aira



San Agustín dijo que sólo Dios conoce el mundo, porque él lo hizo. Nosotros no, porque no lo hicimos. El arte entonces sería el intento de llegar al conocimiento a través de la construcción del objeto a conocer; ese objeto no es otro que el mundo. El mundo entendido como un lenguaje. No se trata entonces de conocer sino de actuar. Y creo que lo más sano de las vanguardias, de las que Cage es epítome, es devolver al primer plano la acción, no importa si parece frenética, lúdica, sin dirección, desinteresada de los resultados. Tiene que desinteresarse de los resultados, para seguir siendo acción.
César Aira. “La nueva escritura”



Fragmento de La prueba, un incendiario relato de Aira sobre el poder de redención del amor.

La prueba
(Fragmento)

(...)
Se quedaron calladas un momento. El Pumper había empezado a llenarse, lo que resultaba tranquilizador para Marcia porque se perdían mejor en la muchedumbre. Pero si se ocupaban todas las mesas, y ya parecían cerca de ese punto, vendrían a echarlas. El helado mientras tanto se había terminado. Como si fuera una cábala para impedir que sobreviniera la interrupción, Marcia se apresuró a plantear otra inquietud, que le pareció productiva:
–Hoy hace un rato, allí enfrente, ¿ustedes estaban con alguien?
–No. Ya te dije que estábamos solas.
–Como había una concentración de gente...
–Nos habíamos metido entre esos boluditos a ver si nos levantábamos a alguno, pero no conocíamos a nadie y no tuvimos tiempo de elegir, porque apareciste vos . . .
La información daba algunos elementos interesantes, pero parecía pensada a propósito para que esos elementos fueran de la clase de los que Marcia prefería no indagar. De modo que siguió la misma dirección que había tomado antes.
–¿Pero pertenecen a algún grupo?
–¿Qué quiere decir eso?
–Me refiero a algún grupo de punks.
–No –dijo Mao subrayando venenosamente cada palabra –No estamos en ninguna murga.
–No lo decía en sentido peyorativo. Uno siempre tiende a asociarse con gente que comparte sus ideas, sus gustos, su modo de ser.
–¿Como vos y Liliana, por ejemplo? ¿Pertenecés a algún grupo de inocentes?
–No tergiverses lo que quiero decir. Y no se hagan las que no entienden. Aquí y en todas partes del mundo los punks se agrupan y se apoyan entre sí en su rechazo a la sociedad.
–Felicitaciones por tu erudición. La respuesta es no.
–¿Pero conocen a otros punks?
Le gustó su propia pregunta. Debería haberla hecho al principio. Era una trampa perfecta. Era como si a alguien le preguntaban si conocía otros seres humanos. Si le respondían por la negativa, que era obviamente lo que querían hacer, pondrían de manifiesto su mala fe. No sabía qué beneficio podía reportarle, pero al menos tendría una respuesta.
Mao volvió a entrecerrar los ojos. Era demasiado inteligente para no ver toda la dimensión de la celada. Pero no daría el brazo a torcer. Eso nunca.
–¿Qué importancia tiene? –dijo–. ¿Por qué te empeñás en hacernos hablar de lo que no queremos?
–Hicimos un pacto.
–Está bien. ¿Qué habías preguntado?
Marcia, implacable:
–Si conocen otros punks.
Mao, a Lenin:
–¿Vos conocés a alguno?
–A Sergio Vicio.
–Ah, sí, cierto, Sergio. . .–se volvió a Marcia–. Es un conocido nuestro, ahora hace mucho que no lo vemos, pero es un excelente caso. Es una pena que no llevemos encima una foto de él. Tocaba el bajo en una banda, estaba siempre drogado, y era muy buen chico, y debe de seguir siéndolo, aunque un poco loco, desconectado. Cuando habla, cosa que hace muy de vez en cuando, no se le entiende nada. Una vez le pasó algo de lo más curioso. Una señora muy rica fue a una fiesta, y entre otras cosas llevaba encima unos pendientes de orejas con cuatro esmeraldas cada uno, grandes como pocillos de café. De pronto se dio cuenta de que le faltaba uno de los pendientes; aunque dieron vuelta todos los divanes y alfombras, no lo encontraron. Como costaba millones, y las señoras ricas son muy apegadas a sus cosas, que