miércoles, 4 de mayo de 2011

"El Poeta"- Somerset Maughan

 William Somerset Maugham

EL POETA

No siento gran interés por la gente célebre, y no puedo soportar a esas personas que tienen la pasión de codearse con las grandes figuras.

Cuando alguien me propone presentarme a una per­sona que se distingue de sus semejantes, ya sea por su categoría social o por sus proezas, trato por todos los medios de buscar una excusa aceptable que elle per­mita evitar el honor del encuentro. Por lo tanto, cuan­do mi amigo Diego Torre dijo que iba a presentarme al señor de Santa Ana rehusé inmediatamente.

Este señor de Santa Ana no era sólo un renombrado poeta, sino también una figura romántica y, a pesar de todo, me hubiese gustado saber cómo sería en la pobreza un hombre cuyas aventuras, por lo menos en España, eran legendarias. Pero supe al mismo tiempo que era ya un anciano y que estaba enfermo, y no pude menos de pensar que hubiese sido para mí una moles­tia tener que encontrarme con un desconocido y ex­tranjero a la vez.
Calixto de Santa Ana, que así se llamaba, era el último descendiente de una familia de grandes perso­najes, y en un mundo repudiado por Byron había lle­vado una vida completamente byroniana, narrando las aventuras de su azarosa existencia en una serie de poe­mas que le habían hecho famoso, pero que sus contemporáneos ignoraban por completo.
No me considero capaz de juzgar el valor que pue­dan haber tenido, pues los leí por primera vez cuando contaba veintitrés años. Entonces me sedujeron; denotaban pasión, altiva arrogancia y estaban llenos de vida. Me entusiasmaron, y aun hoy no puedo leerlos sin sentirme emocionado, ya que sus estrofas traen a mi memoria los más queridos momentos de mi juventud.
Me inclino a creer que Calixto de Santa Ana me­rece en sumo grado la reputación que goza entre la gente de habla hispánica. En aquel tiempo, toda la juventud tenía sus versos en los labios, y mis amigos no cesaban de hablarme de sus modales, de sus apasionados discursos -además de poeta era también político-, de su agudo ingenio y de sus amoríos.
Era un rebelde, y a veces también un bravo bando­lero, pero, por encima de todo, era un fogoso amante.
Todos conocíamos la pasión que demostraba por tal o cual artista o cantante de renombre, pues habíamos leído hasta saberlos de memoria los encendidos sonetos en que describía su vehemente amor, sus angustias o sus odios. Sabíamos también que una aristócrata, descen­diente de una orgullosa familia, habiendo cedido a sus ruegos, tomó despechada los hábitos cuando él dejó de amarla. Aplaudimos el romántico rasgo de la dama, ya que realzándola a ella halagábamos a nuestro poeta.

Pero todo esto sucedió hace muchos años, y durante un cuarto de siglo don Calixto se retiró desdeñosamente del mundo, que ya nada podía brindarle, viviendo solita­riamente en Écija, su pueblo natal.
Hacía dos semanas que me encontraba en Sevilla, y cuando di a conocer mi intención de trasladarme allí, no por interés de conocerle, sino porque se trata de un pueblecito andaluz muy simpático y al que me unen gra­tos recuerdos, don Diego Torre se ofreció a darme una carta de presentación.
Parecía ser que don Calixto se dignaba algunas ve­ces recibir la visita de los hombres de letras de la joven generación, con quienes conversaba imprimiendo tal fue­go a sus palabras que electrizaba a sus oyentes, lo mismo que había hecho con sus poemas en la prima­vera de su vida.

-¿Y cómo está ahora? - pregunté.
-Espléndidamente.
-¿Tiene usted algún retrato suyo?
-Me gustaría tenerlo, pero se ha negado a dejarse retratar desde hace más de treinta y cinco años, ale­gando que no quiere que la posteridad lo conozca sino de joven.
Debo confesar que esta extraña forma de vanidad me conmovió. Se sabia que en su juventud había sido un hombre muy esbelto, y en una estrofa, escrita cuando comprendió que se desvanecería su aspecto juvenil, re­velaba con qué amarga e irónica angustia contemplaba cómo esa gallardía que había sido la admiración de todos iba desapareciendo.
Sin embargo, rechacé la carta de presentación que me ofrecía mi amigo, contentándome con releer el poema que me era tan conocido. Por otra parte, prefería vagar por las silenciosas y soleadas calles de Écija en com­pleta libertad.
Por esta razón, me sentí asombrado cuando la tarde de mi llegada al pueblo recibí una nota del mismo poeta. Don Diego le había escrito informándole de mi visita a Écija. Me hacía saber que le sería muy grato recibirme a la mañana siguiente, a eso de las once, sí tal hora me convenía.
En estas circunstancias no me quedaba otro remedio que ir a su casa en el día y a la hora sugeridos. Mi hotel daba a la plaza del pueblo, que en aquella mañana primaveral se hallaba muy animada. Pero tan pronto como me alejé de ella me pareció transitar por una ciudad casi desierta. No se veía ni un alma por las tortuosas y angostas calles, excepto alguna dama que regresaba de la iglesia.
Écija es, por excelencia, el pueblo de las iglesias, y no hay que alejarse mucho para ver alguna fachada derruida o la torre de algún templo donde anidan las palomas. En cierta ocasión me detuve para contemplar una fila de burros cubiertos con mantas descoloridas y cargados con unas cestas cuyo contenido no pude llegar a ver.
Pero Écija había sido en un tiempo lugar importante, y muchas de sus blancas casas lucen aún sobre las puer­tas de entrada imponentes escudos, pues a este lugar afluían las riquezas del Nuevo Mundo, y los aventure­ros que habían hecho fortuna en las Américas pasaban allí sus últimos años.
En una de esas casas vivía don Calixto. Mientras es­peraba ante la enrejada puerta de entrada, después de haber tocado la campanilla, pensé con satisfacción que vivía en una caza en consonancia con su modo de ser. Había cierta grandeza en aquella entrada, que concordaba con la idea que me había formado del poeta.