siempre cuestan millones, hubo un buen escándalo, que hasta salió en los diarios. Los invitados hicieron consenso para que fueran revisados al salir, pero el embajador de Paraguay, que estaba presente, se negó, y la requisa no se hizo. Por supuesto, fue el principal sospechoso. La cancillería tomó cartas en el asunto, y el embajador terminó llamado de vuelta a su país y destituido. Un año después, la señora fue a una fiesta en Palladium. Cuál no sería su sorpresa al ver en la pista de baile a Sergio Vicio, con las cuatro esmeraldas colgando de una oreja. Sus guardaespaldas fueron de inmediato a buscarlo y se lo trajeron en andas. Ella estaba con un coronel, con el ministro del Interior, con Pirker y con la señora de Mitterrand. Pusieron una silla extra y sentaron a Sergio Vicio. Como la conversación en la mesa se había desarrollado en francés, la señora le preguntó si hablaba esa lengua. Sergio dijo que sí. "Hace un tiempo", le contó ella, "perdí un pendiente idéntico al que tienes tú. Me pregunto si será el mismo". Sergio la miraba, pero no la veía (ni la oía). Había estado bailando dos o tres horas sin parar, cosa que hace con frecuencia porque adora el baile, y la interrupción súbita del movimiento le había causado un desequilibrio de presión. Era la primera vez que le pasaba porque siempre, por instinto, dejaba de bailar gradualmente, y después salía a caminar hasta el amanecer. El efecto de este accidente fue que perdió la visión; todo se le fue cubriendo de puntitos rojos, y no vio nada. Eso se llama "hipotensión ortoestática", pero él no lo sabía. Otros síntomas que acompañan a la pérdida de la visión son la náusea, que él no sintió porque hacía dos o tres días que no probaba bocado, y el vértigo, al que estaba tan habituado por su experiencia con la mandanga que lejos de molestarlo o alarmarlo, lo entretuvo durante el resto de la escena, que pasó meciéndose en el espacio cósmico. La señora, un as en el manejo de los dedos, le desprendió el pendiente de la oreja en lo que pareció un pase de magia. Ahora bien, esa noche, en esa fiesta, que se daba en honor de los músicos de la ORTF de visita en el país, Palladium inauguraba un sistema de luces de radiación de quark, lo más moderno de la tecnología. Y las encendieron precisamente en ese momento. En la mesa estaban tan distraídos con la presencia de Sergio Vicio que no oyeron el anuncio que se hizo por los parlantes. Cuando la señora le hubo sacado de la oreja el pendiente y lo levantó sosteniéndolo por el ganchito para que lo vieran los demás, empezó a decir "Estas esmeraldas..." Fue todo lo que alcanzó a pronunciar porque las nuevas luces, traspasando las piedras, las volvieron transparentes como el más puro cristal, sin el menor rastro de verde. Se quedó boquiabierta. "¿Esmeraldas?" dijo la señora de Mitterrand, "¡pero si son diamantes! ¡Y qué agua! Nunca vi semejantes". "¡Qué van a ser diamantes!", dijo Pirker, "de dónde los iba a sacar este vaguito. Son caireles de la araña de la abuela, atados con alambre". La dueña, paralizada, abría y cerraba la boca como un pez anuro. Y en ese momento ya sonaban las primeras notas de Pierrot Lunaire. Nada menos que Boulez estaba en el escenario, y la fantástica Helga Pilarczyk como recitante. La atención de los personajes se desplazó a la música. Ninguna esmeralda vuelta diamante podía compararse con las notas lívidas de la obra maestra. La más elemental elegancia dictaba la supremacía de la música sobre las gemas. La señora, con movimientos de autómata, un movimiento que duplicaba invirtiendo el anterior, colgó la joya del lóbulo de Sergio Vicio y vio en angustiado silencio cómo sus guardaespaldas, interpretando mal las cosas, lo alzaban en vilo y lo llevaban de vuelta a la pista de baile, donde volvió a moverse, indiferente a la música, hasta recuperar la visión y salir a caminar, siempre con el piloto automático. Y ella nunca volvió a ver sus esmeraldas.
Silencio.
(...)

Pierrot Lunaire (fragmento) por Helga Pilarczyk

   Más allá de lo que confesaba, más sinceramente, Marcia estaba desilusionada de que la conversación no hubiera dado frutos. Y no tanto por no haber obtenido más datos sobre el mundo punk (ya que al ignorar cuántos datos había, no podía saber si le habían dado muchos o pocos) sino porque el mundo punk no se hubiera revelado como un mundo al revés, simétrico y en espejo al mundo real, con todos los valores invertidos. Eso habría sido la verdadera simplicidad, y la habría dejado satisfecha; lo reconocía con cierta vergüenza porque era pueril, pero ya no tenía ganas de hacerse problemas. Era un oportunidad perdida, y con ella se perdía todo lo demás y daba por cerrado el episodio.
   Habían llegado a la esquina, Mao se detuvo. Miró hacia la calle Bonorino, bastante oscura, y se volvió hacia Marcia.
-Vamos un poco hacia allá que quiero decirte una cosa.
-No. No hay nada más que decir.
-Una sola cosa más, Marcia, pero fundamental. ¿No sería injusto que me dejes con la palabra en la boca cuando voy a decirte al fin lo importante? Ahora sí, quiero hablarte del amor.
   Pese a todo lo que había decidido un momento antes, Marcia sintió curiosidad. Sabía que no habría nada nuevo, pero igual lo sentía. Era la magia que ejercían las punks sobre ella: le hacían creer en la renovación del mundo. La desilusión era secundaria. La desilusión la ponía ella, pero Marcia era una de esas personas acostumbradas a ponerse al margen y evaluar la situación exceptuándose. De modo que siguió a Mao, y Lenin la siguió a ella. No fueron muy lejos. A continuación de las vidrieras de Harding había un trecho muy oscuro, a veinte metros de la esquina. Ahí se agruparon contra la pared. Mao comenzó a hablar sin preliminares, en un tono de urgencia. Tenía la vista fija en Marcia, que en la penumbra se sintió más libre de devolver la mirada con una intensidad que era rara en ella.
-Marcia, no te voy a decir una vez más que estás equivocada porque ya debés de saberlo. Ese mundo de explicaciones en el que vivís es el error. El amor es la salida del error. ¿Por qué creés que no puedo amarte? ¿Tenés un complejo de inferioridad, como todas las gordas? No. Si creés tenerlo también en eso estás equivocada. Mi amor te ha transformado. Ese mundo tuyo está dentro del mundo real, Marcia. Voy a condescender a explicarte un par de cosas, pero tené en cuenta que me refiero al mundo real, no al de las explicaciones. ¿Qué es lo que te impide contestarme? Dos cosas: lo súbito, y que yo sea una chica. De lo súbito, no es necesario decir nada; vos creés en el amor a primera vista tanto como yo y como todo el mundo. Eso es una necesidad. Ahora, respecto de que yo sea una chica y no un chico, una mujer y no un hombre...Te escandaliza nuestra brutalidad, pero no se te ha ocurrido pensar que en el fondo solo hay brutalidad. En las mismas explicaciones que estás buscando, cuando llegan al fin, a la explicación última, ¿qué hay sino una claridad desnuda y horrible? Hasta los hombres son esa brutalidad. así sean profesores de filosofía, porque debajo de todo lo demás está el largo y ancho de la verga que tienen. Eso y nada más. Es la realidad. Claro que pueden tardar años y leguas para llegar ahí, pueden agotar todas las palabras antes, pero da lo mismo que tarden poco o mucho, que se tomen una vida entera para llegar a ese punto o te muestren la pija antes de que hayas cruzado la calle. Las mujeres tenemos la ventaja maravillosa de poder elegir entre el circuito largo o el corto. Nosotras sí podríamos hacer del mundo un relámpago, un parpadeo. Pero como no tenemos pija, desperdiciamos nuestra brutalidad en una contemplación. Y sin embargo... hay un súbito, un instante, en el que todo el mundo se hace real, sufre la más radical de las transformaciones: el mundo se vuelve mundo. Eso es lo que nos revienta los ojos, Marcia. Ahí cae toda cortesía, toda conversación. Es la felicidad, y es lo que yo te ofrezco. Será la boluda más grande de todas las que ha habido y habrá si no lo ves. Pensá que es muy poco lo que te separa de tu destino. Solo tenés que decir que sí.
(...)


Enlaces:
  • Literatura Argentina Contemporánea: César Aira
  • Análisis de los relatos El llanto y La prueba
  • "La obra de arte es entonces un proceso y es un proceso violento. Irreductiblemente violento. La narrativa de César Aira es, de varias maneras, una reflexión en torno a esta violencia epistémica propia del arte. La literatura, y el arte en general, son para Aira pura acción: “Lo más sano de las vanguardias –dice Aira- es devolver al primer plano la acción” (“La nueva escritura”). En lo que sigue leeré una novela de Aira, La prueba, como la exposición de un camino hacia la transformación total; como una reflexión acerca de lo que puede significar esta imbricación entre arte y acción. La prueba puede ser leída como el camino recorrido por su protagonista, Marcia, desde la quietud de lo que es hacia la ruptura total que conlleva su devenir-sujeto; desde el mundo de las opiniones, los semblantes y las determinaciones ideológicas hacia la acción creadora y subjetivadora. Ese recorrido, como pretendo mostrar, puede ser interpretado como un pensamiento acerca de la especificidad estética en su relación con el orden de las representaciones del cual pretende des-especificarse.

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