Aunque sentí claramente el sonido de la campanilla cuando llamé, nadie acudió, por lo que me vi obligado a llamar varias veces más.
Por fin, una vieja se presentó.
-¿Qué desea, señor? - me preguntó. Tenía unos hermosos ojos negros, pero su mirada era hosca. Supo­niendo que era el ama de llaves, le entregué mi tarjeta.
-Tengo una cita con el señor de la casa - le dije.
En el patio se notaba una agradable frescura. Era pro­porcionado, de lo cual se deducía que seguramente había sido construido por algún discípulo de los conquistado­res. Los mosaicos estaban rotos, y en algunos lugares el revoque se había desprendido, dejando unas grandes manchas. Todo denotaba pobreza, pero también limpieza y dignidad.
Yo sabía ya que don Calixto era pobre. Había ga­nado dinero con facilidad, pero no habiéndole dado im­portancia lo había gastado sin miramientos. Era evidente que vivía en una penuria que desdeñaba tomar en consideración.
En el centro del patio había una mesa y dos sillo­nes, y sobre aquélla varios periódicos de quince días atrás. Me pregunté qué sueños cruzarían por su mente cuando se sentaba allí a fumar un cigarrillo en las ca­lurosas noches de verano.
De las paredes pendían varios cuadros típicamente es­pañoles, algunos de ellos ennegrecidos y francamente feos, y aquí y allá unos bargueños sobre los cuales se veían algunas remendadas estatuas de barro. De una puerta colgaban dos pistolas, y pensé que tal vez hu­bieran sido utilizadas en el duelo celebrado a causa de la bailarina Pepa Montañez -la cual supongo que es ahora una bruja desdentada y vieja-, en el que había matado al duque de Dos Hermanas.
Este escenario, con las vagas reminiscencias que traía a la memoria, cuadraba tan perfectamente con el ambiente y la manera de ser del poeta que quedé com­pletamente subyugado por el lugar.
Su noble indigencia le rodeaba de una aureola de glo­ria tan grande como la misma grandeza de su juventud. Se notaba que él también tenía el alma de los vie­jos conquistadores, y era decoroso que terminara sus días en aquella arruinada y magnífica casa.

Pensé que ésta era la forma en que debía vivir y morir un poeta de su talla.
Me sentía bastante sereno, aunque a la vez un poco enfadado ante la perspectiva de enfrentarme con él. Comencé a ponerme nervioso, y encendí un cigarrillo. Había llegado puntualmente, y me preguntaba cuál podía ser el motivo del retraso del viejo poeta. El silen­cio que reinaba por doquier era ciertamente molesto.
Fantasmas del pasado parecían cruzar el patio, mien­tras una época lejana surgía ante mis ojos. Los hom­bres de entonces poseían un espíritu aventurero y audaz que casi ha desaparecido hoy. No somos capaces de emu­lar sus hazañas temerarias ni sus teatrales proezas.
Sentí un leve ruido, y mi corazón comenzó a latir con fuerza. Cuando al fin lo vi bajar lentamente la escalera, contuve la respiración. Llevaba en la mano mi tarjeta. Era un hombre viejo, alto y excesivamente del­gado; su apergaminado rostro tenía el color del marfil antiguo; su cabello era blanco y abundante. pero sus frondosas cejas conservaban aún su color negro, lo que contribuía a que fuese más lúgubre el resplandor de sus grandes ojos. Era extraño ver que a su edad sus enormes ojos negros conservaban aún todo su brillo. Su nariz era aguileña y más bien pequeña su boca. No apartaba sus ojos de mí mientras se acercaba, y se notaba en su mirada que se formaba un juicio sobre mi persona.
Vestía un traje negro, y en la mano llevaba su som­brero de ala ancha. Su porte denotaba dignidad y fir­meza. Era tal como me lo había imaginado, y mientras lo observaba comprendí perfectamente por qué había influido en el ánimo de sus semejantes y se hacía adueñado de sus corazones. Era un poeta. en todo el sentido de la palabra.
Llegó al patio y se dirigió lentamente hacia mí. Te­nía, en verdad, unos ojos de águila. Sentí una emoción incontenible. viendo ante mí al heredero de los gran­des poetas de España: el inmortal Herrera, el tan re­cordado y patético Fray Luis, el místico San Juan de la Cruz y el avinagrado y oscuro Góngora, de gran renombre...
Era el único superviviente de ese linaje de grandes hombres y un digno representante de ellos. En mi co­razón resonaban las bellas y tiernas canciones que ha­bían hecho tan famoso el lirismo de don Calixto. Cuan­do estuvo ante mí me turbé y pronuncié la frase que había preparado y con la cual pensaba saludarle
-Conceptúo como un alto honor, maestro, que un extranjero como yo haya podido trabar conocimiento con un poeta de su fama.
Pude ver en sus penetrantes ojos cuánto le divertía la ocurrencia. Una leve sonrisa se dibujó un instante en sus austeros labios.
-Disculpe, señor. No soy poeta; soy un simple co­merciante. Se ha confundido usted. Don Calixto vive al lado.
¡Me había equivocado de casa!

William Somerset Maugham

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